Si usted conoce bien el Museo del Prado, su historia y su gestión de la colección, pase página. Pero si el reciente ruido sobre sus depósitos le ha generado alguna duda, quédese aquí un momento. La existencia “extramuros” de este museo está bien documentada y comunicada pero parece, dadas las fake news circulantes, que es conveniente compendiar algunas informaciones para acabar de entender esta “descentralización” de nuestro más importante museo nacional, que viene de antiguo y que ha ido corrigiendo sus viejos defectos para convertirse en un instrumento de cohesión territorial y de enriquecimiento cultural.
Problemas de espacio y dispersión temprana
El museo, recuerden, abrió sus puertas en 1819 para exponer una parte de la colección real, tras el traslado al edificio de Villanueva de poco más de 1.600 cuadros. Con la Revolución de 1868 dejó de ser propiedad de la Corona y se convirtió en museo nacional, ya con unas 3.000 pinturas. En 1872 se suprimió el Museo de la Trinidad, en el que se habían reunido las obras de arte requisadas en los conventos de la zona centro con la desamortización de Mendizábal de 1836 y aquellas adquiridas por el Estado en las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes. Todos esos fondos fueron adscritos al Museo del Prado. Y se planteó un grave problema de espacio.
Los museos provinciales, que eran entonces jóvenes y dependían del gobierno central, empezaron a recibir lotes. Pero también llegaron a ayuntamientos, diputaciones, institutos, sociedades de Amigos del País y otras instituciones. Tras la Restauración monárquica de 1874 se sumaron los depósitos en entidades eclesiásticas. Y en los años veinte del siglo XX se quiso dar lustre a las sedes nuevas o remozadas de embajadas. En la década siguiente, durante la Segunda República, se modernizó el montaje de la colección en las salas del museo, antes apretadísimo, y salieron nuevas obras, sobre todo hacia los museos provinciales; algunos de los que aún conservan mayor número de obras del Prado, como el de Málaga y el de A Coruña, se crearon entonces.
Los gobiernos franquistas quisieron ornar las más importantes dependencias militares, gubernativas y diplomáticas. En los años setenta se ralentiza mucho ese flujo y se inicia la recuperación de obras que eran demasiado importantes para ser usadas con fines decorativos, intercambiándolas por otras menos valiosas. Todo esto, por si quieren ampliar la información, lo cuenta más en detalle Mercedes Orihuela, que coordinó durante muchos años en el museo lo que hasta hace poco llamábamos el ”Prado disperso”, y que ha publicado hace poco un libro en el que estudia una selección de esas obras en depósito.
Organizar el caos
Ya en 1912, cuando se creó el Patronato del museo, algunos de sus integrantes —el coleccionista José Lázaro Galdiano (conocerán su museo en Madrid) y el historiador Elías Tormo— empezaron a supervisar las obras que estaban depositadas en Madrid. En 1961, también por iniciativa del Patronato, se pidió a Alfonso E. Pérez Sánchez (que fue después director del museo) que le diera una vuelta a todo aquello. Él recuperó obras que no deberían haber salido del Prado y se preocupó de la conservación de otras.
El pistoletazo para que todo el mundo se tomara en serio el control de los depósitos fue una denuncia en la prensa, en 1978, sobre la “desaparición” de 7.000 cuadros del museo (exageradísima). El tema llegó a la Fiscalía General, que puso en marcha una investigación. La catalogación se realizó edificio a edificio en Madrid con asistencia de la policía judicial, y las instituciones de otros lugares recibieron requerimientos muy serios de la Fiscalía. Aquello no tuvo recorrido judicial, pues no se detectó delito alguno, pero sirvió para tener una más fiable base de datos sobre la que trabajar en adelante y para que se redactara una normativa que regulase los depósitos entre entidades, recogida en el Reglamento de Museos de Titularidad Estatal, viejísimo (1987) pero aún vigente.
En 1995, el Museo del Prado fijó los límites para la concesión o renovación de depósitos. Solo se pueden enviar nuevas obras a museos de titularidad pública y siempre que en las administraciones de destino estén haciendo ya el esfuerzo de concentrar en ellos las obras dispersas en entidades varias. Mediará un contrato, con una duración que es en principio de cinco años y asunción de obligaciones referidas a la seguridad, conservación y difusión de las obras.
Cualquier otra solicitud de depósito por parte de instituciones públicas que no sean museos ha de justificar sus fines culturales y científicos y solo se admitirá de manera excepcional. Si se trata de monumentos religiosos, han de estar abiertos permanentemente al público. En ese momento se decidió revisar los depósitos en instituciones “con fines de alta representación del Estado” y que se levantarían los que no estuviesen en palacios de Patrimonio Nacional, Presidencia del Gobierno, ministerios, Congreso y Senado, Consejo General del Poder Judicial, Tribunal Constitucional y Tribunal Supremo, Fiscalía General del Estado, Consejo Económico y Social, Tribunal de Cuentas, presidencia de las comunidades autónomas y embajadas de España.
He echado un ojo a este último grupo de dependencias con depósitos. No crean que hay obras en todas las embajadas. Las mayores concentraciones se dan en Buenos Aires (32), París (27), Londres (17), Roma (14), Santa Sede (12) y Montevideo (9). El resto —Atenas, Berna, Caracas, Estocolmo, La Haya, Lima, Lisboa, Moscú, Rabat, Viena, Washington y la ONU en Nueva York— tienen entre dos y siete obras. En total son unas 200.
Poco a poco nos vamos acercando a ese objetivo de que la mayoría de las obras prestadas sean accesibles a todos, en los museos: encontraremos en ellos el 57% del total. Pero aún quedan un 30% en administraciones públicas, un 7% en instituciones religiosas y un 6% en embajadas. Y no solo en las dependencias enumeradas arriba. Sin ir más lejos, en el Ayuntamiento de Madrid hay un cuadro de Francisco Pradilla, no sé decirles dónde (también quedan piezas, en número reducido, en otros ayuntamientos españoles). Por cierto, tal vez no sepan esto: algunas de las más icónicas esculturas en espacios urbanos madrileños, como el monumento a Daoiz y Velarde en la plaza del Dos de Mayo, el ángel caído del Retiro, el Goya sedente frente al propio museo y la Andrómaca que es vecina de la plaza de Colón, son cesiones del Museo del Prado.
En realidad, es en Madrid donde encontramos que hay demasiadas obras en lugares donde los ciudadanos no podemos disfrutarlas. Cuento unas 70 instituciones depositarias. Llaman la atención algunas, por su naturaleza o número de piezas: el Palacio Arzobispal (10), la iglesia de San Jerónimo (25), el Consejo de Estado (37), el Instituto de España (25), el Tribunal Supremo (22), la Escuela Superior de Canto (11), varias reales academias (la de Historia tiene 39), el Cuartel General del Ejército (15), la Dirección General de la Policía (4). En fin, no sigo. Pueden entretenerse ustedes en ver qué hay en cada sitio, pues el museo es muy transparente en este sentido y tiene perfectamente organizada la información en el correspondiente apartado de su web, con un mapa interactivo estupendo. Comprobarán que la inmensa mayoría de las obras depositadas fuera de los museos tienen poquísima relevancia para la colección. Y tengan en cuenta algo: si se quisieran recuperar todas esas obras habría que construir o acondicionar nuevos almacenes y aumentar muy considerablemente las partidas presupuestarias para la conservación de la colección.
“Prado extendido”
Lo que Miguel Falomir se propuso con el proyecto “Prado extendido”, presentado hace más de un año, es acabar de racionalizar toda esa red y fomentar a la vez el aprecio social hacia la institución en todo el territorio. Es un programa muy complejo que requerirá mucho tiempo para completarse; no solo por el volumen de obras a desplazar sino porque requiere la adhesión de cada museo al programa —de ahí que se les haya convocado en días pasados para darles pormenores y presentarles las actuaciones ya realizadas— y que consigan los fondos necesarios para financiar las operaciones de transporte, conservación o montaje.
En el Prado hay ahora unas 2.000 obras expuestas mientras que tenemos alrededor de 3.400 en depósito en más de 280 instituciones, la mayoría pinturas (82%) y muchas del siglo XIX. Madrid (con gran diferencia, pues han quedado aquí más de un tercio), Andalucía, Galicia, Cataluña y Castilla y León son las comunidades con más obras, todas por encima de las 200. Castilla-La Mancha, Aragón, Comunidad Valenciana, País Vasco y Canarias custodian en torno a 100, y el resto por debajo de esa cantidad. Navarra solo tiene una y Cantabria ninguna.
Es en Madrid donde encontramos que hay demasiadas obras en lugares donde los ciudadanos no podemos disfrutarlas
Algunos conjuntos son especialmente relevantes. En el Museo de Málaga hay 101 obras y en el de Bellas Artes de A Coruña 91, a las que se suman, en esa ciudad, las 8 del Ayuntamiento, las 6 de la Diputación y ¡las 29 del Cuartel General del Mando de Apoyo a la Maniobra! En Cataluña, donde el MNAC actúa, por acuerdo con el Prado, como supervisor de las obras depositadas en toda la comunidad autónoma, es la Universidad de Barcelona la que, desde muy antiguo, más conserva (54), seguida por el Museo Víctor Balaguer de Vilanova i Geltrú (38), que ha sido uno de los primeros en asumir el nuevo planteamiento y que inaugurará dentro de unos días una exposición en la que pondrá en valor los cambios. El Museo de Bellas Artes de Asturias, el Museo de la Diputación de Alicante y el Museo Provincial de Lugo también se han sumado ya a la iniciativa.
Falomir ha puesto mucho empeño en este proyecto. “Prado extendido” es uno de los objetivos generales (el nº3) del Plan de Actuación 2022-2025 del museo, en el que se explican claramente sus principios y sus estrategias. Se trata de “Reposicionar la colección del museo en el contexto nacional mediante una nueva política de depósitos del llamado “Prado Disperso”, bajo un marco de colaboración institucional”. Para ello, se procurará “Fomentar el carácter nacional del museo mediante la presencia y visibilidad de la colección en todo el territorio español”.
Los depósitos se reorganizarán para colaborar con los museos en “la construcción de sus discursos expositivos” y “la definición de sus entidades museísticas”, eligiendo con cabeza los autores o los temas. Mejorará su exhibición, con posible montaje de “Salas Prado” en las que se reúnan las obras depositadas con el fin hacer más perceptible para el visitante su presencia. Además, se desarrollarán en el museo estancias de formación en conservación destinadas a los encargados del cuidado de las obras en las instituciones depositarias, y se impulsará la investigación sobre las obras, también en colaboración. Ya me dirán ustedes qué mal hay en todo esto. Deberíamos estar todos muy orgullosos de que se trabaje de esta manera.
En años recientes se ha perseguido que los depósitos tengan sentido y sobre todo que las obras puedan ganar en significación social y sentido histórico. Javier Solana, presidente del Patronato del museo, llegó a hablar en la presentación de este programa de alimentar los “vínculos afectivos” con el Prado. Recordarán ustedes el traslado de los 52 grandes cuadros de Vicente Carducho, en 2011, al claustro de Santa María del Paular en Rascafría, para donde fueron pintados. Quizá también el depósito en el Ayuntamiento de la ciudad en la que se produjo el sanguinolento suceso de La campana de Huesca, de Casado del Alisal, o el de otra importante “máquina de historia”, La muerte de Lucano de José Garnelo en el museo que lleva su nombre en Montilla (con otros dos más, uno de hace unos días) o el de Los amantes de Teruel de García Martínez a la Fundación Amantes para que se expusiera en aquella ciudad (estaba en la Facultad de Filosofía y Letras de Zaragoza).
Un par de ejemplos
Para entender hasta qué punto está repartida la colección del Museo del Prado, tomemos el ejemplo de las veinte obras (de desigual interés y alguna de discutida atribución) que posee de un artista muy notable, Juan Pantoja de la Cruz, cuya distribución es muy expresiva. Hay dos expuestas en el edificio Villanueva, cinco en el almacén, dos depositadas en El Escorial, una en la Galería de Colecciones Reales, una en el Museo de Bellas Artes de A Coruña, una en el Museo Víctor Balaguer de Vilanova i la Geltrú, una en el Museo Diocesano de Lugo, dos en la embajada de España en Londres, dos en la de París, una en la de Buenos Aires, una en el Ministerio de Asuntos Exteriores, una en el Palacio de Pedralbes en Barcelona y una en la mezquita de Córdoba.
Y ahora les cuento sobre Velázquez. La mayoría del medio centenar de obras pertenecientes al Prado está expuesta en sus salas. Y solo hay tres depositadas: una cabeza de apóstol en el Museo de Bellas Artes de Sevilla y dos retratos del príncipe Baltasar Carlos, obras de taller que siempre estuvieron en el almacén: uno en el Museo de Historia de Madrid desde 2014 —que, sin ser yo ni mucho menos experta tiene pinta de ser una atribución demasiado generosa— y otro en el Museo de Bellas Artes de Asturias desde 2021. Que nadie sufra: en el Prado no van a dejar marchar absolutamente ninguna obra vertebral.