-Golf, un deporte para finolis y británicos– sentenció Gearoid con un mohín desdeñoso.
Conducía su pick up de vuelta a Ennis, capital del pintoresco condado Clare, pura postal irlandesa: esplendor en la hierba, océano rugiente y pubs amaderados insuperablemente acogedores en los que la Guinness sabe a gloria. A la orilla izquierda de la carretera, en un hoyo de un campo de golf (muy comunes en aquellas latitudes), un grupo de señores ataviados con polos bien planchados pateaban intentado embocar la pelotita. Yo iba a su lado, en el asiento del copiloto, y no pude dejar de sonreír al escuchar el comentario, que, tras la apariencia pedestre, escondía mucha miga sociopolítica e histórica. Sus palabras, que podrían haber estado perfectamente rematadas por un escupitajo, se disolvieron en las del periodista que, desde la radio, repasaba la actualidad de la competición nacional de hurling, el deporte que allí despierta pasiones.
Gearoid era mi casero el verano que me fui a Irlanda a intentar darle un espaldarazo a mi inglés, después de aprobar en junio todas las asignaturas de primero de Derecho. Tocaba un poco de aventura tras las empolladas anodinamente maratonianas. Por suerte, acabé en aquella pequeña ciudad de la costa oeste, a unos 40 kilómetros de los imponentes acantilados de Moher y unos pocos menos de una playa llamada, curiosamente, Spanish Point a cuenta de los buques de la Armada Invencible que naufragaron en sus aguas. De esta playa, por cierto, volvíamos cuando Gearoid expresó su desprecio por el golf. Su nombre, claro, disparó mi curiosidad en cuanto supe de ella. Sentí que detrás de las casualidades y carambolas que me hicieron recalar tan cerca de sus aguas y su fina arena podía haber alguna especie de predestinación. Aquel paraje me interpelaba muy directamente. Pero esa es otra historia…
Sigamos ahondando en el hurling. Cuando entré por primera vez en el office de la casa de Gearoid, McDonagh por más señas, lo que más me llamó la atención fueron los dos palos que tenía apoyados en la base de la encimera que dividía la cocina del comedor, junto a la puerta acristalada que daba al jardín. Su forma era alargada, con un mango envuelto con grip y la zona de golpeo ostensiblemente más ancha. Eran, según me contó apresuradamente, sticks de hurling, un juego gaélico, el segundo más popular en la isla esmeralda. Que su práctica, a lo largo de los siglos, iba mucho más allá de lo estrictamente deportivo lo iría entendiendo poco a poco después.
Sus orígenes tienen una raíz celta, previa a la cristiandad. El documento más antiguo en el que figura referido, la Brehon Law, es del siglo V pero Seamus King, en el libro donde repasa y sistematiza su historia, advierte que las primeras carreras en pos del sliotar (nombre irlandés de la pelota) datan del 1200 a. de C. Gozó de largos periodos de popularidad pero hacia 1880 estaba siendo orillado por los deportes de ascendencia brit, el cricket particularmente. Contra esa lamentable aculturación, se levantó Michael Cusack, un profesor natural de Carran, aldea situada precisamente en el condado de Clare. Junto a otros compañeros imbuidos como él de un fervor indentitario irish, fundó en 1884 la Gaelic Athletic Association, plataforma que permitió al hurling y al fútbol gaélico recuperar la preponderancia social sobre los deportes ingleses, que Cusack y los suyos tildaban de elitistas (ciertamente, en los buenos colegios de pago se practicaba mayormente el cricket).
Los expertos en el Ulises de Joyce, por cierto, atisban en el personaje del Ciudadano un trasunto del propio Cusack. No sale muy bien parado en la novela. Y se entiende: Joyce, flacucho y con la vista bastante mermada desde joven, no debió de ser un apasionado del hurling, aparte de que tampoco iban con él las efusiones nacionalistas. Cabe entender que por esos motivos perfiló -presuntamente- a Cusack como un tipo xenófobo y apegado a lo tribal. Pero Joyce, ya sabemos, fue un irlandés para darle de comer aparte. La mayoría de sus compatriotas sí honran y ensalzan a Cusack. Por ejemplo, tiene una estatua en los aledaños de Croke Park, el gran coliseo de los deportes autóctonos donde cada año se juegan, ante 80.000 personas, las finales de las competiciones nacionales de hurling y fútbol gaélico (este moviliza todavía más gente que el primero).
Es un escenario que tiene una enorme potencia simbólica porque allí se produjo el primer Bloody Sunday. Sí, hubo otro antes del famoso del Bogside en Derry, uno de los hitos más terribles de los terribles Troubles (abro breve paréntesis para recomendar vivamente No digas nada, de Patrick Radden Keefe, magnífica lección de periodismo que permite entender por qué ‘ardió’ el Ulster esos años 70: las manifestaciones pacíficas de católicos exigiendo igualdad de derechos fueron reprimidas salvajemente por una policía teóricamente neutral pero, de facto, inclinada en favor de los intereses unionistas). En las gradas y en el terreno de juego de Croke Park, decía, fueron asesinados catorce irlandeses durante un partido de fútbol gaélico a manos de paramilitares bajo control del gobierno británico.
Era 1920, en plena Guerra de Independencia, y la masacre fue una respuesta indiscriminada contra una exitosa operación previa del IRA acaudillado por Michael Collins, que por la mañana había causado varias bajas en las filas de la inteligencia británica. Dispararon durante un interminable minuto y medio contra una muchedumbre que intentaba huir, cruenta escena que se reconstruye en la película Michael Collins de Neil Jordan. En Croke Park una placa recuerda los hechos y los nombres de los caídos. Es el estadio más grande de Irlanda pero, por coherencia, jamás se juega al fútbol (inglés) sobre su césped. La selección irlandesa, de hecho, debe hacerlo en el Aviva, con capacidad para algo más de 50.000 espectadores.
La final de hurling, al igual que la de fútbol gaélico, paraliza el país por unas horas, sobre todo a los habitantes de los dos condados que se enfrentan, porque esa es la demarcación geográfica que determina la formación de los equipos. Razón por la que es tan fuerte la identificación de la gente con sus escuadras. Sus componentes son contables, fontaneros, comerciales, albañiles, campesinos… Tipos cercanos, de lo que te topas en el pub. El hurling es puramente amateur, por lo que está exento de las lacras mercantilizadoras que padece hoy el fútbol. Un aspecto político fundamental es que también participan en la competición los seis condados del Ulster que están todavía bajo la British rule. La liga es por tanto una institución protounificadora, un pasito oficial hacia el objetivo de englobar esos territorios bajo una República Irlandesa plena, algo que, por otra parte, puede acelerar el brexit. Ken Loach tuvo muy presente esta dimensión política del hurling cuando rodó El viento que agita la cebada: refleja en secuencia clave cómo los temidos Black and Tans británicos reprimieron este deporte y humillaron a quienes lo practicaban, disparando así el odio local.
El hurling es, explicado de manera muy grosera, una mezcla trepidante y salvaje de rugby, hockey y beisbol. Sé que esta descripción no gustará a los irlandeses pero es una manera hacerse una idea rápida, porque tampoco quiero entrar en detalles sobre las reglas. Hay mucho contacto y mucha mala hostia. Recuerdo que Gearoid, algunas tardes, regresaba a casa con alguna de sus cejas abiertas. Le preguntaba: “¿Qué te pasado, tío?”. Y él respondía de manera concisa y elocuente, mientras le ayudaba a colocarse unas tiritas: “Just hurling”. En clave machito irish, me decía desafiante que seguro que había muerto más gente jugando al hurling (antes el casco no era obligatorio y los golpes en la cabeza podían ser mortales) que toreando. Quería decir, claro, que ellos tenían todavía más cojones que nosotros, y ahí empezaba el pique de gallos, tan primitivo como divertido.
Siempre hubo buena onda entre nosotros. Irlandeses y españoles, en general, tendemos a conectar. Al mes de estar en su casa y de trasegar en comandita unas cuantas Guinness en el jardín, antes de irnos de dormir, la relación trascendió los términos de la habitual entre un casero con su inquilino y empezó a gestarse una amistad que dura hasta hoy. Gearoid empezó a sacarme de paseo, como si fuese otro más de sus jack russels. Me llevaba con él a muchos sitios, como la casa-granja donde se crió, en las afueras de una aldea, y donde aún vivía su encantadora madre y alguna de sus hermanas. Fue una inmersión impagable en la vieja Irlanda.
Pero la excursión que más se me quedó grabada fue la que hicimos, junto a otro amigo suyo, Brendan, a un campo de hurling una tarde soleada, rareza metereológica muy celebrada en la isla. Llevamos los palos (hurleys) y algún sliotar. El campo estaba a unos pocos kilómetros de Ennis, una ciudad desde la que basta con conducir unos 15 minutos para acabar en un paraje solitario. Cuando llegamos, no había nadie, así que pudimos disfrutarlo a nuestras anchas. Corretear sobre aquel verdor inmaculado fue una experiencia sensorial maravillosa, por el contraste tremendo con los campos de arena en los que me desollaba de niño rodillas, codos y muslos jugando con el equipo de fútbol de mi barrio.
En un momento dado, rebañé una bola y traté de conducirla unos segundos sobre la ‘cuchara’ del stick. Empeño inútil: Gearoid tardó una milésima de segundo en golpear mi hurley con el suyo. Lo hizo con una fiereza animal, con una energía cósmica, tensando todos los músculos de sus antebrazos, semejantes a los de Popeye (le vi alguna vez cascando nueces con solo cerrar la palma de su mano). Un estacazo certero que le permitió, a un tiempo, recuperar el sliotar, dejar mi stick tirado sobre el césped y mi brazo, a la altura del hombro, descoyuntado: casi termina yacendo, arrancado de cuajo, junto al palo. Fue una lección práctica muy reveladora: comprendí, sintiéndolo en mis propias carnes, por qué ni todo un imperio había sido suficiente para domeñar aquella isla.