[caption id="attachment_1039" width="560"]
La nueva producción de la HBO es una de esas series de atractivo inmediato, difícil de obviar. Westworld, que ya ha alcanzado su tercer capítulo, plantea un híbrido de muchas cosas, pero en términos generales logra aglutinar las esencias de la ciencia-ficción y el western, lo que en principio resulta bien estimulante. Creada por Jonathan Nolan (el hermano del director de El caballero oscuro y su guionista habitual), se trata de una suerte de adaptación del thriller de Michael Crichton, Westworld, almas de metal (1973), que acontece en un parque temático de alta tecnología en el que la gente paga grandes sumas de dinero para interactuar con androides perfectamente humanos en un escenario inmersivo del Salvaje Oeste. Es como entrar en un vídeo juego donde todo es aparentemente real.
Westworld, el parque temático, es un sueño de consumo para tipos en busca de aventuras en un escenario artificial, habitado por androides impresos en 3D, indistinguibles de los seres humanos reales, conocidos como “anfitriones”. Cada día entran en el parque los nuevos “invitados”, que llegan a un típico poblado western en tren y a partir de entonces viven su propia aventura a partir de narrativas pre-guionizadas, que irán alterándose sobre la marcha. Los invitados pueden matar pero no pueden ser matados. Pueden mantener relaciones con las prostitutas del saloon (la mayoría parece que paga por eso), salir a la caza de forajidos en compañía del sheriff, participar en tiroteos o violaciones, no hay límites. Por un día puedes ser John Wayne, Gary Cooper o Clint Eastwood. Si el invitado mata a un anfitrión, no pasa nada: el ser humano artificial volverá al día siguiente a repetir su historia, en un permanente loop al estilo Día de la Marmota.
La primera diferencia respecto al filme original, que más bien utiliza la serie como inspiración y telón de fondo, es que el protagonismo le corresponde a los cyborgs o anfitriones, seres reemplazables y controlados por el doctor Robert Ford (Anthony Hopkins), que ha logrado que el parque, en sus treinta años de existencia, haya funcionado sin un solo error. Obviamente, las cosas empezarán a ir mal cuando el doctor decida actualizar el software de todos los anfitriones para hacerlos más humanos. Algunos de ellos, entonces, como Dolores (Evan Rachel Wood), la bella damisela en cuya narrativa siempre acaba violada al final del día, empiezan a recordar cosas que no deberían. Al final del tercer episodio la revuelta de las máquinas ya está en marcha.
En su dimensión narrativa, Westworld se adentra en terrenos complejos y delicados que tienen que ver con los modos de representación y las fabulaciones cruzadas. En gran medida, el parque temático es de por sí como un estudio de cine o televisión, donde múltiples ficciones acontecen al mismo tiempo para ser constantemente alteradas con la intervención de los invitados, de manera que la poética metaficcional se apodera pronto de la serie. A esa primera dimensión, que responde a una serie de reglas que pronto serán violadas (precisamente ese es el conflcto básico de la trama, el momento en que un anfitrión mata una mosca cuando se supone que no pueden manifestar ningún instinto asesino hacia series vivos), se suma inevitablemente la reflexión metafísica propia de una fábula en la que las creaciones del hombre desarrollan comportamientos y sentimientos humanos, un sentido de finitud y una forma de tomar las riendas de su propio destino y rebelarse contra sus creadores.
Evidentemente, desde Blade Runner (1992) hasta Ex machina (2015) pasando por El show de Truman (1998) y la serie Battlestar Galactica (2004-2009), toda una tradición de la ciencia-ficción alrededor del mito de Prometeo es revisitada y reintepretada por Westworld. El espectador podrá sentir por unos instantes que habita un territorio ficticio más o menos familiar, pero la serie tiene la virtud de proponer atmósferas, personajes y narrativas realmente inquietantes, a partir de las cuales resulta imposible adelantarse a los acontecimientos. Westworld se suma a la tendencia actual de la teleficción que ha cruzado las edades del clasicismo y el manierismo para proponer contorsiones todavía más complejas en el relato. Una vez que las reglas ya están sobre el tablero de juego –para lo que la serie no tiene problemas en introducir largas escenas explicativas que, como ocurre en el tercer episodio pueden cansar o espantar al televidente–, queda a partir de ahora comprobar cómo los guionistas se abren paso en el magnífico embrollo ficcional de múltiples capas que han puesto en marcha.