En marzo de 1935, el escritor norteamericano Thomas Wolfe (1900-1938) publicó, al fin, Del río y del tiempo, su segunda novela, tras haber debutado con El ángel que nos mira (1929). Cinco años de extenuante trabajo median, aproximadamente -se arma uno un poco de lío con las fechas y tramos de tiempo que Wolfe maneja-, entre la una y la otra. Y, según su autor, también un manuscrito de un millón de palabras, una extensión que, a tenor de sus cálculos, sería doce veces superior a la de una novela promedio o al doble de Guerra y paz.
Del río y del tiempo llegó a la imprenta y, en definitiva, se publicó porque Maxwell Perkins, por entonces amigo y editor de Wolfe en Scribner’s, dijo hasta aquí hemos llegado después de una inacabable, inacabada y agotadora tarea de puesta a punto conjunta del manuscrito original, en la que Wolfe, cuando trataba de cortar y abreviar el texto a instancias de Perkins, continuaba engrosándolo y ramificándolo.
Tras haber editado cinco novelas breves de Thomas Wolfe desde 2011, Periférica publica ahora Historia de una novela (1936), con traducción de nuevo de Juan Cárdenas. Del río y del tiempo es, claro, la novela cuya historia cuenta Thomas Wolfe, atendiendo tanto al proceso creativo de su libro como al proceso vital y, sobre todo, interior, íntimo, vivido mientras lo elaboraba.
¿Historia? Sí, desde luego, “de sudor y dolor” -dice Wolfe-, pero también relato de una aventura intelectual y creativa e, igualmente, crónica de la evolución de una angustiosa peripecia existencial y glosa ensayística de los más relevantes aspectos que, a juicio del escritor, conciernen a ambas experiencias.
El texto no es largo, pero habrá que decir que si Wolfe vivió al límite del colapso mientras escribía su novela, la eficacia de su prosa al describir el detalle de su calvario nos contagia, nos hace plenamente partícipes de su agónico, titánico y hasta podríamos decir que enfermizo esfuerzo.
Wolfe murió tres años y pico después de la salida de Del río y del tiempo de una afección infecciosa, de una tuberculosis miliar. Si no conociéramos este dato, diríamos que el extremado estrés descrito en Historia de una novela bien pudo ser la causa no tan remota de su fallecimiento. Y, aun conociendo el agente causal de su muerte, no podemos dejar de pensar que una radical bajada de defensas, provocada por la autodescomposición física y psicológica a la que se sometió durante la elaboración de su novela, dejó abierta la puerta a la entrada de las bacterias.
Son variados los asuntos de enjundia literaria que Historia de una novela contempla. Y enjundia literaria -la tremenda voluntad de estilo de Wolfe- es lo que su libro tiene a chorros y en perfecta sintonía con las más prodigiosas características líricas de su narrativa.
Pero, a estas alturas, el lector de este comentario habrá comprendido que todavía estoy impresionado por el agobiante thriller psicológico y emocional al que asistimos en Historia de una novela, por la pesadillesca acumulación de ensoñaciones, fantasmas, miedos y hasta delirios que asolaron a Thomas Wolfe, una Penélope que tejía y destejía, un Sísifo que veía caer su piedra antes y después de subirla hasta la cima, un San Jorge que peleaba contra el dragón de su autoexigencia y de su incontinencia hasta perder, sumido en el bucle de un sueño atroz y de una sombría culpa, la conciencia del tiempo y de sí mismo.
Historia de una novela no es sin más un “cómo se hizo” Del río y del tiempo, pero, ciertamente, da mucha información valorada al respecto y, en general, sobre la forma de trabajar (escribir) de su autor. No es un libro sobre cómo llegó su autor al contenido y formas de Del río y del tiempo, pero, igualmente, da suficientes pistas sobre ello. No es, ni mucho menos, un manual para principiantes en la novela -un “cómo se hace”-, pero, a su pesar, Wolfe -que se veía aún en vías de aprendizaje- desliza algunos consejos que, incluso viniendo de su impar personalidad y de su peculiar temperamento, pueden ser y son útiles.
El primer párrafo de Historia de una novela está íntegramente dedicado a “cierto editor y buen amigo”. Maxwell Perkins, al que nunca citará por su nombre, vuelve a aparecer, si mis notas no me fallan, más de setenta páginas después -salvo alguna fugaz alusión intermedia- y ya se queda en las veinte que restan.
En diciembre de 1933, Perkins le dice a Wolfe que su libro -por entonces titulado La feria de octubre- ya está, a su juicio, terminado. Pero no. En esas veinte páginas finales es cuando Wolfe cuenta la batalla final que se desarrolló durante más de un año, su encarnizado tira y afloja con Perkins -acuerdos y desacuerdos-, consigo mismo y con su manuscrito.
Y los lectores tendemos a pensar que las recomendaciones de Perkins eran adecuadas para Wolfe -le da la razón varias veces tras hundirse y protestar- como lo son, en lo que le puedan tocar, para cualquier escritor: hay que saber cuándo hay que dar por acabado un libro para abordar el siguiente y los que esperan; hay que saber cortar -aunque sea bueno- lo que perjudica el flujo de la narración y, por tanto, la comunicación con el lector; hay que saber reconocer cuándo en una novela hay dos novelas distintas y separarlas para su publicación; hay que saber no dar crédito a las veleidades autocomplacientes del ego y del criterio propio empecinado; no engañarse con la elección de un “lugar ideal” para escribir…
Maxwell Perkins y Thomas Wolfe rompieron su relación profesional tras la salida de Del tiempo y del río, que fue un gran éxito. Wolfe se fue a otra editorial, pero, tras su muerte, Perkins quedó como albacea del legado de su amigo hasta su fallecimiento en 1947. Historia de una novela contiene un pequeñísimo fragmento de la historia de una amistad, la que Andrew Scott Berg contó al minuto en Max Perkins. El editor de libros (Rialp) y la que Michael Grandage simplificó en su película casi homónima.
Wolfe se presenta en todo momento bajo la condición de un artista que, amén de querer trasladar a sus páginas su mundo personal, tiene el sueño del éxito y de la fama. Está escribiendo en los años 30 del pasado siglo y, sin embargo, da importancia -eso sorprende, quizás- a la ausencia de una suficiente tradición literaria en los Estados Unidos, que señala como hándicap para su escritura.
El país, su país, que añora con desespero como escritor cuando está fuera de él -Londres, París..-, es rico en diferencias, complejo y contrastado, y su gran aspiración es reflejar la tierra, el paisaje y la gente de sus pueblos y ciudades -y así lo hizo-, pero reitera como inevitable, y además aconsejable para el novelista, ahondar en lo más íntimo, en lo decididamente autobiográfico.
Wolfe da cuenta de su doble y exhaustivo procedimiento de explorar -lo cual lleva años- tanto los materiales temáticos y argumentales -y también sensoriales: sonidos, imágenes, olores…- como la construcción de un lenguaje propio. Bellos e inauditos son los pasajes en los que Wolfe revela que hacía listas y listas -cantidades y números- de impresiones y recuerdos sin saber todavía a qué fin serían destinados en su proyecto literario, del mismo modo que dice que escribía y escribía fragmentos aislados y no ordenados de su novela que luego habría de encajar y de hilar.
Trataba de reproducir con todo detalle el ser y el fluir de una pequeña escena, de un pequeño momento, y eso le llevaba, en ocasiones, a escribir decenas de páginas sobre un episodio o un instante que, en realidad, iba a contar muy poco en el devenir de la trama. Llegaba a reconocer, tarde o temprano, la falta de proporción y medida que ello suponía, pero se veía incapaz de renunciar a esas páginas que, por otra parte, transmitían para él contenidos esenciales y concentraban lo mejor de su estilo, hecho de grandes y sinfónicas oleadas.
En fin, para no reducirlo a un mal inventario, no voy a consignar resumidamente aquí todas las abundantísimas ideas y vetas que Historia de una novela contiene, tanto en forma de seducciones para el lector interesado en la literatura como en tanto ejemplos y muestras de la poderosa y bruñida escritura de Thomas Wolfe, que sus seguidores conocen.
Cualquiera no escribe así: “…Me veía caminando por un sendero estéril a través de la enorme soledad de un campo sin árboles, baldío, yermo, bañado en una luz serena, triste y mortecina que descendía desde el horror de un vacío planetario: el ojo despiadado y siempre abierto de un cielo impávido que corroía mi espíritu desnudo con el ácido constantes de una vergüenza reprimida”.
Escribir era para Wolfe un tarea física, de trabajador. Y musculatura de cantero -la profesión de su padre-, no tan en sentido figurado, es preciso tener para extraer de la roca cada imagen, cada sustantivo, cada adjetivo, la combinación de todos ellos, el ritmo del fraseo, el sentido de lo dicho. De ahí, de ese esfuerzo, la incertidumbre y la duda -vuelvo al principio-, el vértigo ante la magnitud de una tarea que lleva a la depresión y al atisbo del abismo mortal ante el vislumbre del fracaso.