Después de su aparición tardía como escritora digna de consideración con dos colecciones de relatos de gran personalidad —Niñas malas (2009) y Azogadas (2011), ambas en Huerga & Fierro—, Marta Fernández-Muro (Madrid, 1950), reconocida y reconocible actriz de cine, teatro y televisión, aborda con éxito en las 339 páginas de La cabeza a pájaros (editorial Niños gratis*) un desafío literario de muy superior envergadura. El libro recoge el devenir de cuatro generaciones de su familia desde que su bisabuelo materno, Sixto Romero, de origen campesino y pobre, llegara a Madrid, en 1867, sin oficio ni beneficio, se empleara como chico para todo en una droguería sita en la Carrera de San Jerónimo número 3 y, gracias a su laboriosidad y a las circunstancias, lograra fundar en el mismo local la histórica, célebre y muy próspera Perfumería Inglesa, que regentó en compañía de su esposa, Carmen Alonso.
Sixto y Carmen tuvieron seis hijos —dos varones y cuatro hembras—, inaugurando una copiosa y arborescente saga familiar de cuyas nutridas peripecias y anécdotas, a lo largo de casi 150 años, Fernández-Muro se ocupa desde la posición de narradora en primera persona. La autora encabeza su texto con una nota que dice: “Esta historia no pretende reflejar la realidad. Lo que aquí se relata no se ajusta siempre a la verdad, pues está escrita con lo que mi memoria ha guardado y transformado”.
Habrá que empezar matizando a la escritora, que probablemente ha querido decir que los lances narrados y los personajes contemplados no se atienen a la literalidad de los hechos ocurridos. Pero lo cierto es que la realidad y la verdad, sustanciales e íntimas, de una familia burguesa, católica y de derechas, durante el último siglo largo de la historia y de la vida madrileña y española, adquieren en este libro un vigoroso perfil, un nítido relieve testimonial y un carácter de alcance universal.
Fernández-Muro coloca por delante de su narración una cita de Benjamin Franklin: “He visto más cosas de las que recuerdo y recuerdo más cosas de las que he visto”. En efecto, La cabeza a pájaros es un precipitado de lo visto y lo recordado, de lo vivido y de lo transmitido, y también de lo investigado y de lo transformado por el paso del tiempo y por los caprichos de la memoria de diferentes contribuyentes. El libro no tiene una adscripción genérica inequívoca, participa de lo memorialístico, de la crónica, de la novela, de la autoficción y de lo confesional.
Explorando los avatares de esas cuatro generaciones, Fernández-Muro pone en pie con sus caracteres distintivos a unos cuarenta personajes principales —más de una docena de ellos con destacado protagonismo—, acompañados de un importante número de personajes secundarios entre los que destacan vivamente y con primordial intención el conjunto de tatas, doncellas y criadas que a lo largo del tiempo sirvieron a la familia y convivieron con ella.
Sin dar una voz más alta que otra, las clases sociales y sus diferencias están muy presentes en La cabeza a pájaros, un libro multidimensional que refleja igualmente el paisaje y el paisanaje madrileños, la vida cotidiana en la capital y en los veraneos de El Escorial, las costumbres, los entresijos y los variopintos tipos del entramado familiar, la biología de una gran casa (en la calle San Agustín), el universo del trabajo y de las faenas y rituales caseros, los afanes e incidencias en el plano de los afectos y el dinero, los dolorosos reveses de la fortuna, la enfermedad y la muerte, la alegría y los sufrimientos de los nacimientos y del crecimiento, los fríos y los miedos del alma, los acontecimientos históricos influyentes —la guerra civil, la posguerra, el desarrollismo o la progresiva llegada de las libertades— y, en fin, todos los fueros íntimos de un conjunto familiar tan representativo de una generalidad como dotado de muy sonadas particularidades y extravagancias.
Fernández-Muro, siguiendo un hilo cronológico que no excluye los saltos atrás, va yuxtaponiendo por corte personajes, situaciones decisivas y episodios más consuetudinarios sin perder nunca de vista la continuidad básica del relato y el conjunto del mural y de su significado. Maneja un lenguaje riquísimo, de alto valor literario y digamos que arqueológico y plástico, a la hora de nombrar con hermosa precisión objetos, enseres o faenas y muestra un oído portentoso cuando no sólo se trata de dialogar con frescura y ritmo, sino de poner de relieve, a través de las palabras dichas, la mentalidad y pensamiento de esa burguesía conservadora venida a menos cuya curva ascendente y descendente describe con fluidez en los tránsitos de espacios y de tiempos.
Parece evidente que estamos hablando de una narración de hechuras realistas y temple galdosiano, corregida por un costumbrismo que, si en diversos tramos cumple con su condición natural de amable, se ve sazonado con frecuencia por trazos más duros, decantándose en su poso final y más subjetivo —cuando la autora se hace notar más— por un tono de desolación y amargura. No sólo hay un mundo que desaparece, que se pierde, que se viene abajo, sino que la voz de la autora deja patente que ese mundo no fue para ella siempre una arcadia feliz, que en su infancia de juegos, muñecas y alborotos jugaron también negativa y dolorosamente, junto al miedo, la soledad y la exclusión, la presencia de un padre encriptado y hermético y la distancia de una madre alejada por las atenciones que dispensaba a otros quehaceres. El libro, que contiene un humor soterrado (o no tan soterrado) muy propio de su autora, se oscurece en su curso final por una tan literaria como vitalmente triste valoración de la necesidad de huir de ese mundo, de la pena (paradójica) de perderlo o de asistir a su extinción y de la inexorabilidad de crecer por cuenta propia entre el gozo de la libertad y el desorientador peso del pasado: uno ha de alejarse de lo que fue y de lo que vivió, pero uno lleva consigo (uno es parte de) lo que ha sido y de lo que ha vivido.
Es el día del traslado de los abuelos (María y Vicente), sus hijos y el servicio desde la casa de la Carrera de San Jerónimo a la casa de la calle San Agustín, también cerca de las Cortes. Escribe Fernández-Muro: “La Juana vuelve con los merengues. Ramona ya ha hecho las camas y sujeta a Juanita en sus brazos, adormecida con los labios aún blancos de azúcar. Doña María ha encontrado su brillante. Eduardito y Marita han descubierto que la casa es redonda y que pueden jugar al tren sin detenerse nunca. Ha llegado el carbonero y en la cocina ya hay fuego. En la mesa de mármol, entre la Juana Barquín y la Nazaria, han extendido un mantel y organizado el almuerzo. Por primera vez, los señores y las criadas comen juntos. Los señores, el ama Ramona y los niños sentados a la mesa, y el resto del servicio de pie, comiendo el cocido en unos tazones muy grandes para que les quepan la sopa y los garbanzos juntos”.
El libro rebosa olores, sabores y sonidos y congrega no sólo párrafos o pasajes de esta expresividad visual y literaria, sino capítulos enteros plenamente logrados dentro de un conjunto más que notable. Y también es preciso decir que Fernández-Muro no siempre recurre a una elaboración tradicional, en parte heredera de una oralidad que tiene muy bien captada, sino que, en algunas ocasiones, se arriesga con licencias estilísticas que remiten a patrones modernos —imaginativos, libres, incluso osados— de narración, como en el tramo último en el que comparecen juntas, entre el sueño y la fantasmagoría, las holografías de las figuras familiares.