Recordemos, muy someramente, que la novela negra norteamericana vivió su esplendor como género popular, con el apoyo del cine, entre los años 30 y 40 del pasado siglo. Sus cultivadores principales fueron, como en tantos campos de la creación, varones -Hammett, Burnett, Cain, McCoy, Chandler, Thompson…-, si bien varias mujeres alcanzaron -bastante antes que Patricia Highsmith- sobresaliente éxito y relieve: Vera Caspary, Margaret Millar, Marty Holland o Elisabeth Sanxay Holding, esta última recuperada en España hace años por Lumen.
Entre ellas, sin hacer jerarquías, destacó Dorothy B. Hughes (1904-1993) -muy olvidada por los editores españoles-, universitaria y periodista, autora de doce novelas, tres de ellas llevadas al cine. Nicholas Ray hizo en 1950, con su todavía esposa, Gloria Grahame, y con Humphrey Bogart -y para Santana Productions, productora del actor-, una muy libre -libérrima- versión de En un lugar solitario, todo un clásico, adaptación de la novela homónima de Hughes, aparecida tres años antes.
Gatopardo Ediciones, con muy buena traducción de Ramón de España, publicó a finales del año pasado En un lugar solitario, excelente ejemplo del manejo de los ingredientes psicológicos que caracterizó -aunque no en exclusiva- la literatura de Hughes. La novelista encabeza su relato con una cita del escritor irlandés John Millington Synge: “Es en un lugar solitario donde tienes que hablar con alguien, y buscar a alguien, hacia el final del día”. La soledad, tanto interior como exterior, es, en efecto, uno de los asuntos centrales de esta novela, una soledad asfixiante y progresivamente enloquecedora.
Procedente del Este, de familia adinerada y exestudiante de Princeton, el joven Dix Steele vagabundea sin oficio ni beneficio, aunque con excusas, por Los Ángeles y su entorno hollywoodense, mantenido gracias a la puntual generosidad (si bien cicatera) de un tío suyo, rico hombre de negocios, y protegido por el techo que le brinda el apartamento presuntamente alquilado a su también presunto amigo, Mel Terris, quien también presuntamente, por supuesto, se fue temporalmente de la ciudad para trabajar en Río de Janeiro. Entre otros factores -los iremos viendo- que marcan la desorientación vital de Dix no es el menor el “final tan abrupto” de la Segunda Guerra Mundial, que le proporcionó una estable y confortable posición como piloto de aviación, posición desvanecida -como en el caso de otros personajes de las novelas y las películas de la época- al término del conflicto con la grave consecuencia de emborronar su personalidad y evaporar su lugar en el mundo. Mientras van apareciendo en lugares apartados de la ciudad cadáveres de mujeres estranguladas -cuyos asesinatos parecen responder a un patrón de actuación-, Dix Steele tiene por azar dos encuentros principales que resultarán decisivos: con Brub, antiguo buen amigo y compañero del ejército y hoy perseverante inspector de policía -casado con la escrutadora y en apariencia ambigua Silvia- y con Laurel, explosiva e impredecible pelirroja, vecina de urbanización y aspirante a actriz.
Las andanzas del amargado, acomplejado y frustrado Dix Steele, que, además de su buen aspecto, conserva y alimenta sueños de grandeza y ascenso social que reparen su infortunado presente, están brillantemente dosificadas por Hughes, quien, mientras construye, como es propio del género, un minucioso y amplio paisaje social y urbano, va atendiendo el desarrollo de la progresivamente incandescente intimidad psicológica de su protagonista, cada vez más perturbadora para su entorno y para el lector. Y para él mismo, claro.
Hughes se toma con la debida calma y con pulso admirable la narración de su historia, avanzando y aplazando revelaciones y hechos, construyendo con maestría, de forma alternante y sucesiva, tanto el plano general de la acción -la ciudad y sus escenarios, las situaciones (importantes) de transición, los personajes secundarios- como el plano corto de Steele -y el interior de su cabeza- y de sus más allegados en la amistad -Brub- y en la pasión (Laurel, ni que decir tiene), mientras encaja piezas del presente y va desvelando el inevitable peso del pasado. Si las técnicas y los materiales empleados cumplen (muy) sobradamente con los cánones y emblemas de la novela negra, digamos que, frente a otros ejemplos del género en los que prima más la descripción directa de la acción y la vorágine de los diálogos fulgurantes, la literatura de Hughes tiene un plus, un plus que es la literatura misma, el modo en el que no sólo se demora en la efectiva narración de su historia, sino en el que se demora en el ejercicio controlado de su expresión literaria. Y, en este segundo aspecto, Hughes combina un sentido elegante y melódico de la narrativa con la inclusión sin pamplinas, desinhibida, de muy quemantes fogonazos.
Luego explicaré por qué motivo, un tanto tangencial, transcribo este pasaje: “Condujo lentamente hacia arriba, atravesando las verjas de la universidad y saliendo en Sunset. Sólo una señal de stop, en Beverly Glen. Sunset parecía desierto después de Wilshire, así que aceleró. En la intersección, el semáforo estaba en rojo. Observó brevemente las puertas de Bel-Air; la carretera del norte se bifurcaba aquí, dividiéndose entre Bel-Air Road y, un poco más allá, Beverly Glen”. Los escritores norteamericanos, especialmente los cultivadores de novela negra, tienen una bendita costumbre, menos frecuentada por los españoles -mucho más por los franceses, me viene a la cabeza Patrick Modiano-, y me refiero a la de nombrar con detalle las calles y los enclaves de la acción, creando un mapa real de los acontecimientos, una cartografía perfectamente señalizada de la ciudad, al tiempo que dan a saborear y sacan partido literario de esos nombres. Dorothy B. Hughes cumplimenta esa costumbre y despliega lo que antes llamé “emblemas” del género: restaurantes, clubs, apartamentos, copas, cigarrillos, coches, comisarías, comida, ropa, café, sexo…Muchas veces, bajo la niebla, bajo la niebla que, como la fatalidad, se abate sobre la ciudad al atardecer y sobre la mente de Dix Steele a cada momento.