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Tengo una cita por Manuel Hidalgo

Roma y la escritura pictórica de Vernon Lee

Lesbiana, feminista, políglota y precoz, la autora británica dejó una extensa obra erudita

3 octubre, 2019 17:27

La novelista, ensayista y profesora titular de Historia del Arte (UNED), Amparo Serrano de Haro, publicó en primavera Vida de Remedios Varo (Eila), biografía de la pintora surrealista nacida en Anglès (Gerona) y muerta en México, donde vivió muchos años tras su estancia en París. Al inicio del verano, Serrano de Haro ha dado a la imprenta su traducción, edición y prólogo de El espíritu de Roma. Fragmentos de un diario, de Vernon Lee (1856-1935), libro publicado con su habitual cuidado y distinción por La Línea del Horizonte. Ensancha y engrosa así Serrano de Haro su dedicación, como investigadora y creadora, a la producción artística femenina, contextualizada en la Historia y en las corrientes estéticas, señalizada por estudios como Mujeres en el arte (2000) o novelas como La luna de Artemisia (2012), biografía ficcionada de la pintora barroca italiana Artemisia Gentileschi.

“La gata montés”. Con esa significativa y áspera definición, tomada de su amigo William James, tituló Javier Marías el capítulo que dedicó a Vernon Lee en la edición ampliada de sus Vidas escritas (Alfaguara), que iba precedido de un retrato que John Singer Sargent le hizo a la muy individualista e irreductible escritora británica, nacida al norte de Francia (Boulogne-sur-Mer) como Violet Paget en una itinerante y extravagante familia y muerta en Italia, tras haber vivido muchos años en Florencia.

Con su pseudónimo y, con frecuencia, sus ropajes y peinados masculinos, lesbiana y feminista, muy culta y políglota, precoz y prolífica en su desempeño literario, Vernon Lee dejó una extensa obra erudita (sobre artes plásticas, música, literatura…) y, amén de narraciones de viajes, una considerable obra narrativa, novelas y cuentos de misterio y fantasmas con encarnadura gótica. Valdemar publicó trece relatos bajo el título de El príncipe Alberico y la dama Serpiente y Atalanta, tres, más largos, en La voz maligna. Y el mencionado Marías, en Reino de Rotonda, Amour Dure (1890).

El espíritu de Roma (1906) recoge las impresiones de Vernon Lee sobre sus paseos y excursiones por la capital italiana y su región, escritas durante sus estancias y recorridos entre 1888 y 1905. El subtítulo, Fragmentos de un diario, sugiere lo que parece confirmar la posdata de la autora: que se trata de “algunos pasajes” del conjunto de notas escrito a lo largo de dieciocho años.

Impresiones, impresionismo. Como señala Serrano de Haro en su importante prólogo –veinticuatro páginas de información y análisis–, estamos ante un conjunto de acuarelas pintadas con palabras. Lee apenas cuenta nada sobre lo que hacía en sus periplos o sobre las personas que la acompañaban. Se sitúa, tras alguna breve indicación al respecto, en un lugar –iglesia, palacio, ruina, campiña…– y procede de inmediato a su apretada, minuciosa y selectiva descripción, sin distraer ni adelgazar su prosa con datos históricos o informativos y agregando glosas y reflexiones igualmente concisas que se abren a o dejan paso a emociones concentradas e ideas de carácter estético y existencial.     

El lector apreciará una relación estrechísima entre la belleza de lo descrito –cuando es tal– y, siempre, la belleza de la descripción. Estamos ante un caso flagrante, como lectores, de experiencia del placer del texto, del lenguaje. Acudimos al libro, sin duda, en busca de Roma y encontramos también una escritura tensa, fuerte, potente, culterana y cultista.

Asoma, sí, una tensión interior de la escritora, que combina una cierta objetividad descriptiva con los desbordes de su subjetividad emocional, que brotan tanto de lo que ve y siente como de lo que lleva en la mochila de su punto de vista y de su estar en el mundo. Junto al gozo de la experiencia satisfactoria, no pocas veces Lee deja que se derrame su insatisfacción, su acerado espíritu crítico, su intransigencia, su intemperancia. Sobre todo con la gente, con lo feo, con la gente que encuentra fea. Ama a Roma y la odia, la cubre de halagos y de reproches.

Las flores, las plantas, en definitiva el paisaje, con descripciones de un sensual policromatismo, plástico y contagioso, parecen satisfacerle más que, digamos, las piedras, a las que, con frecuencia, carga de reparos, sea por lo que son, lo que han llegado a ser o lo que para ella significan.

Menciona, por ejemplo, en numerosas ocasiones, a los asfódelos y, al fin, les dedica un fragmento: “Ayer por la mañana, al ir en bicicleta hacia el interior, había suficientes de ellos a lo largo de un camino en ascenso por el que se alternaban pastos verdes y el mar; bosques tupidos de mirto y lentisco cubiertos de encinas y alcornoques; plantaciones compactas, pequeños campos de labor, como los de narcisos cultivados. Masas unidas por suaves colores salmón y gris y hojas de color verde grisáceo; cada flor distinta sobre el campo o el cielo, en salientes de roca y en bancales escalonados. Las flores rara vez son perfectas cuando las recoges; algunas de las corolas estrelladas se marchitan y en cambio dejan una franja desordenada; pero a esta distancia, su decaimiento les da una distinción singular, pues hace que la luz caiga sobre las puntas, los capullos plateados, hundiendo las ramas que se estiran y contrastando el color rosa con el gris. La belleza está en el empuje de las ramas como velas. La flor tiene un ligero olor a cebolla, pero fresca como un seto de boj”.

Aquí Vernon Lee está describiendo un paisaje de Anzio, a 53 kilómetros al sur de Roma. No hay en estas líneas rastro de las decenas de edificios y construcciones más o menos célebres que, a modo de una gigantesca vidriera, aparecen en el libro. Tampoco de las intuiciones sobre el tiempo, el espacio, la muerte, la decadencia, el arte o el devenir histórico que Lee expresa en tantos momentos. Ni se advierte la huella de sus incomodidades, de su acidez, de sus contradicciones, de su espíritu afilado y, cuando menos lo esperas, hosco y desapacible. Pero he elegido este largo párrafo como ilustración de los más arriba mencionados conceptos de pintar cuadros con palabras, tras tomar detalles “au plein air”, para elaborar después, con todos los colores, esos textos compactos que apelan a los sentidos y proporcionan el placer de leer. De mirar con los ojos de la escritora.

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