Está establecido que la italiana Catalina de Vivonne (1588-1665), más conocida como Marquesa de Rambouillet, fue, en su céntrico palacio parisino, la pionera de una larga lista de mujeres, aristócratas en gran medida, que regentaron hasta el siglo XIX en sus salones concurridas tertulias de célebres personalidades en las que se discutía sobre todo lo divino y lo humano. Entre ellas, no pocas fueron también escritoras de novelas y, sobre todo, de cartas, diarios y máximas. Otras, no.
La parisina Anne-Thérèse de Marguenat de Courcelles (1647-1733), también marquesa por matrimonio, igualmente más conocida como Madame de Lambert (por el apellido de su marido), vivió en su madurez en los albores de la Ilustración y en las vísperas del Enciclopedismo. Digamos que perteneció a la tercera hornada de madames salonnières, siendo con sus reuniones de los martes ligeramente posterior a las más reconocidas Madame de Sevigné (1626-1697) y Madame de La Fayette (1634-1693), autora ésta de la espléndida novela La princesa de Clèves (1678).
Con permiso de Sainte-Beuve y de sus Retratos de mujeres (Acantilado) –colección de semblanzas biográficas de estas mujeres–, citaré a su prologuista (y gran experta en la materia), Benedetta Craveri, para fijar alguna idea esencial sobre estas damas: “El suyo era, en efecto, un arte de vivir inseparable del arte de bien pensar y de bien decir, que imponía escribir con la misma naturalidad con la que se hablaba y hablar con la misma pureza lingüística y la misma elegancia expresiva con las que se escribía”.
Este apunte de Craveri, que ha estudiado la aportación a la civilidad –civilidad, otro concepto a tener muy en cuenta– de estas mujeres francesas de los siglos XVII y XVIII, nos pone perfectamente en la pista de lo que vamos a encontrar en Tratado sobre la amistad –seguido de Tratado sobre la vejez–, que ha editado Elba, con traducción y prólogo de Manuel Arranz, dos obras de Madame de Lambert publicadas póstumamente.
Muy lejos de ser un buen conocedor de esta literatura, no es la primera vez que me acerco a esta clase de obras, en las que, en efecto, encuentro los placeres del bien pensar y del bien decir, la pureza de la lengua y la elegancia expresiva de las que habla Craveri. Hay en estas piezas una sencillez, una diafanidad en el discurso, una sensatez y una transparencia, un razonar con acierto y sin pretensiones que resulta reconfortante. Aunque, ojo, no es poca pretensión, sin serlo, tener la voluntad de comunicar ideas útiles y claras.
Madame de Lambert, a diferencia de algunas colegas más liberales (y en consonancia con otras más conservadoras), se desenvuelve sobre un fundamento moral (no necesariamente religioso, aunque también), ponderando por encima de todo la virtud, recelando de la pasión y rechazando el vicio, sobre todo por considerar, también desde un punto de vista práctico, que la pasión y el vicio son manantial de desdichas, mientras que la virtud lo es de felicidad, equilibrio y buen vivir.
El lector no desconocerá que el tejido de estas obras tiene como fuente de alimentación el correcto razonar y como ingrediente celular las sentencias y las máximas. Remontándose Lambert a los filósofos griegos y romanos –Séneca, notoriamente– como raíz de su pensamiento y de su proceder reflexivo, y aun siendo molesto mentar tal cosa, por ser las distancias insalvables, el lector podrá tener ante los fragmentos –que no ante el tono general– la urticante sensación de tener en sus manos un actual libro de autoayuda. Es el estilo, el hilván, la melodía, lo que le redimirá de esa antipática impresión. No olvidemos que ya se ha impuesto una moda editorial que trilla los textos del mentado Séneca –o de Marco Aurelio, Montaigne y hasta Schopenhauer– hasta reducirlos a píldoras y edificantes consejas, tarea a la que inocentemente se prestan los escritos de Lambert.
En ese elogio de la amistad, que es su tratado, en el que también se da aviso de los riesgos de su mal uso, escribe Madame de Lambert: “Dado que todos los comienzos de la amistad están rebosantes de afecto, que las amistades nuevas apenas necesitan ilusión, en esos primeros momentos todo es fácil y todo es placer. Pero a menudo sucede que el placer se agota y que el sentimiento se embota por la costumbre. La ilusión desaparece, y os veis reducidos a sostener la amistad sólo con la razón; cualidad ésta siempre algo seca. En la amistad, como en el amor, hay que economizar placeres; se trata de un ahorro permitido”.
Parece, en este pasaje, que Lambert, cuando habla de la amistad, estuviera hablando del amor, a los que, finalmente, llega a equiparar al proclamar la conveniencia, en ambos, de economizar placeres. Vale. Pero lo que me ha gustado de estas líneas es otra cosa: la razón es siempre una cualidad algo “seca”. La sequedad de la razón. Bien visto. ¿Con qué hidratarla? Imaginemos.