Kristof, la infancia y el horror de la guerra
“La abuela es la madre de nuestra madre. Antes de venir a vivir a su casa no sabíamos que nuestra madre aún tenía madre.
Nosotros la llamamos abuela.
La gente la llama la Bruja.
Ella nos llama “hijos de perra”.
La abuela es menuda y flaca. Lleva una pañoleta negra en la cabeza. Su ropa es gris oscuro. Lleva unos zapatos militares viejos. Cuando hace buen tiempo va descalza. Su cara está llena de arrugas, de manchas oscuras y de verrugas de las que salen pelos. Ya no tiene dientes, al menos que se vean.
La abuela no se lava jamás. Se seca la boca con la punta de la pañoleta cuando ha comido o ha bebido. No lleva bragas. Cuando tiene que orinar, se queda quieta donde está, separa las piernas y se mea en el suelo, por debajo de la falda. Naturalmente, eso no lo hace dentro de casa”.
¿Abuelita? En absoluto. No hay lugar para la ternura. La abuela, mil veces peor persona que la peor de las brujas de un cuento infantil, es despiadada y malvada, uno de los personajes más terribles de la literatura europea de las últimas décadas. Literatura de la crueldad. Y los niños que así hablan de ella no le andan a la zaga. En esta presentación, Agota Kristof, desde las primeras páginas, marca el estilo directo, descarnado, fáctico y económico –behaviorista, podríamos decir– que caracteriza su escritura, sin lugar para el adorno ni para el recreo de los sentimientos, idéntico a la hora de construir los diálogos.
Libros del Asteroide, con traducción de Ana Herrera y Roser Berdagué, vuelve a poner años después en circulación –tras Seix Barral y El Aleph– Claus y Lucas, la trilogía de novelas, con fuerte eco autobiográfico, de la escritora húngara Agota Kristof (1935-2011), que probablemente fusionó experiencias propias y de su país, sobre un común fondo totalitario, tanto de la invasión nazi durante la II Guerra Mundial como de la soviética en 1956, cuando tuvo que exiliarse a Suiza. Las tres novelas, escritas en francés y publicadas sucesivamente en Francia por Seuil, son: El gran cuaderno (1986), La prueba (1987) y La tercera mentira (1991).
En El gran cuaderno, con su marido desaparecido en el frente y sin poder alimentarlos en una ciudad bombardeada, la madre de los gemelos Claus y Lucas entrega a sus hijos al cuidado de su abuela, una mujer maléfica, sospechosa del asesinato de su marido, a la que no ve desde diez años atrás y que ni siquiera conoce a sus nietos. La abuela acoge a los niños entre protestas y de muy mala gana en su casa de pueblo con jardín, huerto, viña y animales domésticos y les trata, desde el primer instante, a patadas.
Con el telón de fondo de la guerra –de sus brutalidades, miserias y villanías sin cuento-, en un país martirizado por sus gobernantes, sus invasores y sus presuntos liberadores, los niños Claus y Lucas inician un duro aprendizaje de la supervivencia y del crecimiento, se autoimponen con disciplina de samuráis duros ejercicios para fortalecer su cuerpo y su espíritu, se autoeducan e ilustran como pueden y, en un contexto, de envilecimiento, mentiras y penuria moral generalizados entre sus vecinos, se endurecen y se van comportando con frialdad, sin escrúpulos y con ardides, víctimas y verdugos, soportando calamidades y poniendo en práctica también las más atroces canalladas, mientras les invade con lógica un escalofriante y monstruoso nihilismo y se inician en el sexo con suciedad y sin contemplaciones. No está de más hacer notar los sutiles lazos que, poco a poco, y cerca de una inesperada y a la vez remota afectividad, van uniendo a la abuela y a los nietos, un aspecto a destacar del seco e implacable trabajo de Agota Kristof.
El gran cuaderno, novela de inusual y excepcional violencia y dureza, fue, contra pronóstico, un éxito inmediato y está considerada con unanimidad la mejor de la trilogía. La prueba narra el devenir de los hermanos tras su separación y La tercera mentira les sigue la pista muchos después, cuestionando progresivamente los hechos anteriormente contados y revelando nuevas y sorprendentes realidades del pasado.
Aunque Kristof no puso objeción –al contrario- a considerar las tres novelas como una trilogía, su sucesiva composición, al calor de su buena acogida, adopta modos estilísticos y estructurales diversos: la primera está narrada en capítulos muy breves y frases muy cortas por un “nosotros” que es la voz de los hermanos en correspondencia con sus anotaciones; la segunda no tiene capítulos, es un continuo –aunque fragmentado- y está contada por un narrador omnisciente y la tercera, escrita en primera persona, está dividida en dos partes.
La riqueza de esta textura se suma al espeluznante paisaje individual y colectivo y, sin duda, a las sorpresas, giros y desmentidos para mantener anonadada y perpleja la atención del lector.