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Mohamed Chukri[/caption]
El universo de Mohamed Chukri (1935-2003) es oscuro, rudo y violento. No es fruto de una pesimista, especulativa e intelectual mirada hacia la realidad, sino de una inmersión en los territorios más miserables de la sociedad marroquí de su tiempo.
Los lectores de
El pan a secas (1973), la novela autobiográfica que su amigo
Paul Bowles tradujo al inglés y, con ello, impulsó en todo el mundo, reconocerán en los catorce cuentos de
La jaima la misma crudeza y espanto de aquellas páginas que el escritor dedicó a sus penosas infancia y juventud.
Nacido cerca de Melilla, en el Rif –entonces protectorado español-, Chukri pasó una niñez perra, maltratado por su padre –que asesinó a un hermano- hasta su huida para convertirse en un muchacho de la calle, carne de prisión y analfabeto hasta pasados los veinte años. Después de su traslado a Tánger, llegarían su insólita dedicación a la literatura y su amistad, además de con el mencionado Bowles, con
Tennessee Williams y
Jean Genet, huéspedes de la ciudad de los infiernos y de los placeres, a quienes dedicaría sendos recuentos memorialísticos.
Cabaret Voltaire, que viene editando el grueso de la obra de Chukri –nueve títulos hasta ahora-, acaba de publicar, con traducción del árabe a cargo de
Rajae Boumediane El Metni,
La jaima, una de sus colecciones de relatos, escritos entre 1967 y 1998.
“Me sentí uno de ellos”, dice el narrador del cuento que da título al libro cuando unos ladrones tratan de robarle. Chukri se identifica con los marginales y los marginados: con las prostitutas, los delincuentes, los borrachos, los pobres, los mendigos y los niños vagabundos que pueblan sus narraciones en historias de sexo anhelante, torpe, sucio, fallido y animal –los hombres son toros; las mujeres, vacas, se reitera-; de alcohol que trastorna y tumba tras pasajeras euforias, de violencia, maltrato y agresividad. Un personaje dice: “A nosotros los pobres nos resulta fácil matarnos los unos a los otros”. Es lo que hay, en la sordidez de callejones, plazas, cafés, burdeles, casas o cabarets, allí donde cualquier alegría es flor de un minuto.
No hay moralismo, ni afán de denuncia o redención, aunque es obvio que
La jaima dibuja un paisaje social atroz. Pese a momentos de exaltación, cuando parece que una felicidad improbable o una ternura salvadora puede tocarse (y se toca) con los dedos, prima -de la mano del hambre, de la indigencia, de la enfermedad o de la inculta brutalidad- un sentimiento de desesperanza, de fatalidad, un existencialismo –cita a
Camus y
El extranjero- que no es consecuencia de la deliberación sino de la experiencia reiterada del infortunio. Sin horizonte de mejora. Al contrario: “la vida sólo es eso, sentir frío y calor hasta que lleguen la peste y el diluvio”.
Prohibido durante décadas –antes de su tardía rehabilitación- por las autoridades marroquíes y amenazado por los islamistas –hace notar las coactivas y represivas estrecheces de la religión en
La telaraña-, Chukri no es apto para sensibilidades delicadas, pero sí para los buenos y curtidos paladares literarios, capaces de apreciar el valor de su estilo directo, de turbia poética, tan inmediato y desabrido como la realidad en la que el escritor se sumerge para envolver con ella –y con sus olores, sabores y fluidos- al lector.
Amante de la cultura española, traductor al árabe de
Lorca, Machado, Bécquer y
Aleixandre, no deja de ser curioso comprobar que uno de los escasos pasajes luminosos de
La jaima es el largo párrafo en el que, en el cuento titulado
Las tres bocas, el narrador piensa en “las maravillas de España”, y las evoca y las enumera mientras un bailaor ejecuta un fandango gitano.
El relato titulado
Lo imposible arranca así: “<
En la existencia hay un hueco por el cual se accede, poco a poco, hasta alcanzar el abismo de la nada absoluta>.
Es lo que solía decir Ismael”.
Solía decir Ismael…y parece decir o querer decir Mohamed Chukri, pues los personajes de sus cuentos son funambulistas sobre el abismo o habitantes de lo más hondo de él.