[caption id="attachment_1577" width="560"] Rafael Chirbes[/caption]
La buena noticia es que Anagrama pone en circulación unos Nuevos Cuadernos, versión actualizada, con mejor diseño y calidades, de aquellos otros preferentemente amarronados y ensayísticos que hace más de cuarenta años tanto alimento cultural e ideológico proporcionaron a los jóvenes y ávidos lectores de entonces.
Siguen siendo textos breves, libros delgados, ideales para el bolsillo trasero del vaquero. La primera tanda de cinco viene firmada por Claudio Magris, Rafael Chirbes, Emmanuel Carrère, Marina Garcés y Jordi Amat.
He leído el segundo, El año que nevó en Valencia, hasta ahora inédito y fechado en 2003, cuando Rafael Chirbes (1949-2016) publicó Los viejos amigos, la séptima de sus diez novelas.
En apenas cuarenta páginas y en primera persona, Chirbes evoca una fiesta familiar de cumpleaños con parentela de tíos y primos, en un invierno frío e, insólitamente, nevoso en Valencia, cuando el narrador tenía seis o siete años, su padre ya había muerto y él se había desplazado con su madre a la capital –de la que recuerda su mal olor y su carácter destartalado y ruinoso– desde su pueblo, que llama Bovra y que nombra en varias novelas, probable trasunto inventado del suyo propio.
Por diversos detalles, se deduce el sustancial carácter autobiográfico del relato, incluyendo una breve alusión a una estancia juvenil del autor en París –“oscura, húmeda y gris”–, que anticipa en cuatro trazos la sombría visión de la ciudad que Chirbes dio en Paris-Austerlitz (2016), su novela póstuma.
Una fiesta de cumpleaños procura alegrías y goces, se supone, pero, tratándose de Chirbes, y pese a algún escueto momento de alegría (y de turbia sensualidad), la celebración familiar resulta triste y patética, no en balde, y aunque el niño no lo supiera a ciencia cierta, aquel festejo, cuajado de puntos ciegos y zonas negras, iba a tener mucho de despedida y de pérdida.
Chirbes clava a los tipos humanos que le rodean y los hace vivos en las precisas palabras que pronuncian –recogidas con oído exacto– y en los actos sin sustancia que realizan en el rutinario y bailable protocolo de una fiesta tan obligada como amenazada. La sustancia, como tantas veces en Chirbes, está en lo que no se dice, en lo que apenas se ve, en los ocultamientos, secretos, presentimientos e indicios que apuntan a dolores profundos, a comportamientos clandestinos, a realidades negadas, a quiebras inminentes, a cambios traumáticos, a silencios forzosos, a aspiraciones malogradas. El niño ve un mundo adulto que no comprende, que le desazona, que le invita a la soledad y a la huida, que presagia malestares futuros todavía más consistentes que los pasados –la guerra– y los presentes.
En sólo cuarenta páginas, a media voz, en la cotidianidad de los hechos en apariencia menores, Chirbes levanta un universo de desdichas mayores.
El niño tiene simpatía por su tío Antonio, tan cercano a él y, no por casualidad, a su madre, y recuerda los buenos ratos de pesca pasados en su compañía. Escribe: “Me dejaba cuidando la cesta de las anguilas, para que no se abriera y escaparan, y yo, sin que él se diera cuenta, levantaba con cuidado la tapa y metía la mano y tocaba aquellos cuerpos fríos y resbaladizos. Me daba miedo tocarlos, y asco, pero no podía evitarlo. Los tocaba. Algo parecido a lo que me pasó años más tarde con los filetes sangrantes de París”.
Estas líneas me parece que ejemplifican bien el modo en el que Chirbes acostumbraba a introducir de repente, y sin elevar mucho el tono, algo duro y desagradable para dar definitiva e inesperada personalidad a una escena o a un personaje. Pero, sobre todo, bien pueden ser la metáfora de toda su literatura: tener miedo y asco de tocar la realidad, pero no poder evitarlo.