[caption id="attachment_1519" width="560"] Vivian Gornick[/caption]
Con treinta años de retraso y con traducción de Daniel Ramos Sánchez, Sexto Piso ha publicado Apegos feroces, de Vivian Gornick, todo un clásico del memorialismo norteamericano. Nacida en 1935 en el Bronx, en un hogar pobre y obrero, hija de judíos socialistas, Gornick, tras licenciarse en Artes en la Universidad de Nueva York, destacó como periodista y escritora feminista en las páginas del Village Voice durante la década de los años 70 del pasado siglo.
En Apegos feroces, Gornick -autora del ensayo Escribir narrativa personal (2001), editado en castellano por Paidós- cuenta básicamente su accidentado camino hacia la madurez como mujer, su recorrido hasta encarnar, con dudas y quebrantos, el tipo de mujer que desea e intenta ser. En ese itinerario, hecho de esfuerzos y sobresaltos, juega un papel determinante el amor, el cómo vivir y manejar el amor, el amor en sus múltiples caras, el amor que trata de eludir el mandato imperativo -para tantas mujeres de su generación- de casarse y tener hijos.
En el presente del relato, Gornick, ya madura, pasea reiteradas veces con su madre, abocada a la ancianidad, por Manhattan. Generalmente, discuten y se enfadan, como han discutido y se han enfadado desde la niñez de la autora. Esa niñez y la adolescencia de Gornick, permanentemente evocadas al detalle, constituyen el grueso del libro, su primera y mejor parte.
Gornick hace un realista y fabuloso retrato de su infancia y juventud en el Bronx, en un edificio habitado por familias trabajadoras y sin muchos recursos, donde destacan -en el conjunto de vecinos, familiares y amigos- las mujeres. Tanto el padre como el hermano de Gornick, desdibujados en la penumbra, apenas aparecen.
Por el contrario, emerge con vigor inusitado la figura de la madre, una mujer que se entregó en cuerpo y alma a un marido chapado a la antigua y que, al enviudar, decidió abismarse en un dolor absoluto y paralizante del que nunca quiso salir. No es ésta la clase de vida ni de amor que quería vivir la adolescente Gornick, ni tampoco -aunque se sentía interpelada por su comportamiento- deseaba imitar a su vecina Nettie -tercera gran protagonista del libro-, una atractiva y joven madre -muy poco cuidadosa con su hijo- que, al enviudar, se entregará compulsivamente al sexo y a los hombres.
Al filo de su experiencia universitaria, Gornick no tiene ni en su madre ni en Nettie un modelo de mujer que le sirva de referencia fiable y, en la segunda parte del libro -a un ritmo más rápido, con saltos temporales más acusados-, la autora contará tres experiencias -un marido y dos amantes, el segundo de ellos casado, de un nivel cultural inferior y de larga duración- que jalonaron, de forma siempre insatisfactoria a la postre, la búsqueda y encarnación -con los estudios, la escritura y el compromiso- de la clase de mujer que deseaba ser.
El credo feminista de Gornick -no exento de contradicciones- queda patente. No es, sin embargo, invasivo, en el sentido de que en Apegos feroces prima la narración -junto a la observación psicológica y el retrato social- sobre el alegato o la intención demostrativa. Es más, podríamos decir que la primera parte del libro adquiere, bajo una mirada que no esconde su ideario -¿por qué habría de hacerlo?-, la condición fáctica de gran novela realista, de gran fresco sobre la vida en el Bronx en los círculos concéntricos de la familia, el edificio, la calle y el barrio.
Los paseos con la madre en el presente -en un arco temporal de unos pocos años- tienen, igualmente, una extraordinaria fuerza literaria y están ahí no sólo para confirmar y reforzar el ya canónico tema de la dificultad de las relaciones madre-hija, sino para hacernos comprender hasta qué punto Gornick se va pareciendo o no a su madre: hasta qué punto cualquier puede ser dependiente o terminar influida más de lo que quisiera por un modo de ser y comportarse que rechaza. El odio y el amor, el distanciamiento y la religación no están tan lejos entre sí.
Muy al principio, Vivian Gornick, hablando del presente, incluye este magnífico y significativo párrafo: “La relación con mi madre no es buena y, a medida que nuestras vidas se van acumulando, a menudo tengo la sensación de que empeora. Estamos atrapadas en un estrecho canal de familiaridad, intenso y vinculante: durante años surge por temporadas un agotamiento, una especie de debilitamiento, entre nosotras. Después, la ira brota de nuevo, ardiente y clara, erótica en su habilidad para llamar la atención. Últimamente estamos a malas. La manera que tiene mi madre de ‘lidiar’ con los malos momentos es echarme en cara a gritos y en público la verdad. Cada vez que me ve, dice: ‘Me odias. Sé que me odias’. Voy a hacerle una visita y a cualquiera que esté presente -un vecino, un amigo, mi hermano, uno de mis sobrinos- le dice: ‘Me odia. No sé qué tiene contra mí, pero me odia’. Del mismo modo, es perfectamente capaz de parar por la calle a un completo desconocido cuando salimos a pasear y soltarle: ‘Ésta es mi hija. Me odia’. Y a continuación se dirige a mí e implora: ‘¿Pero qué te he hecho yo para que me odies tanto?’. Nunca le respondo. Sé que arde de rabia y me alegra verla así. ¿Y por qué no? Yo también ardo de rabia”.
¿Pero qué te he hecho yo para que me odies tanto? ¿A quién no le suena esa pregunta? Y la rabia, las rabias. La madre no es exactamente una Bernarda Alba, pero es un gran personaje literario. Y es real. Después de una de éstas, madre e hija se toman un helado o asisten juntas a un concierto.