¿Se puede uno enamorar de una escritora muerta? No de sus libros, ni de sus personajes, que también. De ella misma, pregunto. Pues sí, es lo que me ha sucedido de unos años para acá con la norteamericana Mary Ann Clark Bremer (1928-1996), tan comentada aquí, a través de sus obras editadas por Periférica –cinco, creo recordar-, recogidas todas –resumo- en el volumen titulado Cuando asedien tu faz cuarenta inviernos, publicado el año pasado.
Siempre con excelente traducción de Hugo Bachelli, Periférica nos ofrece ahora Los antepasados, que, según deduzco imprecisamente por algún dato del texto –la muerte de una amiga, la compositora del “Grupo de los Seis” Germaine Tailleferre-, Clark Bremer debió de escribir después de haber cumplido los 60 años, viviendo ya en Suiza y en un evidente estado, como ella misma reconoce, de desesperanza. Sucede, sin embargo, que la desesperanza o la tristeza de Clark Bremer son muy hermosas, dan paz.
Los antepasados pertenece al ciclo de novelas breves, fragmentadas y caleidoscópicas que, prácticamente, conforma la totalidad de la producción novelística de Clark Bremer. ¿Novelas? Algunas, más que otras, ya que en la mayoría se impone el recuento autobiográfico, memorialístico, recreado con un tenue halo de fabulación.
En un arco que va desde los tiempos de Abraham Lincoln a su propio presente, Clark Bremer evoca a sus antecesoras, a las mujeres de su familia, todas ellas “heridas por la vida”, por los amores imposibles, por las pérdidas de seres queridos, como el marido de la autora, Saul, a quien vuelve a recordar con pena infinita.
Clark Bremer evoca, sobre todo, a su bisabuela Ann, que se casó con un emigrante ruso al que curó de sus heridas en una batalla, y a su tía abuela Josephine –sufragista y feminista, tan sensible, enamorada quizá de otra mujer-, que se suicidó a los treinta años arrojándose a las aguas del río Hudson.
Manejando una edición de la Biblia de su bisabuela, especialmente El Cantar de los cantares –un libro dentro de otro libro, de nuevo-, subrayada y anotada, Clark Bremer deduce desde el principio que Ann –engañada a toda hora por el “Ruso”, hombre que prosperó en los negocios- estuvo enamorada de otro hombre y experimentó el erotismo en paralelo a la lectura de la obra de Salomón. ¿De quién estuvo enamorada? Este ingrediente funciona a medias como hilo conductor y como “Mac Guffin” –cebo-, y Clark Bremer lo retoma a su debido tiempo para darse y darnos una respuesta en el desenlace.
Entre tanto, y dentro de una estructura fragmentaria con elipsis magistrales -¡qué manera de encarar el tiempo!-, Clark Bremer va deslizando retratos, viñetas, reflexiones y episodios perfectamente coaligados para elaborar el discurso que le interesaba: la muerte, el amor a los muertos, el amor en general, los perfiles de las singulares e interesantes mujeres de su familia, lo que se pierde, lo que se escapa, lo que hace feliz y lo que no, la construcción de un refugio –su casa con huerto, viña, jardín y estanque-, las amistades, la soledad, el balcón al abismo final…
Y, como siempre, los placeres cultos –fuente de amor-, los libros, la música, los cuadros y objetos preciosos, el paisaje, el paseo… El conocimiento, aunque, pesimista, Clark Bremer descrea de la utilidad en orden a la felicidad de la sabiduría: “Porque en la mucha sabiduría hay mucha molestia; y quien añade ciencia añade dolor”. No obstante, además de Salomón y Germaine Tailleferre, la pintora impresionista Mary Cassatt, la poeta Emily Dickinson, el músico Johann Pachelbel y el escritor orientalista y viajero Lafcadio Hearn comparecen en las emocionantes páginas de este libro sublime.
Escribe Clark Bremer, de pronto, como en un inciso de su relato, pero plenamente relacionado con su sentido: “Tiempo de plantar y tiempo de arrancar lo plantado, tiempo de matar y tiempo de curar; tiempo de destruir y tiempo de edificar, tiempo de llorar y tiempo de reír; tiempo de esparcir piedras y tiempo de juntar piedras; tiempo de abrazar y tiempo de abstenerse de abrazar; tiempo de buscar y tiempo de perder; tiempo de guardar y tiempo de desechar; tiempo de romper y tiempo de coser; tiempo de callar y tiempo de hablar; tiempo de amar y tiempo de aborrecer”.
El resto de la página está en blanco. Como sucede alguna otra vez, estas líneas forman un poema. Un poema en un libro que es todo él poético. En ocasiones, hay páginas aforísticas, y contiene pequeñas narraciones –ese breve y precioso paseo por el campo con un perro- plenamente autónomas. Los tiempos de la vida, el programa de vivir: ¿se puede expresar mejor?