Después de la esforzada enormidad de Guerra y paz y del éxito de Anna Karenina, Tolstói sufrió, con los 50 años cumplidos, una fortísima crisis existencial que le llevó, como es sabido, a fundamentar y poner en práctica extremas y heterodoxas posturas religiosas y sociales.
Tras escribir obcecado varios ensayos fruto de su cataclismo espiritual, dio a la imprenta La muerte de Iván Ilich, hacia 1887, el primer texto de ficción que reflejó con maestría sus convulsos cambios interiores.
Iván Ilich ha muerto, ya en la primera página, y la novela, después de recoger brevemente las reacciones de la familia y de los amigos a su fallecimiento, da un salto atrás y narra la vida de este funcionario medianamente acomodado y acomodaticio, que ha disfrutado de cierto prestigio profesional y que, precisamente, se ha refugiado en la rutina del trabajo para olvidarse de los infortunios de un matrimonio fallido y de una existencia cotidiana mediocre, apenas consolada por los juegos de naipes.
Un estúpido accidente doméstico desencadenará, poco a poco, la terrible enfermedad que, ante su sorpresa, perplejidad y desesperación, le llevará, como sabemos desde el principio, a la tumba. Con su personaje, Tolstói va descendiendo a los infiernos de la agonía y de la muerte para recordarnos, sin piedad, que toda vida humana está destinada a ese fatal desenlace, cuyos tormentos previos se acrecientan si, ante la inminencia del agujero negro, nos da por pensar que nuestro paso por el mundo ha sido inane, desacorde con nuestras capacidades, principios u objetivos.
La novela es tremenda, se avisa. Pocas veces puede leerse un texto tan detallado sobre las angustias de la muerte cierta e inminente, del inexorable tobogán de las últimas semanas y días. Vladimir Nabokov fue un gran entusiasta de La muerte de Iván Ilich, y recomiendo la lectura de una de las clases que le dedicó en Estados Unidos, transcripción recogida en el espléndido Curso de literatura rusa, editado por RBA.
Una de las características de la novela es el espectacular giro que va dando, describiendo una dramática elipse, desde el tono casi costumbrista de las primeras páginas a la intensidad desazonante de su largo tramo final.
En esas primeras páginas, en las que me voy a centrar, el lector se encuentra con un Tolstói que parece bordear el humor, un humor que, por más negro que sea, no permite anticipar la implacable negrura de lo que vendrá después.
¿Qué sentimientos y reacciones suscita la muerte de Iván Ilich entre sus compañeros y allegados? Los colegas del fallecido acaban de conocer la noticia: "El primer pensamiento de cada uno de los presentes fue calibrar en qué medida ese deceso podía favorecer su propio traslado o promoción o el de alguno de sus colegas".
Mencionados los intereses profesionales que el hueco dejado por el difunto puede incentivar, Tolstói repara en la alegría reprimida que tal muerte desencadena "pues había sido otro quien había pasado a mejor vida. "Es él quien ha muerto, no yo", pensaron o sintieron todos".
Se consignan después el fastidio por "los enojosos deberes" que comporta la obligada presencia en el velatorio y en el funeral y el protagonismo de la viuda, que no sólo parece querer competir en padecimientos con el muerto, sino que de forma inmediata se interesa por cómo "rebañar algo más" en las prestaciones que el Estado habrá de darle. Y la vida sigue, claro, y un amigo abrevia el trámite de las condolencias para correr a la partida de cartas que solía compartir con el ya cadáver.
Todas estas evasivas y mezquindades preparan el terreno para la reflexión final de Tolstói: a todos los que así se han conducido les llegará también su hora. Como a los lectores del libro.