Hoy el teatro más vivo de Madrid es el Teatro de la Zarzuela. Es el que tiene un público más forofo y más entendido, dispuesto a montar la bronca si no le gusta cómo se representa nuestro repertorio lírico. La Doña Francisquita programada hasta el 2 de junio y versionada por Lluís Pasqual lo corrobora, pues en un tercio de las funciones celebradas se han oído abucheos del tipo “esto es un timo” y algún conato de interrupción, me informa la actriz y miembro del elenco María José Suárez. Eso sí, las protestas han estado contrarrestadas por un mayoritario aplauso que le dispensa el respetable en los momentos más señalados y al final del espectáculo. A mí me divirtió la Francisquita de Pasqual, pero comprendo la irritación de los que quieren una representación fiel de esta hermosa e inspiradísima obra de Amadeo Vives.

Musicalmente, es un privilegio oír este elenco tan equilibrado de cantantes (primer reparto) y con tan buenas y bonitas voces: Sabina Puértolas (Francisquita) e Ismael Jordi (Fernando) componen una pareja fantástica y son muy aplaudidos al final, y también destacan las voces de Ana Ibarra (Aurora) y  Vicenç Esteve (Cardona). Aplauso también para la orquesta que dirige el maestro Oliver Diaz. Es delicioso dejarse llevar por las inocentes y felices letras que nos hablan del amor, la juventud, los celos… y de Madrid, porque como dejó escrito Vives, “Doña Francisquita he querido que sea el poema de Madrid. Pretendo recoger en la partitura todos sus sentimientos, toda la vida interior del pueblo madrileño, tan interesante y tan hermoso”.

Pero la cuestión discutible es la dramaturgia. El director se ha cargado prácticamente el texto hablado de Federico Romero y Fernández-Shaw y, para hilvanar los tres nuevos ambientes a los que lleva la obra, ha añadido uno propio. Dramaturgia que, en mi opinión, corrobora la popularidad y pervivencia de esta zarzuela a lo largo de todo el siglo XX y en todos los momentos históricos de nuestro país: un primer acto ambientado en la República de 1934 en un estudio de grabación, con un elenco de actores y coro que graban el disco de Doña Francisquita (recuerda el estudio radiofónico en el que Pasqual ambientó Chateaux Margaux); un segundo acto que nos lleva al Franquismo de 1964, a un plató de la naciente televisión donde se graba la zarzuela (por cierto, al estilo tradicional o canónico, con vestuario romántico); y el tercer acto a 2019, en una sala de ensayos donde el ballet de danza española -estupendo, por cierto- prepara el desenlace de la obra, con los célebres bailes de la mazurka y el fandango.

Por si fuera poco, como un ejercicio metateatral, Pasqual se atreve a soltarle al público frases sobre lo rancio del género y su necesidad de modernizarse, discurso que recae en un personaje añadido, a modo de presentador, que interpreta Gonzalo de Castro.

El director del Teatro de la Zarzuela, Daniel Bianco, ha manifestado en varias ocasiones que le anima el propósito de atraer nuevo público, especialmente joven, y para ello considera  necesario reescribir los libretos porque la mayoría, sostiene, están anticuados y descontextualizados. Es un criterio discutible con las grandes piezas, pero la cuestión es cómo se interviene en ellos.  Ya se ha visto cómo algunos los han profanado aprovechando la ocasión para inocular su papilla ideológica, mientras otros lo han hecho con discreción e, incluso, los han enriquecido.

Me atrevo a pensar que entre los irritados por esta Doña Francisquita de Pasqual figuran amantes con un conocimiento profundo de la obra, cuyo gusto ha sido cincelado por unos códigos de representación del teatro realista, establecidos como canónicos; quieren ver la zarzuela si no contextualizada en el Madrid pintoresco, al menos con todo su texto de principio a fin (así me lo explicó una señora durante el descanso en los aseos: “como se hace en la ópera, que no cambian ni una coma, aunque la actualicen con la puesta en escena”).

Por el contrario, esta versión gusta a los que tienen una idea aproximada, o quizá ninguna, de este gran título de Amadeo Vives, ya que es una suerte de antología de sus mejores números musicales, servida por unos soberbios cantantes, que brinda momentos extraordinarios como el del célebre fandango del tercer acto interpretado a los palillos por la gran Lucero Tena, y envuelta en una dramaturgia divertida y con un sesgo metateatral que, en mi opinión, no le resta lirismo, ni gracia ni madrileñismo.

Como parece que Bianco continuará con su política de “modernización” de libretos y por el momento no parece que ceda “la cólera del español sentado”, que decía Lope de Vega en Arte de hacer comedias, ¿sería disparatado, absurdo, que un teatro público pudiera ofrecernos versiones enfrentadas  de un mismo título, haciendo coincidir su representación en fechas cercanas? Quizá satisfaría a su “gran público”, permitiría las experimentaciones de sus artistas y, a la vez, cumpliría con el cometido pedagógico-cultural que se le asigna.