[caption id="attachment_1054" width="580"] Imagen de El alcalde de Zalamea[/caption]
Con más frecuencia de lo que yo quisiera me formulo la misma pregunta cuando veo el montaje de un clásico: ¿Es correcto que los directores y los autores de las versiones los modifiquen para contarnos una historia distinta e, incluso, contraria, a la que el autor dejó escrita? La última vez que me la he planteado ha sido con El alcalde de Zalamea, de Calderón, estrenada por la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) para inaugurar el reformado teatro de La Comedia el pasado 16 de octubre (que, por cierto, ha quedado bien lindo y cómodo).
Ya se ha contado que la noche de la reapertura reunió a figuras célebres del mundo del teatro y la política. La ocasión exigía, además, una gran obra en el nuevo escenario y la CNTC se inclinó por
El alcalde…, que habla de cómo el pueblo consigue castigar el delito aunque haya sido cometido por un poderoso. Pero un muy pequeño detalle fue lo que a mí me llamó la atención aquella velada en la que celebrábamos la reluciente casa de la CNTC: el programa de mano, diseñado en un fúnebre blanco y gris,
lleva el nombre de Calderón de la Barca en una letra de cuerpo tipográfico menor que el del autor de la versión (Álvaro Tato) y el de la directora (Helena Pimenta).
¿Qué ocurriría si en una exposición de Velázquez en el Prado viéramos en los programas el nombre del comisario en letras más grandes que las del pintor? Porque tan nimio detalle ¿no es una demostración de ese constante intento de subvertir al autor muerto que se da en nuestro teatro para que se luzcan los vivos? Y, por otro lado, no es más chocante todavía que lo haga la CNTC, cuya existencia se justifica precisamente como “institución de referencia en la recuperación, preservación, producción y distribución del patrimonio teatral anterior al XIX con especial atención al Siglo de Oro".
Acabo de releer
El alcalde de Zalamea (en edición de Ignacio Arellano) y no sabría distinguir la intervención del Álvaro Tato; tampoco lo he sabido nunca en otras producciones que la CNTC ha acometido, pues cuando he indagado siempre me han dicho generalidades: “cuidadosos retoques”, “alteraciones mínimas”, “fidelidad al texto original”, “cambios de vocablos antiguos”, “actualización de algunos contextos para hacer la obra comprensible en nuestros días”… Y hablando con varios a los que se les suele encargar tales labores, ni siquiera se ponen de acuerdo a la hora de distinguir entre versión y adaptación. Lo que sí
está claro es que con su "mínima intervención" pasan por taquilla por retocar una obra de dominio público y, como se ve, destacan más que el propio autor.
Ahora bien, los añadidos que yo he detectado en este montaje de
El alcalde… proceden de la dirección de escena y se sitúan al principio y al final de la obra. En la escena inicial, Pimenta presenta a dos personajes jugando a la pelota vasca (lo que no figura en el texto, aunque sí en un diálogo posterior), y contribuye a subrayar la idea de pueblo tranquilo que pronto verá su paz amenazada. Pero
la licencia que me incomodó se sitúa al final de la obra y, en mi opinión, modifica su conclusión y, por tanto, la idea que el público pueda llevarse de esta obra. Me resulta raro que lo haga una directora como Pimenta, ella ha montado numerosos clásicos respetuosos tanto en el espíritu como en la letra (pienso en
La vida es sueño, Sueño de una noche de verano, Trabajos de amor perdidos), pero no sé si es que el tema del honor calderoniano lo digiere de otra forma.
Como se sabe, la historia de
El alcalde de Zalamea recrea los estragos que ocasiona el paso de una milicia por la citada población extremeña. En aquellos tiempos era obligado que los lugareños de una localidad acogieran en sus casas a los soldados. Calderón recupera esta anécdota (que ya inspiró obra parecida a Lope) para contar el siguiente episodio: el capitán del tercio viola a una doncella hermosísima del pueblo (Isabel), hija de su anfitrión, Pedro Crespo, villano pero el labriego más rico de los alrededores.
Cuando Crespo se dispone a defender su honor y el de su hija, es nombrado alcalde de Zalamea y entonces se le plantea un nuevo conflicto moral que da un empuje dramático a la obra fascinante: debe juzgar al capitán por los hechos relatados, convirtiéndose en juez y parte. Crespo sabe que el honor sólo uno mismo lo defiende y sólo otro individuo lo destruye, es un asunto rabiosamente personal que no se dirime en los tribunales. Por eso intenta antes un acuerdo privado, al que el capitán no se aviene. Entonces Crespo lo condena a morir en el garrote, sin esperar la autorización real. Cuando el rey llega, sanciona la actuación de Crespo.
Vale que Pimenta nos omita la representación escénica en la que le dan garrote al capitán (el título original de la pieza es
El garrote más bien dado), ya sabemos que la pena de muerte es tema tabú en la sociedad de hoy. Pero para despedir la obra, después de que el Rey ha sancionado el proceder de Crespo y la soldadesca se vuelve a poner en camino, la directora nos cuela unos versos, cantados por Rita Barber: "En un día el sol alumbra y falta;/ en un día se trueca un reino todo;/ en un día es edificio una peña,/ en un día una batalla pérdida y vitoria ostenta,/ en un día tiener el mar tranquilidad y tormenta,/ en un día nace un hombre y muere...". En realidad, los versos pertenecen al capitán, que los dice en un momento de la obra para justificar su deseo por Isabel y su vil acción. Versos cantados que relativizan el triunfo de Crespo (personificación del bien y la justicia) sobre el capitán (el delito y el abuso) y despiden el espectáculo con un halo de escepticismo o, como ella misma señala en el programa al referirse a esta historia, de fracaso.
Creo que la conclusión de Calderón es clara pero no es precisamente esa.
Esta es una producción de calado, hay muchos recursos encima del escenario y la directora ha recurrido a célebres profesionales:
una escenografía (de Max Glaenzel, a quien considero uno de los grandes en su oficio) presidida por un muro excesivamente alto, que si bien crea un gran plano general, aleja en exceso las voces de los actores del patio de butacas cuando actúan desde lo alto de la pared; ilustraciones coreográficas, algunas de las cuales entorpecen escenas íntimas, y otras musicales, que no fueron de mi agrado.
Bella iluminación del gran Gómez Cornejo, que recrea la atmósfera dorada y calurosa de una localidad extremeña en verano.
Respecto al elenco, es numeroso y está integrado por actores habituales de la CNTC pero me pareció detectar un choque de estilos en el recitado del verso, aunque eran muchos los nervios la noche del estreno. Destaco al cabeza de cartel,
Carmelo Gómez, que compone un Crespo con atractivo, empaque y elegancia. Me gustó su manera de decir el verso, con naturalidad, pero en las escenas más íntimas como la que mantiene con su hijo, tuve problemas para oírle con claridad porque baja demasiado el tono.
La otra gran figura del reparto es Joaquín Notario, maestro en prosodia y voz poderosa; si no me equivoco este es el tercer
Alcalde que interpreta, ahora como Don Lope, y está soberbio como el militar veterano, justiciero y todavía no rendido a pesar de su edad. Memorable la escena de ellos dos sellando su amistad.