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Juan Marqués (Zaragoza, 1980) aspira desde su primer libro, Un tiempo libre (La Veleta, 2008), a una poesía despojada de todo adorno, reducida a lo esencial. Una poesía que sea como ver la ropa tendida al sol sin que podamos ver el tendal, como si la colada se sostuviera, balanceándose tranquilamente, en el aire vespertino. Una poesía no siempre despojada de anécdota, pero en la que la anécdota aparece sólo cuando es considerada algo fundamental para el poema; una poesía, en fin, que renuncia a empatizar con el lector por cuestiones accesorias (no quiere contar una historia, no pretende engatusarnos con un decorado que nos sea atractivo o en el que representar nuestros propios recuerdos) y prefiere constituirse en una especie de estado de conciencia, como una lámina traslúcida superpuesta sobre el mundo en la que estuviesen dibujados diagramas que nos explicasen el funcionamiento poético de un instante. Una poesía, en cualquier caso, menos impresionista que simbolista, más cercana a contemporáneos suyos como Josep María Rodríguez o a poetas algo mayores como Luis Muñoz (en algunos poemas de Marqués se entrevé muy claro el molde de otros de Muñoz, reciclando lo que Denise Levertov llamaba “estructuras no recicables” en un juego interesante), que parece buscar algo parecido a lo que buscaba Eugénio de Andrade más que a lo aprendido en poetas como Pavel Hrádok, a quien cita.
Una poesía así es muy arriesgada, pues renuncia, como decía, a enganchar a los lectores por simpatías secundarias, aunque cualquiera sabe; los dos libros anteriores de Marqués se quedaron a vivir durante meses en las insondables listas de libros más vendidos, subsección poesía, esa misma que ahora ha sido invadida por vulgaridades más o menos ingeniosas para mentes precocinadas. Lo de Marqués, quede claro, es otra cosa.
En este su tercer libro, Blanco roto (Pre-Textos) Marqués asume el espíritu corrector con su propia poesía que había impreso en el segundo, Abierto (2010) y su voz gana por ello en matices y en libertad. Acierta más Juan Marqués en algunas imágenes (“Es cuando te prefiero, transparente, // como un poco de agua / que no esté emparentada con la nieve”) que son más elusivas que en ciertos trechos (“La noche quiso ser protagonista / pero el sol reclamó / su derecho de réplica”) que no están a la altura de su exigencia. Juega a veces a la referencia futbolera (“Extremo libre”) o al haiku urbano (“En el Vips de la calle Velázquez”) pero son más característicos de su tono poemas como “Mödrudalur”:
Como estar y no estar a un mismo tiempo,
ocupando un vacío que no acaba.
Sin confundir espacios
ni adelantar la noche
ni tropezarse en cuerpos
como yo mismo
desde ya mismo.
“No verbal” es de algún modo una poética: “Lenguaje no verbal’ llaman a eso / que yo quiero escribir”, nos dice. Por eso Marqués parece estar siempre intentando liberarse de las palabras, usar las mínimas precisas para crear una imagen que se apoye en ellas sin ser sólo ellas. No falta aquí el humor (“El día en que Bruno destrozó mis Valentes”) y, pese a que parece ser contra lo que lucha, cuando aparece la anécdota Juan Marqués descubre su mayor altura poética, centrada en los pequeños asuntos familiares, como en “Vera”, probablemente el mejor poema de este libro:
Una vez te llamé
“niña totalitaria” en un poema
que no pude acabar.
Lo que intentaba
era contar el modo en que llorabas,
echándome los brazos,
mientras buscaba yo palabras y metáforas
que te hicieran justicia,
que explicasen mi amor y mi alegría
por tenerte tan cerca... sin mirarte.
Al final, por supuesto, te cogía,
decidido a jugar sin pretensiones,
a disfrutar de ti sin trascendencia
ni originalidad,
haciendo trizas todos los poemas,
entregado a la vida más ruidosa
y enterrando mis versos con los muertos.
No supe resolver en condiciones
aquel fácil poema
sobre un tercer poema
que no había sabido terminar,
pero hoy sonríes, y es ahora
cuando quiero decirte que eres única
y no vas a morir, aunque algo muera.
La Historia es lo que cambia. Lo demás
queda fuera del Tiempo:
por ejemplo este cielo de septiembre
y el pájaro que cruza, diviéndolo.
Por ejemplo la luz que no se apaga
y que nunca entendemos.
O por ejemplo tú,
tu sonrisa de hoy, acariciando
la impotente estatura de tu padre,
nuestra historia en minúsculas,
tu diminuto tiempo.
Tan despojados de todo lo accesorio, tan pretendidamente reveladores, Juan Marqués se empeña –con éxito sorprendente- en escribir los poemas a los que uno sólo tiene derecho en la ancianidad. A uno le gusta más cuando en vez de esquivar al lenguaje con sus frases hechas y sus dobles sentidos ya conocidos, le mete mano y le da un giro nuevo, algo que hace de vez en cuando con maestría, humor e inteligencia. Cuando se parece más, por decirlo de algún modo, a Abraham Gragera que a Josep Maria Rodríguez. Si Marqués se deja de pedir perdón al lenguaje por usarlo para sostener sus imágenes, y lo pone a trabajar para hacerlo como en este libro demuestra saber hacerlo, podemos esperar cosas aún mayores de sus libros futuros. Si uno domina su herramienta, ¿por qué empeñarse en trabajar sin usarla?, es la pregunta que nos deja este libro, sin duda el más valioso de su autor; de momento. Ya lo verán.