Berta García Faet, identidad y reescritura
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Libro a libro, Berta García Faet (Valencia, 1988) se va consolidando como una de las voces más firmes de la poesía española de hogaño. Su nuevo libro, Los salmos fosforitos (La Bella Varsovia) es un ambicioso intento de poesía total, un diálogo con otras voces a base de subrayados, tachaduras y enmiendas en el que surge la voz más personal de una de las poetas más únicas de ahora. Charlamos con ella sobre algunas de las claves de este nuevo libro.
Pregunta.– Has aludido en varios lugares a una posible lectura paralela entre Los salmos fosforitos y Trilce, de César Vallejo. ¿Cómo ha afectado ese paralelismo a la escritura de tu libro, y cómo crees que el lector debe afrontar esa lectura paralela? ¿Qué se perderá quien no la haga?
Respuesta.– La relación entre ambos libros es muy estrecha y enigmática para mí. Me cuesta mucho racionalizar en qué consistió y en qué consiste. Practiqué lo que pensé luego en llamar una “escritura acompañada” (porque “reescritura” o “traducción homolingüística” me parecía una tremenda mentira, aunque como bromas me tentaron porque me hacían mucha gracia), y añado ahora el calificativo de “minuciosa”: poema a poema (todos numerados en el mismo orden que los de Trilce), verso a verso, y en ocasiones palabra a palabra y sílaba a sílaba, compuse algo “al lado de” (a veces físicamente “al lado de”: a lápiz) del de Vallejo. Eso fue así en la primera versión, en la que, aunque mi texto (digamos, hipertexto) se iba por sus propios derroteros, mi cabeza no dejaba de asirse por el rabillo del ojo a Trilce (digamos, hipotexto) vía mi lectura (de Vallejo) y mi escritura (del libro) estrictamente contiguas, separadas por segundos. Por ejemplo, tomaba la temática que intuía de un poema de Trilce y modificaba sus leitmotifs con una lógica contrapuntística (un ejemplo claro sería el poema XXIII), o le hurtaba algún personaje a Vallejo y le inventaba otra pequeña odisea o gesto o lo resignificaba (Hélpide; la niña-probablemente-su-Otilia que en mi libro es la neo-niña y probablemente mi-Lulú y mi-Eulalia o yo-Eulalia; su hermano Miguel…), o mal-parafraseaba con sinónimos, antónimos, o falsos sinónimos o antónimos manchados de paranomasia, sus versos, o hacía derivaciones léxicas o derivaciones ensoñaciones, o replicaba (con variaciones) algunos de sus sonidos o grafías. Después, a partir de que pasé a la compu todo y comenzó el año de autonomía y no volví nunca jamás de los jamases a revisar Trilce (hasta hoy), pulí lo que ya estaba ahí: la estructura de acumulaciones y de idas y venidas paralelísticas. Y ahí dio comienzo la ardua fase “obsesivo-compulsiva”, que fue la más difícil: la de “vigilar” a mis palabras para que no se desmoronara la fuga que yo quería que fuera como una sextina coja. Es un poco difícil de explicar pero lo intento rápido: hay muchas palabras sueltas, pero también todos unos señores sintagmas y hasta unas señoras oraciones completas, que se repiten y se van acumulando, como en espiral; pues bien, si acaso se me ocurría utilizar en otro poema posterior una de esas palabras “especiales” ya incluidas en esos grupos, debía traer a toda la otra tropa detrás y “reorganizarla”, con equivalencias o desviaciones.
Mi idea era esta: quería escribir algo que partiera de Vallejo y que estuviera indisolublemente unido a él por los siglos de los siglos, pero que, a la vez, estilísticamente, y por sus referencias literarias y personales y por su significado, debiera sentirlo mío. Para mí es mágico que la poesía haga de la contingencia (de los signos, de la biografía, de la vida, de todo) necesidad (los poemas no podrían ser otros poemas); me pareció entonces doblemente mágico intentar, no ya partir de mi contingencia para llegar a mi necesidad, sino partir de la necesidad de otro, de Vallejo (que un día fue contingencia) para llegar a mi necesidad, al imbricar ambas contingencias con su necesidad (y otras más, porque me asaltaron muchas otras voces; la diferencia entre los intertextos de Vallejo y los demás intertextos, a los que doy las gracias al final del libro, es que en el primer caso era una intertextualidad totalmente prevista, porque Trilce presidía la primera parte del proceso creativo hasta el más mínimo detalle, mientras que las demás referencias ocurrieron como brotes espontáneos sin ton ni son cuando una voz, supuestamente la mía, se transparentaba y se le veían todas las otras).
Creo que Los salmos fosforitos es un libro muy friqui en este sentido, y si imagino a sus lectores imagino a personas igualmente friquis, que puedan disfrutar leyéndolo dos veces, una a solas, pilotando la loca hélice, y otra con Trilce para (ojalá) reírse de algunos chistes que conté. También incluí algunas vetas narrativas y muchísima etimología. Parte de mi problema mental es que, si me sé una etimología, no la olvido, y la veo por todas partes y no puedo decir las cosas tranquilamente sin acordarme de todo, y así no se puede vivir.
P.– A muchos lectores les desconcertarán de entrada algunos aspectos formales de tu obra, el discurso roto, las tachaduras, notas al margen... Creo que es uno de los grandes logros del libro, pues esa “rotura” del discurso crea grietas por las que ciertas verdades escapan al relato pre-construido. ¿Tienes una “genealogía” estilística, una tradición de este tipo de escritura?
R.– Mi genealogía previa a escribir Los salmos favoritos parte de Vallejo, claro, e incluye a Carlos Edmundo de Ory y a Gonzalo Rojas. Eso en cuanto a atreverme, en cuanto a cuestiones mal llamadas “formales”. También, por otros motivos que tienen más que vez con los encabalgamientos, las elipsis y las recónditas voces de lo popular, destacaría a Manuel Vázquez Montalbán y Álvaro Pombo. De mis lecturas durante el proceso de corrección o justo después, siento mucha afinidad con lo que intentó (y consiguió) Haroldo de Campos en “Galaxias”, que es una obra de arte perfecta e imperfectamente ulisesiana verdaderamente apabullante. Admiré mucho también, y ojalá que los hubiera descubierto antes, las (por llamarlas de algún modo) reinterpretaciones de los místicos españoles de Juan Gelman en “Citas y comentarios” (bueno, en general, todo lo de él) y todas las reescrituras y desescrituras de Leónidas Lamborghini (esos dos buceamientos se los debo a Michelle Clayton). Revisitar el Barroco de la mano de los neobarrocos y neobarrosos me animó mucho a jugar a lo loco con las permutaciones, que era una cosa que antes me daba como vergüenza; la diferencia es que ahora tenía mucha fe y estaba convencida de que me mostrarían algo (aunque también me divertí) espiritual. También, mientras escribía el libro, me tope con “Tromba de agosto” de Jorge Pimentel; hojearlo ya me ayudó y me encaminó, aunque leerlo en profundidad es algo que hice después de aquel verano.
Aunque esto no tiene que ver con atrevimientos formales sino con una obsesión, hay un poema, el XXV, que airea a un caballo loco en todo su esplendor; explícitamente es el caballo de Franz Marc de mis fantasías. Pero lo curioso es que, aunque leí el primer libro de Blanca Andreu hace muchos años y sin que (¡aparentemente!) me afectara, releyendo Los salmos fosforitos como si no lo hubiera escrito yo, me di cuenta de que el caballo esbelto, mítico, oscuro y griego de Blanca Andreu estaba ahí, muy enérgico y colorado. O sea, que sí que me afectó, y mucho. De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall es un libro maravilloso.
P.– Eres una lectora y defensora confesa de la poesía latinoamericana (y mira que me gusta poco esta generalización) actual. ¿Qué crees que aportan los poetas de allá que falta en la poesía española de ahora?
R.– Bueno, simplificando mucho, es verdad que es España, por el franquismo, hasta la apertura novísima (aunque, por supuestísimo, estaban casi secretamente los postistas y Cirlot haciendo sus cosas bellas por allí abajo), hubo poca experimentación formal; se exprimieron los realismos y los neorromanticismos y los existencialismos hasta la saciedad (y digo esto amando sin fin a Dámaso Alonso, Luis Rosales, Blas de Otero y Ángela Figuera Aymerich, y a toda la generación del 50 y en particular a Félix Grande y a José Agustín Goytisolo; el caso del exiliado Arturo Serrano-Plaja sería un poco diferente). Buenos o malos, todos tenían algo en común: su apego a, o la tendencia predominante de, lo figurativo. Mientras, en Latinoamérica sucedían (y no milagrosamente sino con consistencia y fecundidad) prodigios en la punta de lo figurativo como Vallejo y Huidobro y Martín Adán y, yendo a los sesenta y setenta, por ejemplo en Perú, Blanca Varela (y muchísimas mujeres más), Rodolfo Hinostroza y Hora Zero (destacando a Jorge Pimentel y a Enrique Verástegui y a Carmen Ollé con sus “Noches de adrenalina” que por fin está disponible en España en Ediciones Sin Fin), y, yendo a los setenta u ochenta, los neobarrocos. No creo que los latinoamericanos tuvieran más acceso a las vanguardias y postvanguardias europeas y norteamericanas (que también), creo más bien que ellos se hicieron la vanguardia y todas las vanguardias, y ahora, cuando los vamos leyendo porque las condiciones editoriales así lo permiten, nos las van haciendo.
P.– De este lado, ¿quiénes son l@s contemporáne@s a quien te sientes más cercana, aquellos junto a cuyos libros te gusta ver los tuyos en las librerías?
R.– Me siento muy cercana y muy enamorada de muchos y muchas poetas de mi generación y, en general, vivos. Hay mucha gente haciendo trabajos valiosísimos, que me influyen y que enriquecen mi vida en sus muchas capas y temperaturas y con mucha intensidad. Los vínculos son tanto de amistad como de confabulación literaria, la lista legítima sería larguísima… Pero, dando algunas pistas, a un nivel más estilístico, de proyecto poético en sí, mi admiración y complicidad con gente como Unai Velasco, Guillermo Morales, Alberto Acerete y Ángela Segovia es total. Además, han sido y son fundamentales en mis aventuras lectoras. Por ejemplo, Unai me descubrió a Manuel Vázquez Montalbán y a Álvaro Pombo en su “faceta” de poetas (aunque decir “faceta” para sus casos es un poco ridículo), hace un siglo, y todo cambió desde entonces (ahora mismo, gracias a Ultramarinos, estoy muy metida con Efraín Huerta); Guillermo me obligó a que releyera a Jorge Gimeno hasta que llegara a la conclusión inevitable de que es un fucking genio (esto en efecto sucedió) (y a David Rosenmann-Taub); Ángela recientemente me recomendó a Gerardo Deniz (!)… Julio Fuertes tiene un libro (o algo así) llamado “El bate de béisbol de Michael Douglas” que es una cumbre; lo leí antes de escribir Los salmos fosforitos y aunque no entendí nada después he entendido que entendí bastante. Álvaro Guijarro me encandila a muchos niveles y me hubiera gustado leer “La postpunk amante de Tiresias” en su momento, porque es maravilloso, y cumbre también. Lo mismo tengo que decir de Alberto Guirao, cuyo “Los días mejor pensados” es buenísimo. No sé, pero hay muchos más, Sara Torres, María Sotomayor (hace solamente año y medio que hice las paces con mis tontos rechazos anti-alejandrapizarnikismos, y menos mal, porque eso me permitió poder disfrutar de la poesía de María, que tanto por su imaginería como por sus operaciones cromáticas y espaciales creo que bebe mucho de toda la tradición post-Pizarnik, yendo más allá)… Todo lo que publica Elena Medel, tanto como poeta como como editora, me parece excelente; lo mismo l@s Kokoro y l@s Kriller. Y, en fin, todas estas compañías me encantan. De otras generaciones sigo leyendo mucho a poetas tan diferentes como Carlos Pardo, Rafael Espejo, Mariano Peyrou (que por cierto me hizo volver a Olvido García Valdés hasta entenderla y quererla; todas estas relecturas a las que me incitan/urgen los amigos me hace pensar en eso de que los amigos de mis amigos son mis amigos, o sea, los poetas favoritos de mis poetas favoritos acaban siendo mis poetas favoritos…), Olga Novo, Miriam Reyes, Mercedes Cebrián, Ángel Cerviño, y paro (bueno, otra poeta que recomiendo mucho es Carolina Otero) ya.
Del lado de los amigos latinoamericanos, estaría lanzando nombres de aquí a mañana, así que sólo diré dos: Kevin Castro (a él y a Jorge Castillo, los Mutantres, les debo mi amor por Néstor Perlongher) y Rafael Espinosa.
P.– Los salmos fosforitos, que es muchas cosas, es –según al menos mis primeras lecturas, apuntan también otros hilos que seguiré siguiendo- un gran tratado sobre la identidad y la preocupación por cómo se (y nos) construyen esa identidad. Me parece un libro muy político en ese sentido, y quería preguntarte de qué manera crees tú que un poema hace política.
R.– Sí, para mí es un libro extremadamente político, con conciencia de clase (privilegiada), de género (y sus ambivalencias), de nación y de colonia, porque mi idea fundante era atreverme por fin a poetizar todo lo que en ese momento me tenía absorbida y, políticamente, aquellos meses andaba totalmente enardecida y sufriente por varios asuntos y varias perspectivas que se me vinieron a juntar (incluyendo: aceptar mi pseudoexilio en Estados Unidos; resucitar casi dos meses en Perú; abrazar lo transatlántico; no irme de Latinoamérica ya nunca; mudarme a una nueva ciudad y a nueva profesión; ¿no poder volver?; la mierda de Europa; saber todo lo que no sabía de la mierda de Europa, etc.). La preocupación por la identidad es clave, y ahí quizás la elección estilística de la polifonía tiene implicaciones extra-literarias y extra-culturales (más allá de meramente decir que somos múltiples), puesto que el yo potente de mis libros anteriores (que, nunca está de más recordar, ¡era otra elección estilística!) pierde su poder. Aunque, por otro lado, espero haber preservado el lirismo y su sentimentalidad (que espero haber preservado exacerbada). Hay alusiones y escenas temáticas bastante explícitas sobre la explotación laboral, infantil y no infantil, la posguerra, las barriadas de los setenta, la inmigración, los dolores auto-sexistas relacionados con la tiranía, o el caramelo envenenado, de la belleza femenina (pienso por ejemplo en el poema de Eulalia, trasunto por supuesto de la Eulalia de Rubén Darío), los estereotipos de género y las contradicciones del amor romántico, la conquista y la colonización, el Harlem pseudo-segregado-pseudo-gentrificado que viví… Hasta todo lo que tiene que ver con la enfermedad (femenina) y la muerte (de mi abuelo) (estas son las dos aristas temáticas más autobiográficas, a pesar de que dominan pocos poemas) tira pistas políticas.
P.– Otro de los “lemas” del libro podría ser su firme intención de reunir ideas normalmente consideradas como contradictorias no para enfrentarlas ni disolverlas, sino en una especie de aceptación gozosa (y dolorosa también a ratos, claro) de la complejidad de la realidad, que invita a superar reduccionismos y a buscar un entendimiento amplio. ¿Qué filósof@s lee Berta García Faet? ¿Crees que la filosofía, el pensamiento en general, tienen lugar en la poesía? ¿Cuál?
R.– Creo que es verdad lo que dijo Nietzsche, que en el mismo seno de la palabra está la mentira (la ficción, si no queremos ponernos bordes), la ilusión de olvidar que nuestra palabra mal-redujo, inductivamente y por desesperación, un devenir amorfo y escapadizo por siempre. Esto significa que, si el pensamiento es palabra, también en el pensamiento auto-denominado racional y supuestamente a-literario hay ficción y literatura; lo que pasa es que esa mentira, en poesía, es verdad (me refiero a que creo que es verdad lo que dijo Dámaso Alonso de que el signo lingüístico en poesía sí está parcialmente motivado): con contingencia hacemos necesidad, con arbitrariedad hacemos destino. Todo esto para decir que, en resumen, aun si no “activamos” el botoncito de la función poética, la filosofía es poesía (y yo creo que viceversa). No digo que no haya pensamiento racional y lógico, digo que si rascamos un poco y “bajamos” por el caminito nietzschiano vamos a encontrar puro pensamiento poético, en concreto, puros tropos. Cuando estudiaba Filosofía Política aún pensaba lo contrario, y en aquella época me atiborraba de filosofía (política y no política; más que nada leía sobre ética, metaética, epistemología…). Luego, una serie de peripecias y desengaños me hicieron caerme del guindo, escribí una tesis de máster sobre el anti-fundacionalismo ético de Richard Rorty, y nunca más volví a gozar de esa energía tan particular que se necesita para creer en las premisas mismas que posibilitan y legitiman a la Filosofía como búsqueda teleológica (las búsquedas no teleológicas sí me interesan). Así que no, ahora no leo mucha filosofía, leo mucha teoría literaria, y cosas de estudios culturales. Y también veo mucho Netflix y HBO y Youtube.
P.– Relacionado con lo anterior, imagino que tu experiencia académica en Estados Unidos ha influido en tu manera de mirar y entender el mundo. Si es así, ¿cuál crees que ha sido el resultado de ello en tu escritura?
R.– El pseudo-exilio en Estados Unidos ha cambiado mi vida de muchas maneras, claro, unas tristes, otras incomprensibles, otras felices. Lo más importante por lo que respecta a la escritura es tener en cuenta que estoy leyendo/investigando literatura española y latinoamericana todo el santo día, lo cual, de un lado, me aboca a una cierta esquizofrenia (tengo dos vidas, dos países, dos idiomas, dos cotidianidades, dos redes amistosas, dos redes literarias; sí, hay contacto, pero con fricción; se da la paradoja de que vivo aquí aunque todo mi trabajo académico y docente gira en torno al allí); y de otro, me permite ser más, digamos, “metaconsciente”, literariamente hablando, sobre de dónde vengo y adónde quiero ir. Por poner un par de ejemplos concretos que afectaron a Los salmos fosforitos en la última etapa de escritura, un seminario con Felipe Martínez-Pinzón sobre nación, territorio y civilización en la literatura latinoamericana decimonónica me hizo pensar en cómo forjaría, re-fundaría, la patria yo si pudiera (y el poema es un poco ese “si pudiera”); la respuesta está en todos esos poemas familiares y políticos sobre la pobreza y la vejez, tan inmigrantes y tan españolas (que me parece que tiene ecos de Olga Novo y su mamá y su abuela; también de un poema de Matthew Dickman que traduje, “On Earth”). Supe que si pudiera forjaría la patria con canastos, orzuelos, fruta pocha, con ese tipo de gestos humildes y amorosos de los interiores, de los hogares: botijos, fiebres de labio, un bastón, unos achaques, almendras garrapiñadas, el recuerdo heredadero y de segunda mano de que mi padre casi se ahoga en una acequia y mi iaio lo salvó, unos domingos, etc. Con Mercedes Vaquero releímos muy a fondo la Celestina, y me metí tanto que sin darme mucha cuenta re-organicé (semánticamente; lo digo porque hubo un cambio de “trama”) ciertos poemas (los que aluden a cierto anecdótico affaire) con la cantinela del “y todo era burla y mentira”.