Que no se diga que la poesía no viaja. Durante agosto, este blog ofrecerá a sus pacientes (y, ojalá, vacacionales) lectores una pequeña vuelta al mundo en forma de versiones de poetas de muy diferentes países y lenguas. Espero que les aproveche el viaje.

 

 

 

 

Las escrituras lejanas (Ravenna)

(Michalis Pierìs, Chipre, 1952)

 

En el tren descanso, ritmo y sueño

en el vagón, sueños, líneas férreas, escritas

que siguen en la ciudad

un poco torpe, Ravenna. Pequeña, como hecha a mano.

Es aquí donde la «Crónica» yace serena

(«Descripción del dulce país de Chipre»).

 

Cómo iba a saber Leoncio, gramático

en la corte real, de su lengua

humilde artesano, que pocos metros

más allá la tierra era la sepultura

del gran Poeta que una respiración nueva

había dado a la lengua apagada

de su país, muriendo exiliado en Ravenna.

 

Estaba allí buscando tu pena:

agonía de exiliado en una lengua nueva.

Con «el fuego en el corazón», y el idioma local

desparramado sobre el papel, con un arte robusto

del que aún hoy se habla. Cómo saber

que a pocos metros más allá la tierra era la sepultura

del Poeta. Yo estaba allí, mirando cartas, palabras,

ante mis ojos los manuscritos de Chipre.

Mezcla de géneros y de sangres, escrituras

de una era de paso. Restos de latín

en el dialecto musical de Leoncio, como

en los palimpsestos autógrafos del Conde.

Palabras francas, venecianas, árabes,

sirias, con el romaico de Chipre mezcladas.

 

Me vino entonces el deseo de imitar

el gesto de la mano que ya no existía.

Como si fuese él por un momento

escribiendo sus escritos, vi

quién era. Uno que vive en la edad de las escrituras.

Sí, vengo de una isla cuyo nombre aparece en la Biblia.

Con montañas magníficas, nombres de obispos, cuerpos

de santos. Pero no veo nada: sólo nubes, nieblas, una luz velada.

 

Me quedan las escrituras, los viejos manuscritos.

Recurro a ellos en busca del «trébol resplandeciente».

 

 

Dialéctica

(Edvard Kocbek, Eslovenia, 1904-1981)

 

El constructor demuele casas,

el médico adelanta la muerte

y el jefe de bomberos

es el líder secreto de los pirómanos,

eso dice la dialéctica inteligente

y la Biblia dice algo parecido:

lo que sube baja

y los últimos serán los primeros.

 

El vecino tiene un rifle siempre cargado,

hay un micrófono bajo su cama

y su hija es una informadora.

El vecino se viene abajo de un golpe,

la conexión del micrófono falla

y la hija va a confesar.

Todo el mundo se pone la piel del carnero

cuando escapa de la cueva del cíclope.

 

Escucho en la noche música discordante

que viene de la carpa de circo,

los sonámbulos caminan por la cuerda floja

tambaleándose con brazos inseguros,

y sus amigos, debajo, gritan

para traerlos de vuelta del sueño,

pues todo lo que sube baja

y quienquiera que sea que esté dormido,

déjale que duerma más profundamente.

 

 

Pez

(C. K. Williams, Estados Unidos, 1936)

Tirada en la acera, frente a una peluquería,

estaba una cabeza de pez, alargada,

puntiaguda, seguramente de un lucio.

Debía de llevar allí poco tiempo;

sus escamas brillaban aún y su ojo visible

guardaba suficiente luz

como para mostrar asombro y desconsuelo

por haber sido arrojado en semejante lugar.

La incisión era limpia, brutal, precisa;

con certeza hecha de un solo tajo.

En el escaparate, justo detrás de la cabeza del lucio,

otras cabezas, de mujeres y de hombres,

con pelucas meticulosamente peinadas,

mirando fijamente, atónitas, horrorizadas,

como si también a ellas

algo las hubiera sorprendido de pronto:

¿acaso no sabían desde siempre

que ese frenesí, esa locura,

esa cosa carnosa, se convertiría en algo así

antes o después? Duele

la vida, tanto como es capaz,

y acaba siempre de este modo.

Mejor quedarse aquí, con ojos de cristal,

como la gente de las vallas publicitarias,

sin cuerpo ni sangre,

como la gente en los poemas.

 

 

Epílogo

(Yannis Ritsos, Grecia, 1909-1990)

 

Vida —una herida en la inexistencia.