Luis de Pablo se fue en octubre. Ahora regresa un poco con el estreno en el Teatro Real de su gran ópera póstuma, El abrecartas. La terminó de componer en 2015, en un momento de plenitud creadora. El abrecartas se ve y se oye como la culminación de una trayectoria artística y vital. Culminación sobre todo estética, porque da la impresión de que De Pablo mira en esta obra desde arriba a todas las etapas del camino que recorrió, desde la vanguardia dura de los cincuenta, hasta el preciosismo íntimo de su producción reciente, y encuentra la manera de acogerlas a todas en una síntesis madura de gran capacidad expresiva.
Luis fue de los primeros en desengancharse de la gramática áspera de la vanguardia, incorporando un léxico musical suave, de gestos biensonantes y transitables, dentro siempre de la extrema elegancia que le era consustancial. El abrecartas es, también, la culminación de la obra operística de Luis de Pablo. Nos acercamos al 40.º aniversario del estreno en el Teatro de la Zarzuela de Kiu, una partitura manifiesto, que parecía decirnos: "La ópera en español existe. Sabedlo."
El abrecartas es el poderoso cierre de un gran corpus de seis títulos que tiene, para nuestra vida operística, carácter fundacional. Finalmente, esta ópera, que retrata el siglo XX español desde la perspectiva vital y literaria de sus poetas, viene a ser la estación término de un viaje personal. A Luis de Pablo le cuadraba bien la idea de exilio interior, que en su caso resultaba de la pequeñez y cerrazón de la España de entonces, oscuramente mediocre, combinada con la necesidad personal de vivir en ella. Vivía el conflicto de manera tan violenta que tuvo que dejar de leer periódicos por prescripción facultativa.
El abrecartas es la traslación al teatro musical de la primera mitad de la novela epistolar de igual título publicada en 2006 por Vicente Molina Foix. A través de cartas imaginadas y otros escritos, hace evolucionar a cinco personajes reales, todos ellos poetas (Vicente Aleixandre, el amor de su vida, Andrés Acero, Federico García Lorca, Miguel Hernández y Eugenio D'Ors) y a cuatro personajes de ficción: el delator Ramiro y los tres vértices de un triángulo amoroso: Alfonso, maestro represaliado, la joven Setefilla y la actriz Manuela, esposa del uno y amor de la otra. Hay además un comisario y una sombra.
No existe propiamente una historia, sino una sucesión de momentos que muestran la dificultad que tienen estos personajes de vivir la vida que desean en un ambiente de vigilancia y censura que impone la ocultación del amor homosexual. El libreto conserva el carácter epistolar de la novela: no hay diálogos, sino comunicaciones mediadas por un escrito, lo que aporta, no solo distancia, sino irrealidad de espacios y tiempos, representación doble de los asuntos (relatos previos relatados en escena) y destilación etérea de personajes y acontecimientos, que no son, sino son contados.
La lección magistral que recibimos de este Luis de Pablo, dominador maduro de su arte, consiste en haber hecho sonar certeramente esta realidad irreal, poética, y haber atrapado en una partitura precisa el universo, a la vez inasible y urgente, que le ofrecía Vicente Molina Foix, su libretista de cabecera. Recuerdo siempre el verbo que usaba De Pablo para referirse a las relaciones música-texto: servir a la palabra. El lector infinito que era Luis, lo tenía bien claro: la música no va antes ni después de la palabra; está a su servicio. Lo oímos constantemente en El abrecartas.
Constantes son también las demostraciones de humor sarcástico, como el pasodoble que se bailan los jóvenes poetas en casa de los Aleixandre, el taurino y trompetero cambio de tercio, los apuntes de cuplé, "Deja que ponga, con embeleso,...", o los aldabonazos del destino que da el trombón y que no son los de la orquesta de Beethoven sino los del fagot de Falla. La abundancia de evocaciones y citas de texto o de estilo, subrayan el carácter último, recapitulador, de esta ópera. Cuenta Molina Foix que Luis se refirió a ella como "mi testamento vital".
El trato de la voz en El abrecartas es muy cantabile, cercano al oído del oyente y del cantante. Sus frases no tienen el desgarro violento de Kiu, sino solo cierta amargura íntima. La parte de los solistas vocales y la del coro está escrita en un registro anormalmente grave, prescindiendo casi por completo del agudo y sobreagudo, que son las facetas brillantes de la voz que todo cantante de ópera atesora. Esa decisión me parece lo más subversivo que he visto en óperas recientes, donde tanto abunda la subversión. ¡Prescindir de los agudos! Significa poner patas arriba la idea de ópera, al menos, tal como se suele practicar en nuestros teatros. De Pablo consigue con ello que el canto no se salga nunca del ámbito íntimo que él necesita para esta obra y, además, que el texto cantado se entienda a la perfección, porque en los registros menos tensos, los cantantes pueden vocalizar con claridad.
La orquesta de El abrecartas es muy grande, se desborda por los palcos de platea, pero casi nunca suena entera. No hay apenas tuttis, sino una gran variedad de situaciones de cámara, con unos pocos instrumentos —a veces solo uno— que acompañan al canto. Lo acompañan en el sentido de que van con él, pero lo que Luis hace no es melodía acompañada (yo canto, tú defines la armonía con acordes), sino melodía subrayada, o comentada.
A la línea cantada se suman otras que, en dimensiones paralelas, la despliegan o la completan. Es un ejercicio de ideación sutil muy propio del autor, que requiere igual sutileza de la interpretación y la escucha. Hay mil ejemplos, pero recuerdo especialmente dos. En la cuarta escena, Andrés Acero, desde su exilio mexicano, momentos antes de suicidarse, se acuerda de Vicente Aleixandre. "Mi corazón no existe", canta, con un emocionante subrayado de flauta grave.
La escena final es clave. Alfonso y Setefilla viven un dúo/trío de amor, en el que el objeto de deseo de ambos es la ausente Manuela. Ahí, sobre alejandrinos de Aleixandre, De Pablo consigue la máxima intensidad de su lirismo amargo. "Se querían de noche, cuando los perros hondos / laten bajo la tierra". El subrayado instrumental se va adelgazando hasta terminar en un dúo a cappella, sobre un verso que, sin dejar de ser nocturno, olvida por un momento, el carácter escondido de este amor y subraya su intensidad carnal: "caricia, seda, mano, luna que llega y toca". Rara vez había tratado De Pablo tan profundamente el sentimiento amoroso. El espectador se va a casa con ese desnudo "toca" en el oído, pero el poema sigue, lo que no deja de ser relevante aunque no se explicite en la ópera. Uno no puede citar un verso sin sacar a colación el poema entero. Aleixandre termina así, con gesto levemente reivindicativo: " Se querían, sabedlo".
El abrecartas es una ópera delicada cuya interpretación está rodeada de todo tipo de peligros. La concreción en escena y música de los espacios incorpóreos de Vicente Molina Foix y Luis de Pablo es muy difícil y, en esta producción del Teatro Real, está lograda con brillantez. La adaptación de todas las voces al peculiar melodismo de esta partitura logra los objetivos de crear un ambiente expresivo recogido y hacer asombrosamente inteligible el texto. Por una vez, hubiera sido posible prescindir de los sobretítulos. El acierto general de los cantantes no da ocasión a destacar a ninguno. Los miembros de la orquesta Titular del Teatro se lucieron, casi todos ellos como solistas en algún momento. La dirección musical de Fabián Panisello fue clave para el éxito. Hay mucho que coordinar en esta partitura donde la rítmica es compleja y los instrumentos están constantemente expuestos. El gesto de Panisello es de absoluta limpieza. No hace ningún movimiento que no sea útil y crea una atmósfera de seguridad y orden que hace posible el despliegue expresivo de voces e instrumentos.
Igualmente limpia y ordenada es la puesta en escena de Xavier Albertí, en la que no hay nada que no sea imprescindible. La sucesión rápida de espacios mentales, uno por carta, es acogida serenamente por un concepto escénico que no puede ser más simple: unos cuantos muros, panales de apartados de correos, que aportan la metáfora principal (ocultación, forzada por las circunstancias, de la identidad de los comunicantes) y pasan con naturalidad cuando hace falta de caja postal a nicho de morgue. Mas de la mitad de la escenografía es luz. Juan Gómez Cornejo hace una demostración de virtuosismo iluminador, con sombras que, cuando toca, toman protagonismo pero no ensombrecen nada.
El Teatro Real va a seguir manteniendo viva la memoria de Luis de Pablo con un homenaje a él y a sus dos compañeros de generación, Antón García Abril y Cristóbal Halffter, que murieron como él el año pasado y habían llevado como él sus partituras al foso de este teatro.