[caption id="attachment_838" width="560"] El Capitán Vere anuncia a Billy Budd la sentencia de muerte[/caption]
Billy Budd, Sailor es una obrita maestra de Herman Melville. Obrita por breve, ochenta páginas, pero igual de maestra que la enorme Moby Dick. El Capitán Vere de Billy Budd (el Capitán de Verdad) y el Capitán Ahab de Moby Dick (el rey idólatra del Libro de los reyes) son dos marinos en misión fanática. Patrullan obsesivamente el mar en busca del bien el uno y del mal el otro. A mí las viejas historias de barcos, no es que me fascinen, es que me anestesian (como Joaquín a las floristas de La del manojo de rosas). No sé distinguir una gavia de una botavara, ni un trinquete de una mesana, pero la música de estas palabras, gritadas por un contramaestre, se me queda siempre resonando en la sesera. Con Billy Budd disfruté tanto como con Moby Dick, solo que menos rato. Entre jarcias y obenques, entre silbatos y ráfagas de salitre, Melville te conduce en ambas a las honduras de la vida. «We story-tellers —dejó dicho Thomas Hardy— are all ancient mariners». Eso es: no hay más historias que las que cuenta un marinero a sus colegas, al atardecer, fumando sentado en la cubierta de un barco recién llegado al Támesis o a punto de zarpar para sabe Dios dónde. Da igual que sea una historieta de piratas o el terrible Corazón de las tinieblas de Conrad, que empieza exactamente así.
El Teatro Real está últimamente lleno de barcos. Hace unas semanas era la proa del fantasmagórico mercante de El holandés de Wagner. Ahora es la cubierta de un buque de guerra, un man o' war de cuando Nelson, Napoleón y Churruca. Benjamin Britten convirtió Billy Budd en una de sus mejores óperas. ¡Qué orquestación! ¡Vaya lección de storytelling con colores orquestales! Hay ejemplos a cada minuto. El saxo, ese instrumento imposible de empastar con la orquesta, el que usó Ravel para evocar la lejanía medieval de El viejo castillo, le sirve a Britten para distanciarse del sufrimiento del marinero azotado. Otro timbre extraño a la orquesta, la flauta dulce, da un aire inocente e irreal a la noche que Budd pasa en capilla, esperando la horca y, esa misma noche, oímos una tamborrada sutil, nada ruidosa, de tres timbaleros. Y aún más raro y más genial: disponiendo en el foso de tanto timbal, Britten dispone los aldabonazos del destino (el otorgamiento de la sentencia de muerte) en acordes de arpa a solo. El efecto, por inesperado, es demoledor. Impresionantes siempre los ultragraves, llenos de matices. Magistrales por eficaces y a la vez delicados los pífanos, redoblantes, fanfarrias y demás ruidos militares, más notables aún en ese pacifista radical que fue Britten. Estos aires guerreros me recordaban a Juan Cabanilles y las batallas barrocas para órgano.
La plasmación de todo esto en el escenario es magnífica en esta producción del Teatro Real. Sin necesidad de alardes de maquinaria, uno se ve transportado a la cubierta de un barco. Buen teatro. Se agradece, además, la contención de la directora de escena, Deborah Wagner que se limita a contar la historia de Melville y Britten y no cede a la tentación de contarnos otra diferente. Y sin embargo despliega creatividad, como en la anunciación/alucinación que componen el Capitán Vere y Billy Budd, arcángel y virgen, respectivamente, el primero anunciándole la muerte al segundo. Este irreverente fra angelico convive con un hallazgo sonoro verdaderamente genial: acordes serenos que se suceden ordenadamente por colores. Metal, madera, cuerda, metal, madera, cuerda y así sucesivamente. La inocencia casi infantil de ambas soluciones narrativas choca con la brutalidad de lo que están narrando. La terrible eficacia del understatement, esa capacidad que tienen los ingleses, y solo ellos, de enfatizar las cosas... ¡quitándoles énfasis! La violencia/ligereza de esta escena me recordaba el final de Wozzeck, con una niña jugando tranquilamente delante mismo de la tragedia. También a Miles, el niño de The Turn of the Scew que desea ser malo, así, en latín.
La historia que se cuenta en Billy Budd es la más antigua de todas, la del bien y el mal, o más exactamente, la de la ciencia del bien y del mal. La bruma que envuelve a ese conocimiento (¡prohibido por Yahvé!) atormenta al Capitán Vere, el buscador de la verdad, y destruye a Billy, el marinero bueno, o el marinero guapo: the handsome sailor lo llama siempre Melville. Pero este Britten no va de sexo ni de homosexualidad, sino de ética fundamental, vieja obsesión del compositor.
Podía señalar otra docena de delicias que contiene esa partitura, hechas sonido brillantemente por el director Ivor Bolton, pero baste con esta: la cantabilidad, o el cantabile, como prefieren decir los músicos. Nadie como Britten ha conseguido que la modernidad cante con tanta desenvoltura. Sus melodías son nuevas, pero también clásicas. Los protagonistas de Bily Budd se lucieron todos. Por sus propios méritos, desde luego, pero también gracias a este compositor que entiende lo que es servir a un texto con la voz, y sabe como hacer para que la voz nos llegue con naturalidad y nos conmueva sin necesidad de forzar nada.