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Peter Sellars[/caption]
En
The Indian Queen, dos cosas me sacudieron el corazón: el sonido del coro y el movimiento en escena. Hay otras hermosuras en este espectáculo, pero estas dos se salen. La ópera de la ciudad de Perm, allá en los lejanos Montes Urales, tiene un coro de una calidad excepcional. Qué pianísimos, y qué entradas, sin el menor titubeo o desajuste. Y eso que la dirección musical no se cortó nada a la hora de exigir al coro: tempos lentísimos, centenares de silencios añadidos separando secciones y multiplicando el número de entradas, cada una un examen final para coro y director. Where is their god?, se pregunta una y otra vez el coro de indígenas, tratando de comprender la superioridad militar de estos seres tan raros que se les han venido encima, vestidos de metal y subidos encima de monstruos de cuatro patas. Y el director,
Teodor Currentzis, espera un mundo al atacar cada una de las cuatro palabras, creando una delicia de acordes purísimos y silencios intercalados. Claro que para destrozar esas y otras sutilezas uno puede contar siempre con el coro de asesinos tosedores del público madrileño. Qué potencia arrasadora, propia de un bulldozer, qué viscosidad repugnante. Compruebo preocupado como se me dispara la misantropía en cada concierto, en cada función de ópera. Por este camino, no tardaré en sufrir un ataque de sociopatía embólica aguda. Odio a mis congéneres, qué le vamos a hacer, cuando se reúnen en gran número a hacer ruidos raros y se confabulan para chafarme la música. Pero dejemos que estos energúmenos se cuezan en sus propias miasmas y sigamos con Perm.
Pedazo de ópera, la de Perm. La orquesta está muy bien también: toca Purcell con un historicismo señorial, sin crispación y sin manías.
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El Coro de Perm de
The Indian Queen en el Teatro Real. Foto: Javier del Real[/caption]
La otra maravilla es la escena, un trabajazo de Peter Sellars. Sea en el deambular de todos por el enorme escenario del Teatro Real o en cada gesto de cada cantante, de cada figurante, que no dejan de mover los brazos en las cuatro horas que dura la ópera, Sellars vuelca una creatividad irresistible. Imposible dejar de mirar, imposible salir del estado de arrobo. Y en el centro de ese remolino de movimientos, la quietud del abrazo de dos amantes, el capitán de conquistadores y la princesa indígena (preciosa voz de color oscuro), que se pasan hora y media de reloj amándose, en el polvo más lento, bonito, elegante, delicado y apasionado que he visto sobre un escenario. Solo por ese lujo de dirección de actores, merece Sellars un risco con buenas vistas en el monte Olimpo del teatro.
¿Y dónde ve la gente leyenda negra en este conflicto era abstracto y poético. Aquí, ni eso. En realidad, el conflicto no se trata, o no es más que una trama secundaria ópera? Pocos ojos habrá tan alerta como los míos para esa cuestión, no por orgullo patrio, del que carezco, sino por higiene mental: no puedo con el anacronismo ético ni con la desigualdad de criterios. Refiriéndome a
La conquista de México, la primera parte de esta especie de díptico del descubrimiento con que Gerard Mortier ha arrancado la temporada, dije
en este blog que el asunto me molestaba, pero poco, porque el tratamiento del conflicto era abstracto y poético. Aquí, ni eso. En realidad, el conflicto no se trata, o no es más que una trama secundaria.
Yo no veo en primer plano más que el elogio del mestizaje, soy la bella mestiza, dice la hija del polvo eterno, a todos gusto y no se bien quién soy.
Otros tres mestizajes brillantísimos que he visto en
The Indian Queen. Uno: el del argumento, que Sellars obtiene refundiendo magistralmente la ópera inacabada de Purcell/Dryden con la novela
La niña blanca y los pájaros sin pies de la nicaragüense Rosario Aguilar. Dos: el cruce de lenguas en la recitación, de ida, vuelta y de nuevo ida, cuando la puertorriqueña Maritxell Carrero recita con acento español en inglés un texto concebido en español y traducido al inglés. Tres: el más importante, la fusión de la dirección de escena con la dirección musical. La versión que Currentzis y Lawrence-King en el continuo hacen de Purcell —sus lentitudes, sus cesuras amplísimas, que enmarcan cada fragmento en un marco de silencio, el sonido histórico creado con mentalidad moderna— no se entiende si no es en el seno de la concepción global que Peter Sellars tiene de este espectáculo. La ópera moderna es un ser bicéfalo, como las águilas de los viejos imperios, con el director musical y el de escena dándose picotazos o, como mucho, llegando a un pacto de no agresión.
Aquí, rara avis, vemos una fusión admirable de ambos pájaros.