Al principio de la película lanza una mirada fugaz de desdén y aburrimiento a la cámara. Una mirada que la coloca en cierto modo por encima del espectador. Es la protagonista de Holiday, Victoria Carmen Sonne, como si emulara a la Harriet Anderson de Un verano con Mónica (1953). Como la de Bergman, es también Holiday una película nórdica con la vocación de apelar al escándalo de contenido sexual y a la ética de la liberación femenina desde una posición moralmente controvertida. Si bien son películas muy distintas. Sin pasar por las pantallas comerciales, Filmin estrenó esta película danesa de 2018 que generó toda una oleada de comentarios dentro y fuera de sus fronteras.
Especialmente por una secuencia muy explícita, que despertó comparaciones con Irreversible de Gaspar Noé, si bien el conjunto de la película nos remita más al cine de los austriacos Michael Haneke y Ulrich Seidl. En todo caso, es lo que podríamos llamar una película de impacto, que juega la baza del trauma como reclamo para generar una sensación de incomodidad en el espectador, pero cuyo fondo acaba revelando las dinámicas de poder en un microcosmos del crimen, al margen de las leyes sociales.
Hay una frialdad casi antropológica en el modo en que la directora, la debutante Isabella Eklöf, pone en escena esta crónica de las vacaciones hedonistas de una familia de narcotraficantes daneses en la Riviera Turca, contada a través del punto de vista de la novia del capo. En su superficie es la historia de una salvaje sumisión, con capítulos profundamente humillantes para Sasha, una joven rubia que parece dispuesta a aceptar todo tipo de vejaciones para formar parte del "grupo salvaje", si bien por debajo se va construyendo la crónica cruel de un aprendizaje o de una adaptación, en el que la violencia física y psicológica machista no es más que la antesala de un proceso de conversión radical. En este sentido, el filme plantea el abusivo precio que acepta una joven para acceder a una vida de lujo material.
Acaso lo más curioso del filme es que sea una directora quien lleve a la pantalla una historia tan denigrante para el sexo femenino. Quizá desde Sleeping Beauty (2011) de Julia Leigh, ningún filme dirigido por una mujer ha llevado hasta tal extremo el modo en que el cuerpo femenino es usado y abusado en la gran pantalla como si fuera un juguete para el hombre, un mero objeto de placer. A lo largo de los noventa minutos del metraje, la joven protagonista sufre vejaciones de todo tipo, desde una bofetada al principio del filme hasta una violación en plano sostenido, hasta el punto de que Holiday nos invita a considerar si Sasha es realmente una víctima o una cómplice masoquista en busca de posición social. A partir de cierto punto, el relato podría tomar el giro hacia una serte de venganza feminista, si bien Holiday nos sorprende llevándonos por caminos inesperados, en los que hasta surge una suerte de empoderamiento (en su sentido literal) por parte de la protagonista.
Acaso lo más fascinante del filme es precisamente el modo en que los extremos se tocan y se anulan entre sí, y que la ambigüedad resultante hace todavía más incómoda la experiencia, a la par que inesperada y lúcida. Esa ambigüedad está además vehiculada extraordinariamente por la interpretación monotonal de Victoria Carmen Sonne, que dota a su personaje de una aparente estulticia que realmente esconde algo más perverso. En verdad, nada de lo que le ocurre es algo que no pueda controlar, que no acepte con un medio para un fin, pues su propio personaje está interpretando un rol en una sociedad de apariencias y no podemos realmente fiarnos solo de lo que vemos o nos hace pensar. Para entrar en el círculo social al que quiere pertenecer, debe romper todas las reglas asumidas.
En este sentido, la virtud del filme pasa por trascender la moral de las imágenes que nos muestra para armar un relato que cobre finalmente todo el sentido. Quizá esa fugaz mirada a cámara a principio del filme es precisamente el modo en que el personaje nos interpela, como lo hacía la Mónica de Harriet Anderson en el plano que Godard consideró “el más triste de la historia del cine”, pues toma al espectador por testigo del desprecio que el propio personaje siente por sí mismo en su voluntario descenso a los infiernos.