La nueva ¿vieja? guerra de las industrias pop
¿Cómo ganar dinero con la música? Hace ya algunos años que el sociólogo especialista en el fenómeno del Pop Simon Frith viene planteando (en diversos textos, pero de modo específico en su ensayo La industria de la música popular) que ésa y no otra es la pregunta vital que se hace la industria musical desde siempre; y en especial desde el comienzo de la era de la reproductibilidad técnica. Cómo convertir en un buen negocio la compraventa de un bien intangible de uso generalizado y práctica común a todos los seres humanos. Esta cuestión, ha argumentado Frith con innegable autoridad, junto con la relación entre creatividad musical y creatividad industrial, han marcado a fuego el desarrollo de la misma música popular en el último siglo.
Tal cuestión, en estos tiempos de serio tambaleo del viejo chiringuito, resulta más acuciante que nunca para aquellos que tratan de sacar productividad y lucro de la música popular, incluidos los músicos que deciden hacer de tal actividad su profesión y empleo. Sin embargo, la pregunta que, semana a semana, palmo a palmo, empieza a ganar terreno entre las preocupaciones de cada vez más músicos es bien distinta: cómo encontrar un nuevo pacto con el público. Uno sólido, horizontal, limpio y justo pero que no esté vacío de cierta mística, cierta capacidad de sueño colectivo, de mitología, de fe. De hecho, cómo reconstruir eso que la industria y sus múltiples intermediarios, en su afán por resolver la pregunta maestra de Frith para convertir la música en consumo, comenzó a destruir aprovechado aquellos años de bonanza en que se vendían más discos que nunca. Eso mismo que la gran industria terminó de reventar, cuando empezaron las vacas flacas, al dedicarse a una persecución del libre uso privado de la música y su imparable difusión en red en defensa de supuestos derechos inalienables de los creadores. O al instituir una hipócrita posición ambigua con respecto a la tecnología mientras no era capaz de frenar la galopante y ridícula plusvalía de sus cada vez más esqueléticos productos, desde sus cada vez más mermadas atalayas.
Estamos ya habituados a que las noticias más interesantes sobre música pop sean aquellas que tienen que ver con la forma de acceder a ella, su uso público y comercialización, los medios en que viaja entre quienes la crean y el público que la escucha e incorpora a su vida, la incidencia de la tecnología y los formatos. Parece que vivamos en un momento especialmente interesante en ese sentido. Casi se diría que crucial. Como si las guerras del pop estuvieran teniendo lugar en ese frente con más asiduidad que en el de la misma creación de nueva música. Por momentos da la sensación de que, quizá, sin antes resolver la conmoción en que vive el flujo de la música en el complejo momento actual, no terminará de desbloquearse esa creatividad en el Pop que, salvo excepciones (nacidas especialmente en el sembrado de cierta electrónica abstracta para el baile mental derivada a partes iguales de lo experimental y lo físico, y cada vez más alejada de lo Pop tal y como lo entendíamos), parece atascada en un bucle más bien poco virtuoso.
Habituados estamos, decíamos, pero es que en las últimas semanas estamos viviendo un boom, un splash, un zas, un crash o un crack en el que merece la pena detenerse.
Veamos. Tenemos lo del grupo Vulfpeck, un caso ejemplar de músicos retirando todas las barreras para establecer una alianza cómplice de tú a tú con su comunidad de fans. Resulta que el dúo de Los Ángeles, autores de un animado y jovial retro soul-pop, tuvieron una idea luminosa: financiar una gira de conciertos gratuitos mediante una inteligente, sutil y divertida campaña de captación de fondos en Spotify. Para ser más exactos, aprovechando la supuesta libertad de publicación que esa plataforma de streaming da a los músicos para difundir su trabajo.
Lo que hicieron Vulfpeck fue subir un álbum, Sleepify, con 10 cortes de poco más de 30 segundos cada uno, con nada más que silencio. Después pidieron a los fans que lo pusieran en rotación, por ejemplo mientras dormían, para ir sumando los 0,006 dólares que Spotify les pagaría por cada corte reproducido. Calcularon que la escucha en bucle de cada fan durante sus 8 horas de sueño les aportaría algo más de 4 dólares. En un principio la plataforma sueca no impidió la estrategia e hizo alguna declaración divertida cuando se les preguntó al respecto. En tres semanas, el disco para dormir de Vulfpeck tenía más de 4 milllones de escuchas, o lo que es lo mismo, había generado en completo silencio unos 25.000 dólares. Les facilitaría un enlace aquí mismo para que lo “escucharan” pero ya no está. El pasado martes, 22 de abril, Vulfpeck publicó en su Facebook que Spotify les había pedido respetuosamente por email que retiraran su disco. Al parecer, si bien, no se trataba de un email agresivo, si contenía varios párrafos con lenguaje hiriente.
La reacción de Vulfpeck fue inmediata y pocas horas después de ser censurados publicaban en la misma Spotify un nuevo EP con tres pistas, Official Statement, que contenía precisamente su declaración oficial ante lo ocurrido con la plataforma online. Puede oírse la voz del cantante Jack Stratton, diciendo más o menos lo siguiente:
“El correo contenía tres párrafos y en resumen lo que decían es que Sleepify les había gustado, les parecía divertido e ingenioso, pero violaba sus términos de contenido. Me han pedido que lo retire y tengo un poco de miedo. Estoy herido. Estoy confuso. No sé con quien hablar, así que he decidido hablar con vosotros. Sé que ellos tienen su equipo legal y todo eso, pero yo tengo Spotify, y ellos no”.
Aprovechemos que, de momento, esto sí lo podemos enlazar (Official Statement). Suponemos que, si no es retirado de la red por la plataforma de streaming, acabará siendo un nuevo éxito de escuchas de Vulfpeck.
Y bien. ¿Qué significa todo esto? ¿Es sólo una jugada viral más? ¿Qué se está poniendo aquí en juego? En mi opinión muchas cosas, desde luego. Además de unos ingresos nada desdeñables por un disco hecho de nada y para un grupo hasta ahora más bien desconocido, de una enorme campaña de auto-promoción casi gratuita que da a conocer su nombre y probablemente les habrá procurado muchos nuevos seguidores y simpatizantes, el leve gesto de Vulfpeck propina un más que ingenioso giro a su relación directa con el público, cuestionando el sistema simbólico y de valor de la música online, pasando de los viejos intermediarios de la industria y valiéndose de los nuevos a su propia manera, para simplemente comunicar su música y difundirla como ellos prefieren. Mientras, la multinacional de servicios online con sede en Estocolmo (y apoyo de los principales grupos discográficos) queda retratada cuando asoman, cual verdad desnuda, las fauces de lobo del viejo sistema que hay bajo la piel de cordero de la libertad y gratuidad de la música para todos. La respuesta al aplastamiento por parte de Vulfpeck, en cambio, el “yo tengo Spotify y ellos no” es una proclama de empoderamiento fascinante. Un flash al final del túnel. Lo más interesante de este caso es que, como ya sucediera en otros momentos de la Historia pasada de este trío (músico-industria-público), parece que el músico y el público están volviendo a ganar las batallas haciendo uso de la industria a su manera.
Pero hablábamos de varios casos. Así es. Les confieso que he empezado esta entrada de La columna de aire varias veces en las últimas dos semanas y he tenido que frenarla cuando, casi en el último momento, descubría una novedad sobre estos casos que de repente desviaba la cosa y la hacía más grande. No menos significativa que la historia de Vulfpeck es lo que está ocurriendo en torno a un disco secreto de Wu-Tang Clan llamado Once Upon a Time in Shaolin del que el grupo de hip hop ha anunciado que sólo hará una lujosa copia que se subastará como una joya, sobre todo en lo que respecta a la reacción de sus fans a tales planes. Como tampoco el parecido movimiento de fans en un caso distinto: un disco que Richard D. James (Aphex Twin) grabara hace veinte años con el alias de Caustic Window y dejara inédito. Ni la historia de Paz, un productor y cantante de EDM y R&B de Los Ángeles que ha empleado otra curiosa estrategia para difundir su música.
Todas ellas, que serán explicadas y analizadas sin falta en la próxima columna de aire, tienen varios puntos en común. Se trata de formas alternativas y polémicas de difusión musical que se cuestionan el viejo cauce de compra-venta y las formas con que se disfraza de cosa nueva la gran industria de toda la vida. Algunas rozan la ilegalidad y otras la ruptura con el sistema de valores del pop. Varias de ellas, como hemos visto con Vulfpeck, se saltan intermediarios clásicos y empiezan a torear a los nuevos, permitiendo cooperar a sus fans y llegando hasta a tergiversar y subvertir el uso habitual del mismo canal entre ellos y el público. Son propuestas en casi todos los casos de auto-promoción que pueden verse como estrategias en gran modo auto-conscientes pero que puentean, cortocircuitan y cuestionan, al menos, el valor actual de la música, su papel como mera mercancía con réditos sobre todo en una dirección. Propuestas de intercambio y de don entre músicos y público, de iniciativa por las dos partes. Seguramente hay mucho más. En unos días, intentaremos verlo en la segunda parte del relato sobre esta guerra.