Una y otra vez surgen ejemplos que atestiguan el valor determinante que tienen las expectativas en el mundo de los videojuegos. Es lo que hace que títulos que nadie conoce y que escapan al radar de la atención pública acaben generando un torbellino de entusiasmo tras su puesto de largo, construyendo poco a poco un efecto llamada que suple las carencias de sus modestas campañas de marketing. Este fenómeno se suele dar con frecuencia en la escena indie o entre los títulos de presupuesto medio, pero rara vez en los grandes puntales de las editoras. Con Horizon Zero Dawn pasó una cosa curiosa. Guerrilla Games venía de hacer cuatro shooters militares de tonalidades marrones que a pesar de ser verdaderos portentos técnicos se erigían en propuestas parcas, derivativas, sin nada que decir.
Nadie podía esperar que el cambio de género (a juego de aventura/rol de mundo abierto) supusiera un cambio de rumbo tan acusado. Zero Dawn partía de una premisa abiertamente absurda –tribus neolíticas luchando contra dinosaurios robóticos– y retrocedía cuidadosamente para construir un mundo cargado de misterios, vibrante y con una idea genial en su meollo. Descubrir cómo el mundo había llegado a esa situación provocaba una de las revelaciones más efectistas de la historia del medio, un sacrificio de dimensiones descomunales que recontextualizaba la acción de manera magistral. Guerrilla Games había hecho contacto con un intangible que nos otorgaba una razón de peso para que nos importara lo que sucedía en pantalla.
En Forbidden West, la situación es muy diferente. El conejo ya ha salido de la chistera. Ya sabemos quién es Elisabet Sobeck, la plaga Faro, las misiones Enduring Victory y Zero Dawn, Gaia, Hades y la función de las demás inteligencias artificiales que llevaron a cabo un hard reset de la biosfera del planeta. ¿A dónde se puede ir a partir de ahí? En Guerrilla lo han intentado, pero la respuesta es que a pocos sitios. Hay unas cuantas sorpresas en la historia, pero más allá del impacto inicial, el misterio no perdura mucho, ya que las respuestas son bastante lógicas y predecibles. Ese es el primer gran problema del juego.
El segundo es consecuencia del entorno en el que el estudio holandés ha decidido situar la secuela. Quizá se deba a gustos personales, pero creo que el juego acusa profundamente la ausencia de los Carja: sus maravillosas construcciones de piedra, su orfebrería, sus lujosas vestimentas, su cultura de Edad del Bronce, sus conspiraciones políticas e intrigas palaciegas. Todavía recuerdo el momento de la llegada a Meridian, la capital del reino sobre la montaña, las enormes fuentes de agua y las majestuosas terrazas. Fue una sensación de sentirse realmente inmerso en un mundo apasionante, un enclave que parecía sacado de las novelas de Robert E. Howard y Edgar Rice Burroughs, de Conan el Bárbaro a John Carter de Marte, un mundo de aventuras en el que uno quería perderse, vivir de verdad.
Por el contrario, los Tenakht son mucho más primitivos. No hay auténticas ciudades en el Oeste Prohibido. Son todo poblachos de manera y pieles o asentamientos improvisados sobre ruinas del mundo antiguo. Todo es mucho más agreste, más rudimentario, más salvaje. Son entornos más miserables, donde la vida es muy dura y no hay espacio para florituras o lujos de una mínima frivolidad. Y aunque los Tenakth se dividen tres clanes, las diferencias entre ellos se limitan casi exclusivamente a si viven en el desierto, las montañas o las tierras bajas.
Juego de excesos
Horizon Zero Dawn tuvo la mala fortuna de salir casi al mismo tiempo que The Legend of Zelda: Breath of the Wild, uno de los juegos más innovadores de Nintendo en toda su historia. Las comparaciones en el aspecto jugable le pesaron, sobre todo en lo relativo a la interacción con su mundo. Es evidente que el estudio se ha centrado en estos cinco años en incorporar todas las mecánicas que se echaban en falta al hacer las comparaciones, trascendiendo un decorado que podía parecer de cartón piedra para hacerlo más reactivo. De esta forma, Aloy ahora puede nadar y bucear, planear por el aire, escalar con muchísima más libertad (aunque no total), utilizar un gancho que le aporta una mayor movilidad… El jugador tiene un nivel de agencia muy superior al de la primera parte, pero son todo añadidos razonables, incrementales, cuya inclusión me atrevería a decir que era obligada a estas alturas.
El combate sigue los mismos patrones ya establecidos, aunque se han incluido algunos tipos de armas más y, sobre todo, se ha complicado mucho los tipos de daño elementales. Lo que sí tengo que reconocer que me ha decepcionado por completo es la manera en que han abordado el crafting. Es absolutamente tedioso. Los desarrolladores se han inventado demasiadas razones para ir a recolectar materiales por el mundo: para mejorar armas, armaduras, morrales de todo tipo, para construir artefactos con los que controlar a las máquinas… Es agotador. Es una manera artificial de extender la duración del juego con una serie de tareas banales y engorrosas donde la suerte tiene mucho que ver. Lo peor es que, lejos de ser opcional, muchas de las mejoras resultan fundamentales para enfrentarse al combate con garantías.
La narrativa de Horizon Forbidden West tiene algunos momentos inspirados. Destaca sobre todo una visita a un museo muy particular que viene acompañada de unas reflexiones muy acertadas sobre la naturaleza del arte y su función en las sociedades humanas. Sin embargo, en líneas generales, no termina siendo memorable, en buena medida por lo insulsos que son los personajes. Regalla, interpretada con solvencia por Angela Basset, es una villana sin recorrido alguno, un personaje belicoso movido por un sentimiento de venganza de brocha gorda, sin matices. Los personajes que utilizan su rebelión para sus propios fines son mucho más interesantes, pero su presencia en pantalla es muy limitada hasta el tercer acto. Los amigos que Aloy va reclutando por el camino, y con los que puede mantener largas conversaciones en la base al más puro estilo Mass Effect, tienen personalidades muy variadas y en algún caso bastante entretenidas, pero abundan los casos más anodinos. Quizá el principal problema de caracterización reside en lo que los guionistas han hecho con Aloy.
En Zero Dawn, la construcción del personaje era casi perfecta: su crianza como una paria entre los Nora, su fascinación con el mundo exterior, el paulatino descubrimiento de su identidad, su desafío a las normas religiosas tribales, su vínculo trascendental con Elisabet Sobeck… Todo contribuía a definir un personaje complejo que hacía un amplio recorrido y una evolución magnífica. Por el contrario, en Forbidden West no hay apenas rastro de esos episodios de vulnerabilidad. Aloy es una superheroína monolítica, que tiene desde el principio todas las respuestas, que lo tiene todo controlado en todo momento, que no se permite momentos de duda o exhibir una abierta debilidad. Su rol mesiánico sale a colación de manera constante y aunque da a entender que no le gustan los apelativos, se comporta como una emisaria celestial con pocos rastros de humanidad. Establece una distancia sideral entre el jugador y ella, pero también entre los demás personajes y ella, que la veneran como un ser angélico y terminan contentándose con que no se escape en mitad de la noche sin decirles nada.
Forbidden West es una secuela que hace todo lo que se suponía que tenía que hacer, que cumple con todo lo que se criticó de la primera parte, que ha mejorado en todos los aspectos jugables donde tenía espacio para hacerlo. Pero es también una secuela muy predecible, que quizá cumple con las expectativas pero que no hace nada por subvertirlas. Perfecciona el bucle jugable, pero fracasa a la hora de significarse y hacerse valer por sí misma. Es una continuación que depende mucho de la primera parte y que no adopta ningún riesgo. Es un juego construido sobre PlayStation 4 que luce muy bien PlayStation 5, pero que no incluye ninguna innovación tecnológica de calado. Es un juego también de excesos, multiplicando los coleccionables y todas las excusas posibles para permanecer docenas de horas en su mundo, complicando el combate y el tedioso crafting, pero también de excesos gráficos, como por ejemplo un efecto lens flare con las luces azules de las máquinas que inundan la pantalla y recargan la imagen de manera innecesaria.
Los desarrolladores han puesto atención en diseñar misiones secundarias más complejas, con personajes y diálogos abundantes, pero en muy pocas ocasiones han incorporado historias que hagan que el periplo merezca la pena más allá de conseguir alguna recompensa jugable. Con los títulos de crédito viene también la promesa solemne de una tercera parte, con otra amenaza inconmensurable en el horizonte y una inevitable sensación de saturación. Como he apuntado al principio de este artículo, quizá sea todo una cuestión de expectativas.
La sorpresa jugó a favor de Zero Dawn. Aquí, después de cinco años, su carencia ha jugado en contra. Han optado por afianzar la fórmula en vez de reinventarla y el resultado es una franquicia muy joven que ya muestra ya los primeros signos de agotamiento. También nos invita a una reflexión en la industria sobre hasta qué punto los aspectos formales y, sobre todo, los aspectos narrativos pueden llegar a elevar una experiencia de notable a sobresaliente. Si la primera parte conseguía provocar momentos de emoción sincera, de asombro e incluso de vértigo; en esta todo parece un ejercicio calculado, producto de un Excel gigantesco que me ha dejado frío en última instancia. Y quizá eso es lo que haga que sea un juego notable, pero no uno sobresaliente.