¿Por qué Microsoft compra Activision por 60.000 millones?
El gigante tecnológico absorbe al gran coloso de la industria del videojuego en un movimiento déspota, excesivo, desconcertante y muy, muy peligroso para el futuro del ecosistema
El martes por la tarde saltaban todas las alarmas. Bloomberg adelantaba que la compañía de Redmond hacía una oferta de 95 dólares por acción por Activision Blizzard. El viernes pasado cerraba la sesión a 65 dólares, el valor en una caída sostenida durante meses por los escándalos que aquejaban a la compañía y el decepcionante lanzamiento de la última entrega de Call of Duty. Tras el anuncio, la acción saltó inmediatamente hasta los 86 dólares, lo que da una idea de la calurosa recepción con la que los accionistas de la compañía y el mercado en general reciben la noticia. El monto final de la operación se concretará en 68.700 millones de dólares. O lo que es lo mismo, 60.607 millones de euros. Una cantidad mareante difícil de comprender que constituye el movimiento tectónico de mayor envergadura en la historia de la industria del videojuego. La complejidad de la operación implica un proceso que llevará por lo menos 18 meses antes de que pueda ser completado, por lo que no se espera que la compra se haga efectiva hasta junio de 2023. En este tiempo, Microsoft tiene que conseguir el visto bueno de los principales organismos reguladores mundiales, principalmente la FTC y la Unión Europea, que ya han dado muestras en el pasado de no ver con buenos ojos la gula descontrolada de las Big Four (Amazon, Apple, Microsoft, Alphabet). Sin embargo, con el precedente que sentó la compra de 21th Century Fox por parte de The Walt Disney Company, es difícil imaginar que estos organismos consigan elaborar un argumento de peso para detener esta operación. Por supuesto, esto no quiere decir que no los haya.
Las arcas de Microsoft
Microsoft lleva un lustro con una estrategia agresiva de adquisiciones. En 2018 empezaron a comprar estudios con la urgencia del que se sabe en clara desventaja frente a su principal competidor, Sony. La andanada se concentró en estudios pequeños como inXile Entertainment o Ninja Theory que podían tener mucho potencial con un apoyo financiero sostenido y algunos pesos medios como Obsidian o PlayGround que venían a llenar vacíos notorios en la compañía. En 2019 se hicieron con Double Fine, un estudio de una creatividad desbordante que sin embargo había conseguido sobrevivir a duras penas durante los últimos veinte años. Todos estos movimientos fueron aplaudidos por toda la industria y una gran mayoría de comentaristas, entre los que me incluyo, que entendíamos estas adquisiciones como una forma de apoyar con recursos masivos un talento contrastado en un panorama muchas veces cruel con los creativos más arriesgados e interesantes a la vez que Microsoft componía un catálogo de estudios internos hasta entonces famélico. Sin embargo, a finales de 2020, cuando anunció su intención de comprar Bethesda por 7.500 millones dólares, la cosa cambió. Bethesda era una publisher, una editora con ocho grandes estudios en su seno y franquicias históricas de una influencia difícil de cuantificar que hasta entonces habían aparecido en todas las consolas sin discriminación alguna. La óptica cambió. Microsoft dejaba de ser una compañía benévola para pasar a ser un abusón que sacaba la chequera para despojar a su principal competencia, Sony, de sus pesos pesados. Entonces lo entendimos como el gran puñetazo sobre la mesa, la traca final que dejaba claro a propios y extraños que Microsoft estaba determinada a dar la batalla en esta generación. Ahora, con este acuerdo que multiplica por 9 las cantidades ya exorbitantes de esa operación, contemplamos empavorecidos el ascenso de este Moloch de silicio que amenaza con deglutir a toda la industria e iniciar un reinado de mil años de oscuridad.
Esta fiebre de adquisiciones que inició Microsoft hace cinco años ha acelerado la consolidación corporativa de toda la industria. Hace apenas unos días, Take-Two Interactive –los distribuidores de Grand Theft Auto– lanzaban una oferta por Zynga, centrada en el mercado de los móviles, de 13.000 millones dólares. Sony se ha visto obligada a comprar también estudios, aunque en su caso ha seguido una estrategia clara y lógica con compañías con las que tenía un enorme historial de colaboraciones lucrativas u otras que venían a reforzar sus intenciones de expandirse al mundo del PC o de su posición en VR. En Europa, Embracer Group ha ido al peso, haciéndose con decenas de estudios pequeños de golpe. Y por otra parte, los chinos de Tencent y NetEase han extendido sus tentáculos por todo el mundo, con participaciones en incontables compañías de todo tipo. La industria del videojuego supone un negocio de 200.000 millones a nivel mundial con un crecimiento exponencial año a año que no tiene visos de ralentizarse. Simplemente, hay demasiado dinero cambiando de manos, demasiados intereses contrapuestos y, sobre todo, una codicia desmesurada que puede dar al traste con los ecosistemas creativos que permiten que las grandes obras florezcan y maduren. Tenemos demasiados ejemplos de cómo estas operaciones han ahogado a estudios antaño boyantes: Bioware, Pandemic, Westwood… La lista es larga y la propia Microsoft tiene esqueletos propios en forma de Rare o Ensemble. En el peor de los casos cierran y en el mejor, continúan desfalleciendo durante décadas, arrastrándose por el barro de lanzamientos mediocres que no consiguen entusiasmar a nadie, sin un atisbo mínimo del lustre que les granjeó el reconocimiento mundial.
El negocio de Activision
A todo esto se suma la crisis monumental que Activision Blizzard estaba atravesando desde que en el verano pasada la denuncia del estado de California sacara a relucir un ambiente deplorable de trabajo en la división de Blizzard Entertainment. Desde entonces, la compañía se ha deshecho de decenas de empleados problemáticos y ha implementado nuevas políticas para salvaguardar sus supuestos valores de inclusión, pero las investigaciones del Wall Street Journal han llevado a Bobby Kotick, su CEO desde 1991, a una situación insostenible. Microsoft, como es natural, no ha adelantado ningún tipo de cambios en el organigrama, pero el periódico financiero da por hecho que Kotick, si la operación sigue adelante sin contratiempos, solo se quedará para pilotar el proceso hasta junio de 2023, retirándose después, a los sesenta años, con un paquete de jubilación que bien podría superar los 400 millones dólares. Teniendo en cuenta que ha llegado a cobrar en un solo año 200 millones, tampoco le parecerá tanto. El empuje de los movimientos sindicales dentro de Activision puede resentirse de manera considerable con estos cambios, por mucho que los responsables ya hayan anunciado que van a continuar. Muchos ven a Microsoft como una oportunidad para limpiar la casa de arriba abajo, para sacrificar a las vacas sagradas que todavía continúan, en algunos casos protegidas por el propio CEO. Aunque ciertas condiciones para los empleados puedan mejorar, es importante no llamarse a engaño. El renacimiento creativo de Blizzard es una posibilidad, ahora mismo, muy, muy remota. Con todos sus grandes líderes fuera de la empresa desde hace tiempo, los vacíos de poder son enormes y ya han metido a los desarrollos de Overwatch 2 y Diablo 4 en graves problemas. Cuando una compañía entra en barrena de esta forma, es casi imposible enderezar el rumbo. Que se lo digan a Bioware, que lleva ya 10 años intentándolo sin éxito.
A pesar de su tamaño, Activion Blizzard no cuenta con una amplia diversificación de sus fuentes de ingresos. En 2020, el 76% de sus ingreso provenían de tres grandes franquicias: Call of Duty (Activision), World of Warcraft (Blizzard) y Candy Crush (King). Los ingresos de estos tres pilares siguen siendo estratosféricos, pero son marcas ya veteranas y no es ningún secreto que llevan años en franca decadencia a pesar del puntual rebrote. Microsoft ha pagado una cifra salvaje por un volumen muy limitado de franquicias que sí, son historia de los videojuegos, pero cuyos principales artífices ya no están trabajando en ellas. Call of Duty es una marca tan potente que todavía tardará años en devaluarse de manera considerable, pero el año que viene celebrará su veinte aniversario y en casi todo este tiempo ha tenido lanzamientos anuales. Todos los estudios internos de Activision han estado volcados en una gigantesca cadena de producción de estos juegos, dejando de lado cualquier otro proyecto, lo que al cabo del tiempo ha llevado a un estancamiento creativo innegable. Siguen siendo títulos muy pulidos y muy competentes, pero con escaso margen para innovar. Con World of Warcraft la situación es incluso peor, con buena parte de la comunidad muy insatisfecha con el desarrollo de los últimos años y un movimiento importante de emigración hacia su principal competidor, Final Fantasy XIV. Candy Crush quizá sea el pilar más estable y menos susceptible a estos vaivenes internos de desarrollo, sobre todo porque está a años luz de la complicación técnica de los otros dos, pero ¿es suficiente para recuperar la enorme cantidad de dinero que Microsoft ha desembolsado?
Los ingresos anuales de la corporación comandada por Bobby Kotick son fuertes, en torno a los 8.000 millones de dólares, pero sus gastos operativos también son muy altos. Con los retrasos e incluso las posibles cancelaciones de varios de los juegos de Blizzard por la agitación interna que atraviesa, sus perspectivas de futuro no son muy halagüeñas. Está claro que las circunstancias han hecho que sus acciones vayan decayendo desde el verano pasado, cuando se destapó la denuncia del estado de California, lo que ha abaratado mucho el coste, pero también es evidente que en el próximo año seguiría con su tendencia descendente. Con 68.700 millones de dólares sobre la mesa, Microsoft tardará décadas en recuperar lo invertido con las operaciones de sus nuevas filiales. Si lo que quería era seguir nutriendo a su servicio de subscripción, Xbox Game Pass, podía haber invertido una fracción de ese dinero de manera mucho más inteligente. Satya Nadella, CEO de Microsoft, ha sacado a colación el Metaverso para justificar la compra pero, ¿es acaso Activision un alumno aventajado en ese frente? No especialmente. La tecnología que adquieren con el traspaso no es precisamente puntera. Como mucho, los motores gráficos que se usan para los Call of Duty, cuya aplicación fuera de los shooters está por ver. El volumen de los servicios de sus plataformas online y su penetración en Asia sí que tienen más valor, aunque de nuevo, no para pagar semejante precio. ¿Entonces? La razón hay que buscarla en el índice Nikkei durante la jornada del 19 de enero.
El atentado contra Sony
Sony se desplomó en la bolsa de Tokio un 13%, perdiendo de un plumazo 20.000 millones de dólares, su caída más abultada desde 2008. A todas luces, la bajada fue una reacción exagerada de los inversores y al día siguiente rebotó con fuerza, pero indica el grado de nerviosismo en el mercado. Call of Duty es uno de los títulos más jugados en PlayStation y una fuente de ingresos fiable para la compañía. Si Microsoft lo retira de la plataforma, el golpe sería significativo aunque muy lejos de ser letal. ¿Por qué tanto temor entonces? Porque el mensaje que se lanza con esta adquisición es claro. Los días en los que el interés en videojuegos de la compañía era cuanto menos residual se han terminado. Phil Spencer, líder de la división Xbox, ha puesto todo el peso de un titán de 2,3 billones de dólares detrás de él y ha sacado a relucir las ojivas nucleares, planteando una carrera armamentística que Sony no puede ganar. Está planteando una pura guerra de desgaste con la que arruinar a su rival basándose en dos escenarios: uno en el que le arrebata de malos modos a sus principales colaboradores y otro en el que realiza estrambóticas demostraciones de fuerza para presionar a los consumidores a que apuesten por el boxeador más pesado, no necesariamente el más hábil.
Hasta la semana pasada, aprobaba la estrategia de adquisiciones de Microsoft, necesaria por otra parte para reforzar un catálogo anémico. Creo que Xbox Game Pass es una absoluta genialidad que ha iniciado una nueva era en la industria que permite a los juegos más experimentales e interesantes encontrar una audiencia masiva a la que nunca podrían llegar de otra forma. Xbox Series X y Series S es un planteamiento fantástico, abriendo el abanico para atraer a todo tipo de jugadores a la experiencia de consolas. Creo que xCloud puede ser un auténtico cambio de paradigma y que encierra todo un mundo de posibilidades. Dicho todo esto, no puedo más que condenar este último movimiento. Si la operación llega a completarse, Xbox habrá cambiado la industria del videojuego para siempre, poniéndola en una vía oscura en la que todos perderemos. Las iniciativas de Spencer en el último lustro estaban encaminadas a hacer de la industria un espacio más competitivo, más vibrante y sano. Esta última acometida refleja su interés por volcar el tablero, harto de que sus buenas intenciones no se trasladen al desarrollo de la partida. El boxeador ha sacado un puñal y lo ha blandido en el aire como un poseso. Por eso espero que los árbitros, la Federal Trade Commission y la Unión Europea, intervengan con decisión. Pero no me llamo a engaño. Las posibilidades de que eso ocurra son muy escasas y los abogados de Microsoft están tan seguros de ello que han acordado pagar a Activision 3000 millones de dólares si la operación se frustrara.
En Sony no tienen que volverse locos. Todavía quedan muchas incógnitas que despejar. PlayStation 5 sigue agotada en todos lados (por culpa de la crisis de semiconductores), los juegos de sus estudios internos en PC están funcionando muy bien y la evolución de su dispositivo de realidad virtual no podría tener mejor pinta. La estrategia transmedia está a punto de arrancar con la película de Uncharted y la serie de The Last of Us en HBO. Auténticos eventos de industria como Horizon: Forbidden West, God of War Ragnarok y Final Fantasy XVI están previstos para este año 2022. Las compras de estudios que han hecho han sido muy racionales y lo peor que podrían hacer ahora mismo es precipitarse con gastos absurdos simplemente para contrarrestar el efecto desolador de Microsoft, a los que, en última instancia, habrá que juzgar por sus acciones.
Hace pocos meses, ante las condenatorias revelaciones del Wall Street Journal, Phil Spencer declaró que iban a reevaluar sus relaciones con Activision en todos los sentidos, dejando la puerta abierta a que se rompieran. Cuando dijo esto ya sabía que iban a intentar adquirirlos. Cuando todo esto pase, cuando Bobby Kotick ya no esté al frente de la empresa, habrá que volverse a él para ver cómo ha lidiado con todos los frentes abiertos. Porque Microsoft compra el negocio de Activision y compra sus problemas, incluyendo las demandas, los conatos de sindicación y, sobre todo, una cultura de trabajo que se ha demostrado altamente tóxica. A partir de junio de 2023 todo caerá bajo su responsabilidad y si no consigue poner la casa en orden en todos los niveles, toda la palabrería santurrona quedará expuesta como una diatriba farisaica sin ningún recorrido. Veremos. Lo que está claro es que la consolidación corporativa nos arroja a un mundo con un menor espacio para la disensión, para la creatividad y la competitividad. Nadie debería celebrar esto. No todo se puede comprar con dinero, ni siquiera en el mundo de los videojuegos.