Sin esperar mucho de él en un principio, Assassin’s Creed Valhalla terminó por convertirse en mi segundo juego favorito del año, por detrás de The Last of Us Part II. A pesar de haber sido construido sobre los mimbres de Origins, la romántica visión de Ubisoft de la Inglaterra del siglo IX fue capaz de conjugar una ambiciosa narrativa estructurada en arcos hasta cierto punto independientes, a la manera de las sagas en las que tanto se inspira, con un estudio de personajes muy minucioso. Eivor, Sigurd y Basim terminaban la historia con una anagnórisis colectiva que reencuadraba todas sus acciones durante la extensísima aventura de conquista por los reinos sajones y los viajes astrales a los planos de Asgard y Jotunheim. Era un momento transformativo, increíblemente bien resuelto, que acertaba al traer a colación todo el trasfondo de ciencia ficción que engloba la franquicia. Es un juego aquejado de gigantismo, desde luego, pero con un bucle jugable cuyo atractivo resulta innegable para los aficionados a los juegos de mundo abierto y con una faceta narrativa de una altísima calidad.
En esta expansión, Wrath of the Druids, Eivor recibe la invitación del rey de Dublín para acudir a su corte. Extrañada por la misiva, hace el viaje hasta la isla vecina y experimenta una grata sorpresa cuando se da cuenta que el rey es Bárid mac Ímair, su primo carnal, con quien compartió buena parte de sus años mozos en los fiordos de Noruega. Bárid está determinado a hacer de Dublín un santuario mercante para ganarse el favor de Flann Sinna, rey supremo de Irlanda y cristiano fervoroso que recela de sus orígenes paganos. Los reyes de Ulster conspiran en el norte, y en lo más profundo del bosque los hijos de Danu, un culto mistérico de druidas, se enzarzan en oscuros rituales para combatir los vientos de cambio y devolver la isla de Hibernia a un pasado celta que agoniza ante la pujanza de las nuevas religiones.
Como suele ser habitual, esta primera expansión mantiene a raya los experimentos para ofrecer más de lo mismo. Aparte de unas mecánicas nuevas concernientes a la creación de puestos avanzados para fomentar el intercambio de mercancías en Dublín, todo lo demás sigue el mismo patrón jugable que la campaña principal. Es decir, ganarse el favor de un rey haciéndole todo el trabajo sucio y descubriendo una conspiración enhebrada en la sociedad civil. Es más de lo mismo, pero cuando la base es Valhalla, la redundancia no se convierte de manera automática en una ofensa capital. Irlanda tiene una identidad visual propia, con un verdor esmeralda que conjura los más bucólicos sentimientos y los personajes que se introducen en las ocho horas que lleva completar este arco argumental dejan su impronta en el conjunto global. Entre todos ellos, destacan Flann Sinna, el enérgico rey supremo que busca unificar el país, y, sobre todo, Ciara, la poeta de la corte que trata de atemperar sus impulsos más beligerantes.
La relación que establecen Ciara y Eivor (como juego de rol que es, existe libertad a la hora de entrar en una relación íntima con ella, pero la propia narrativa apunta en esa dirección) se constituye en el pilar central. Su pasado en los movimientos de restauración de los druidas, sus intentos por preservar las tradiciones mientas establece una clara separación con las formas brutales de los Hijos de Danu, forjan un personaje en conflicto permanente. En Wrath of the Druids sigue resonando la misma problemática de fondo que en Valhalla: los desafíos y las tensiones derivadas del multiculturalismo. El choque de cosmovisiones enraizadas en la religión provoca una conflagración que estos personajes del siglo IX no están preparados para apaciguar. La reflexión contemporánea resulta inevitable. Los movimientos migratorios como alteradores de la cultura y la lucha por la supremacía del modelo de sociedad son asuntos de una pertinencia indiscutible, y una de las razones por las que Assassin’s Creed Valhalla es de los mejores de una saga tan prolífica.
El gran problema de esta expansión, más allá de que no arriesgue mucho, es lo desdibujados que están los druidas, a pesar de estar en el propio título y conformar el supuesto centro neurálgico de este capítulo adicional. Ni se exploran sus motivaciones en profundidad, ni sus creencias, ni sus tácticas ni nada que explique en cierta profundidad la mitología celta. Es una repetición de la Orden de los Antiguos a menor escala. El objetivo es localizar a los miembros de la secta y eliminarlos de la misma manera. Ni siquiera el líder supremo tiene una historia coherente detrás, ni muy interesante. Todo resulta manido. Da la sensación de que lo hemos visto cien veces antes con otros nombres y en otras épocas. Espero que en la segunda expansión que está por venir, The Siege of Paris, Ubisoft se atreva a cambiar de tercio y ofrecer algo más experimental. En los dos juegos anteriores, lo hicieron al explorar el aspecto más mitológico. El impresionante asedio que duró casi un año entero entre el 885 y el 886 en las orillas del Sena puede ser una oportunidad de oro para dejar de lado el confort de lo conocido mientras se hace gala de los ostentosos valores de producción en batallas multitudinarias.