Los MMORPG (Massive Multiplayer Online Role Playing Games) forman un género muy particular dentro de los videojuegos. Tanto es así que sus seguidores no suelen considerarse ni siquiera aficionados a los videojuegos, sino a los MMORPG, y más específicamente a un título concreto, al que guardan una lealtad inquebrantable. Del mismo modo, muchos jugadores curiosos, ávidos de probar nuevas experiencias y de descubrir nuevas propuestas, suelen desechar este género por completo. Las razones son muchas y variadas, pero se pueden resumir en la enorme inversión que requieren, tanto en tiempo como, en ocasiones, dinero. El sistema de subscripción mensual no está ya tan aceptado como en la cúspide del género, hace unos 10 años, pero todavía siguen un puñado de juegos al pie del cañón, firmes en su convicción de que este modelo les permite ofrecer una experiencia de una calidad superior a la de sus competidores con un plan de monetización diferente.
La historia de Final Fantasy XIV está irremediablemente unida a la crónica de su desastroso lanzamiento, en el ya lejano 2010, y la situación tan complicada en la que puso tanto a la franquicia como a la editora, Square Enix. El documentalista irlandés Danny O’Dwyer, en su canal de NoClip, publicó el año pasado un extenso vídeo reportaje para el cual se desplazó hasta las oficinas de la compañía en el tokiota barrio de Shinjuku y entrevistó a los protagonistas. La historia de cómo consiguieron levantar un juego de este calibre de entre las ruinas y cómo se sobrepusieron al ridículo global es apasionante, por lo que recomiendo encarecidamente su visionado, pero la idea que debe permanecer es que a pesar del infortunio, los japoneses consiguieron darle la vuelta a la situación por completo, sacando en 2013 lo que en esencia es un juego completamente nuevo bajo el nombre de A Realm Reborn (un reino renacido). El Final Fantasy XIV que podemos jugar hoy en día es una experiencia muy refinada, equilibrada y, gracias a sus dos expansiones, Heavensward y Stormblood, repleta de contenido.
Los MMORPG siguen el concepto de juegos como servicio. Requieren de una conexión permanente a los servidores de la compañía, y su existencia está intrínsecamente unida a ellos. Eso quiere decir que algún día, cuando el juego deje de ser rentable o como consecuencia de unos eventuales trasiegos corporativos, dejará de estar disponible, desapareciendo de manera efectiva. Aunque siempre es posible la pervivencia en servidores privados, el propio concepto previene a muchos de invertir tanto tiempo en algo que, de alguna forma, ni poseen ni nunca poseerán. Porque si para algo están diseñados estos juegos es para ser absorbentes. No solo contienen mundos gigantescos y muy complejos, con centenares de mecánicas que explorar, sino que sus extensas funcionalidades sociales, desde mansiones virtuales que actúan como lugares de encuentro de amigos pasando por los clanes donde decenas de jugadores colaboran para ayudarse mutuamente, buscan convertir al juego en la experiencia definitiva. Como hacía el OASIS en la reciente película de Steven Spielberg, Ready Player One, los MMORPG buscan convertirse en la única fuente de ocio que alguien podría necesitar. Y es ahí donde reside su mayor peligro, pero si se es capaz de resistir esos cantos de sirena, tienen mucho que ofrecer. Y Final Fantasy XIV, a diferencia que otros juegos del género, presenta una carga narrativa que no tiene nada que envidiar a sus primos offline.
La narrativa de Final Fantasy XIV funciona de manera análoga a la de las series de televisión de las networks estadounidenses, con temporadas que se van añadiendo a lo largo de los años, y con arcos narrativos en torno a las expansiones que se van resolviendo. Y como en las series de las networks, con sus interminables temporadas de 24 capítulos, ni el principio es lo mejor que tienen que ofrecer ni el ritmo siempre es el adecuado. La introducción al mundo de Eorzea, con sus tres principales ciudades-estado, la amenaza del imperio de Garlemald (a imagen y semejanza del romano) y las conspiraciones de los misteriosos Ascians, tarda un buen número de horas en tomar forma. Se nota demasiado que tenían recursos limitados mientras diseñaban A Realm Reborn a marchas forzadas, pero aunque abundan en los primeros compases muchas de las misiones más tediosas del género (del tipo mata a 10 jabalíes, o recoge 8 minerales, etc), una vez pasada la barrera de las 30 horas las cosas mejoran bastante. No quiere decir que todo después se desarrolle a un ritmo óptimo, pero el relleno es menos evidente. Una treintena de horas puede significar mucho, pero el periplo de un aventurero, desde que llega a una de las tres ciudades iniciales hasta que derrota a Gaius van Baelsar, el legado imperial (el juego base), pone fin al conflicto entre Dravania e Ishgard (Heavensward) y hasta que libera la ciudad de Ala Mhigo de la tiranía del hijo del emperador (Stormblood) puede llegar a durar cerca de 200 horas. El juego está diseñado para otorgar el equipo y la experiencia necesaria a los jugadores noveles para que se pongan al día cuanto antes, pero esa inversión en tiempo es inevitable. Otros juegos ofrecerían las novedades con pocos o ningún requerimiento previo, como la obligación de superar la misión principal. No así Final Fantasy XIV. Su productor y director, Naoki Yoshida, tiene claro que una de las cosas por las que el juego destaca es precisamente por su vocación a la hora de contar historias y presentar personajes que permitan al jugador establecer una conexión emocional con todo lo que sucede en pantalla.
Huelga decir que a lo largo de esas 200 horas los acontecimientos y los nodos argumentales se suceden por decenas, y que es imposible ofrecer un análisis que les haga justicia en este espacio, pero si hubiera que destacar una trama, una temporada, por encima de todas, esa sería Heavensward. La expansión, lanzada en 2015 e incorporada desde entonces al argumento del juego, es sin duda la mejor historia que se ha lanzado bajo la marca Final Fantasy en los último veinte años. El grueso de la acción transcurre en la ciudad sagrada de Ishgard, que a lo largo de los años ha llevado a cabo una férrea política de aislacionismo, desentendiéndose por completo de la invasión imperial que amenazaba al resto del continente. Constituida como una teocracia ortodoxa, Ishgard se encuentra sumergida en una guerra milenaria con los dragones de Dravania, persiguiendo a grupos heréticos que buscan tender puentes con los reptiles y propagan ideas sobre los orígenes espurios del conflicto.
Heavensward implica un cambio total con respecto al juego base, y se percibe que tras el exitoso relanzamiento el equipo se permitió arriesgar más con la narrativa, poniendo el foco en un conflicto mucho más polifacético, humano y por ende, mucho más interesante. El trasfondo draconiano toma prestado muchos elementos de la mitología nórdica, pero los temas rinden tributo a Shakespeare de manera inconfundible. Personajes como Sir Aymeric, Estinien, Nidhogg o Lady Iceheart están tan bien construidos y definidos, sus arcos argumentales resultan tan atractivos, sus quebrantos tan profundos y dramáticos, y en algún caso, sus destinos tan trágicos, que su mera presencia ennoblece no solo al juego, sino a todo el género, demostrando que a pesar de las constricciones que implica el juego en línea se puede mantener la ambición de los juegos de rol tradicionales.
Final Fantasy XIV es un juego colosal, monstruoso en ocasiones (la cantidad de información en pantalla durante los combates finales suele apabullar con facilidad a los no iniciados), pero que se puede comparar con el buffet imperial de un hotel de cinco estrellas. Ofrece muchísimas cosas, y probablemente no todo apele de la misma forma a todo el mundo, pero esconde verdaderas joyas en su interior. Es cierto que en ocasiones el precio para alcanzar esas pepitas de oro suponga soportar algunas horas de tedio, o explorar mecánicas poco satisfactorias, pero cuando el juego asciende los picos de su diseño y libera todo su potencial en clímax que se han ido trabajando con tesón durante tanto tiempo, la experiencia resultante no tiene parangón en el mundo del entretenimiento interactivo. Su modelo de juego como servicio en teoría parece estar en franca oposición a la idea de los juegos como obras culturales, pero su fuerte carga narrativa hace que, de alguna forma, se tiendan puentes entre los dos modelos. Aunque se reniegue de los juegos online, se puede experimentar toda la historia de una manera parecida a la de un RPG tradicional, con la salvedad de que en algunos puntos se necesitará de la cooperación de otros para superar los desafíos. Y lo que puede parecer una contraprestación inicial, se acaba revelando como un sistema excelente que requiere una estrategia apasionante.