
Marx, Nietzsche y Freud.
Marx, Nietzsche y Freud, maestros del desencanto: no nos hicieron más libres, sino más tristes
Los tres pensadores han dejado un legado insalubre caracterizado por un nihilismo devastador y un hondo pesimismo.
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Se ha definido a Marx, Nietzsche y Freud como “maestros de la sospecha”, pero yo creo que sería más apropiado describirlos como “maestros del desencanto”. Se puede decir sin miedo a equivocarse que han consumado el desencantamiento del mundo del que habló Max Weber, abonando una perspectiva nihilista que ha sembrado el desarraigo y la desesperanza.
Su legado, lejos de ser fructífero, ha ejercido un efecto devastador en la historia y el pensamiento. Marx subrayó las injusticias del capitalismo, pero no fue el primero en señalar que un sistema económico orientado al lucro individual y no al bienestar general había condenado a millones de seres humanos a vivir miserablemente.
Los socialistas utópicos y, algo antes, Juan Jacobo Rousseau ya habían abogado por un mundo más igualitario y equitativo. Marx calificó de ingenuas sus propuestas y elaboró una teoría supuestamente más eficaz: el socialismo científico. Desde su punto de vista, el capitalismo no podía humanizarse.
Había que destruirlo mediante la violencia revolucionaria e instaurar la dictadura del proletariado (en realidad, la dictadura de un partido único) para alcanzar un estado utópico, donde ya no habría escasez y desigualdad, sino abundancia y solidaridad. Los países que llevaron esas ideas a la práctica no alumbraron utopías, sino espantosas dictaduras burocráticas que respondieron a las críticas con el terror más despiadado.
Lenin, tras conquistar el poder mediante una terrible guerra civil, creó la Checa, una organización inspirada en la policía secreta zarista, y Iósif Stalin, amplió la represión contrarrevolucionaria con un vasto archipiélago de campos de reeducación, donde murieron tres millones de disidentes. Se calcula que 800.000 fueron ejecutados y el resto perdió la vida por desnutrición, enfermedad o torturas.
La marea revolucionaria impulsada por las ideas de Marx alentó la aparición de grupos terroristas en todo el mundo. Sendero Luminoso, la Baader-Meinhof, las Brigadas Rojas o ETA asesinaron a miles de personas, alegando que el paraíso socialista jamás se materializaría sin el uso de la fuerza.
A pesar de sus profecías utópicas, Marx era un nihilista. Su exaltación de la violencia solo esconde una profunda desconfianza hacia el ser humano y sus posibilidades reales de progreso. El marxismo no es un humanismo, como apuntó Sartre, sino una doctrina apocalíptica y totalitaria.
Su realización histórica destruyó las vidas de escritores como Anna Ajmátova, Mandelshtam, Pasternak, Mayakovski, Solzhenitsyn o Bábel. Ese nihilismo devastador también se aprecia en Nietzsche, que proporcionó argumentos a los nazis, pese a que muchos se obstinen en negarlo, atribuyéndole un papel liberador por su feroz ataque contra la tradición judeocristiana.
En El Anticristo, Nietzsche proclama: “Los débiles y los fracasados deben perecer; ésta es la primera proposición de nuestro amor a los hombres. Y hay que ayudarlos a perecer. ¿Qué es lo más perjudicial que cualquier vicio? La acción compasiva hacía todos los fracasados y los débiles: el cristianismo”.
Algunos dirán que es una expresión metafórica, que los débiles y los fracasados no son los enfermos ni los perdedores de la historia, sino los que denigran la vida exaltando un imaginario más allá. Sin embargo, Nietzsche desmonta esta interpretación en su “moral para médicos”, recogida en El crepúsculo de los ídolos: “El enfermo es un parásito de la sociedad.
En cierto estado, vivir más tiempo es indecente. Seguir vegetando en una cobarde dependencia de médicos y maquinaciones, después de que el sentido de la vida, el derecho a la vida, se ha perdido, debería provocar un profundo desprecio en la sociedad. Los médicos, a su vez, tendrían que ser los mediadores de este desprecio […] El interés superior de la vida, de la vida ascendente, exige el más desconsiderado empujón hacia abajo y a un lado de la vida degenerante”.
El programa Aktion T4 puesto en marcha por los nazis para exterminar a enfermos mentales y personas con discapacidad es un ejemplo de ese “empujón hacia abajo” orientado a suprimir a los “parásitos”. Entre septiembre de 1939 y 1945, 300.000 individuos con formas de “vida degenerante” fueron asesinados en hospitales psiquiátricos en Alemania, Austria, la Polonia ocupada y el protectorado de Bohemia y Moravia. Por primera vez se utilizó gas letal y el personal que ejecutó el plan se trasladó más tarde a los campos de exterminio para aprovechar su experiencia.
Un pensador es responsable de lo que escribe y no podemos exonerar a Nietzsche de la influencia que ejercieron sus ideas en la Alemania nazi. De hecho, el filósofo no solo abogó por la eliminación de los débiles. Además, exaltó la guerra (“¿Cómo es que decís que una buena causa santifica incluso una guerra? Yo os digo: la buena guerra santifica toda causa! La guerra y el valor han hecho cosas más espléndidas que el amor al prójimo.
No vuestra piedad, sino vuestra valentía es lo que ha salvado hasta ahora a los náufragos periclitantes”, Así habló Zaratustra), se burló de los derechos humanos (“solamente hay un derecho humano básico: el derecho a hacer lo que a uno le plazca”) y se opuso a la democracia (“la democracia debilita la fuerza vital, igualando, homogenizando y nivelando al individuo, y reproduciendo el espíritu gregario”).
Muy alejado de esas ideas, Sigmund Freud tuvo que exiliarse en Londres para no acabar como Ottla Kafka, asesinada en Auschwitz. Freud no alababa la guerra ni pedía el exterminio de los débiles, pero sí consideraba que obrar éticamente producía infelicidad. Nuestro instinto no nos incita a la compasión, sino a la búsqueda insaciable de poder y placer.
En su correspondencia con Einstein, comenta los horrores de la Gran Guerra, apuntando que las crueldades cometidas por las naciones más civilizadas en los campos de batalla avalan su visión pesimista de la condición humana.
“La guerra -escribe- mostró en cruda desnudez nuestra vida instintiva, desencadenó los espíritus malignos que moran en nosotros y que suponíamos domeñados definitivamente por nuestros impulsos más nobles, gracias a una educación multisecular”. La guerra crea las condiciones favorables para que “desenmascarar al hombre como una bestia salvaje que no conoce el menor respeto por los seres de su propia especie”.
A diferencia de Nietzsche, Freud concibe la guerra como una regresión a la barbarie: “La guerra contradice de la manera más flagrante las actitudes psíquicas que nos impone el proceso cultural, y por eso nos vemos precisados a sublevarnos contra ella, lisa y llanamente no la soportamos más.
La nuestra no es una mera repulsa intelectual y afectiva, es en nosotros los pacifistas, una intolerancia constitucional, una idiosincrasia extrema”. En 1933, cuando los nazis se apoderan de Alemania, Freud exclama con fervor: “Todo lo que establezca vínculos afectivos entre los hombres debe actuar contra la guerra.
Todo lo que impulse la evolución cultural obra contra la guerra”. El presunto malestar en la cultura señalado por Freud fue interpretado por la posteridad como una invitación a liberarse de las ataduras de la civilización. El ser humano vivía oprimido por las normas y no conseguiría la felicidad hasta que se desembarazara de ellas.
El Marques de Sade lo había comprendido y se había despojado de cualquier inhibición o reparo. Para alcanzar la dicha había que transgredir sin mala conciencia. En el segundo manifiesto del surrealismo, André Breton proclamó: “El acto surrealista más sencillo consiste en bajar a la calle, pistola en mano, y disparar al azar mientras se pueda a la multitud” y Georges Bataille aseguró que “la felicidad debe estar contaminada con veneno”.
Freud jamás habría suscrito esas reflexiones, pero al sostener que sacrificamos nuestros deseos más profundos para poder convivir en paz, proporcionó argumentos para interpretar la civilización como una ominosa carga y no como una fuente de bienestar.
El pesimismo antropológico de Freud solo es una hipótesis, no un dato empírico, y todo indica que el éxito de nuestra especie no se debe a la competencia despiadada por los recursos, sino los lazos sociales creados para garantizar la supervivencia del grupo.
La compasión no es un impulso antinatural, sino una tendencia consolidada por los beneficios que ha aportado a la humanidad. La crueldad sí es una desviación. De hecho, cada vez que ha triunfado ha causado horribles estragos. El Reich milenario que solo duró algo más de una década hundió a Alemania en la miseria más absoluta.
El paraíso socialista augurado por Marx se reveló como una pesadilla. En cambio, las sociedades libres y democráticas aún siguen en pie. Son imperfectas y albergan injusticias, pero son mucho más humanas que las dictaduras comunistas. Se sigue leyendo a Nietzsche, pero hoy casi nadie se atreve a decir que la guerra santifica cualquier causa o que los débiles y enfermos deben morir.
El psicoanálisis ya no está de moda, pero muchos opinan que Freud tenía razón al decir que hay una bestia en nuestro interior aullando por salir al mundo y cometer toda clase de perversiones. Marx, Nietzsche y Freud han dejado un legado insalubre. Sus ideas no nos han hecho más libres, sino más tristes. No confiamos en el ser humano y hemos descartado la esperanza.
Necesitamos nuevos maestros. Espíritus fuertes y luminosos como la joven holandesa judía Etty Hillesum, a la que la perspectiva de ser deportada a Auschwitz no le impidió anotar en sus diarios: “El propósito de la vida no es evitar el sufrimiento, sino aprender a encontrar significado incluso en medio del sufrimiento”.