Vivien Leigh en el papel de Scarlett O'Hara en la película 'Lo que el viento se llevó'

Vivien Leigh en el papel de Scarlett O'Hara en la película 'Lo que el viento se llevó'

Entreclásicos

Vivien Leigh: un corazón de quince años

Un testimonio ficcionado en primera persona de la actriz protagonista en 'Lo que el viento se llevó' y 'Un tranvía llamado deseo'.

23 enero, 2024 01:56

Me pregunto qué sucederá con mis cosas cuando yo muera. ¿Quién cuidará a “Poo Jones”? ¿Quién se ocupará de mis flores? ¿Dónde acabará el cuadro que Churchill pintó para mí, esas rosas blancas y rojas en un vaso de cristal que me han acompañado durante tantos años? Esta mañana he escupido sangre y he llamado al doctor. Después de auscultarme, me ha recomendado que acudiera al hospital, pero me he negado. Detesto los hospitales. Allí todo es frío e impersonal y en los pasillos hay enfermos que llevan la muerte en el rostro.

El doctor se ha mostrado comprensivo y ha vuelto con un aparato para hacerme una radiografía. No sé si habría sido tan complaciente si no fuera una estrella y le pagara sin poner objeciones a sus abultadas facturas. Nunca me ha preocupado demasiado el dinero. Siempre he sido bastante derrochadora. Como Blanche, no presto demasiada atención a las cuestiones materiales. Si algo me parece hermoso, pago lo que sea para conseguirlo. Desgraciadamente, la salud no puede comprarse.

El doctor ha meneado la cabeza tras examinar la radiografía. Con el semblante muy serio, me ha comunicado que se ha formado una enorme caverna en uno de mis pulmones. Otra vez la tuberculosis. No me he asustado. Es una vieja enemiga. La conozco muy bien. Esta crisis pasará, como han pasado las anteriores. El doctor me ha suplicado que no fume, pero apenas se ha marchado he encendido un cigarrillo. Desde el rodaje de Lo que el viento se llevó, fumo cuatro paquetes al día. Dejarlo ahora no serviría de nada. Lo que tenga que suceder, sucederá.

Clark Gable y Vivien Leigh, protagonistas de la película 'Lo que el viento se llevó'

Clark Gable y Vivien Leigh, protagonistas de la película 'Lo que el viento se llevó'

No pienso en la muerte. Me parece un pérdida de tiempo. Todos tenemos los días contados y, por mucho que nos agobiemos, no podremos añadir ni un segundo más a nuestra existencia. Por eso, solo me preocupo de disfrutar del momento y el tabaco es un magnífico compañero. El humo quizás daña mis pulmones, pero tonifica mi espíritu.

Me gusta fumar con un vermut en la mano. Así que me he servido un vaso de Cinzano Blanco y he llamado a “Poo Jones”, mi gato siamés, que se ha sentado en mi regazo, llenándome de pelos, lo cual nunca me ha molestado. Aún recuerdo el gato que llevaba en brazos cuando mi madre me dejó en el Convento del Sagrado Corazón de Roehampton, al suroeste de Londres. La monja que nos atendió permitió que me lo quedara. Aunque mi cama disponía de dosel, dormía con otras noventa niñas y no había calefacción.

En invierno, cuando el frío se volvía insoportable, apretaba al gato contra mi pecho. Su pequeño cuerpo me proporcionaba calor y la fotografía de mi madre, siempre debajo de mi almohada, mitigaba la sensación de soledad. Desde niña, he dormido mal y en el convento me costaba mucho trabajo conciliar el sueño. En esos momentos, aprendí que era posible huir de la realidad y viajar al pasado con la imaginación.

Con los ojos dolorosamente abiertos, evocaba los momentos felices que viví en la India, como cuando vi por primera vez a un grupo de elefantes bañándose en un río y alzando las trompas con orgullo. Me gustan los animales orgullosos. Los gatos lo son. En cambio, los perros se humillan enseguida. No me desagradan, pero me deprime su carácter dócil y sumiso. Las flores no son sumisas. Su belleza es insolente y desafiante. Desde muy joven, he intentado rodearme de ellas. Una habitación sin flores me resulta insoportablemente triste. Es como una vida sin afecto, ni pasión.

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Nunca he sido capaz de vivir sin un hombre a mi lado. Tampoco podría vivir sin flores. Las flores tienen todo lo que amo: luminosidad, color, un olor embriagador. Pero su belleza es efímera. Se marchitan enseguida. Como Blanche. Como yo. Cuando recibí en mi casa a Clara, esa chica española con la que he intercambiado casi medio centenar de cartas, noté la desilusión en su rostro.

Mi aspecto no podía estar más alejado de la imagen de Scarlett O’Hara. La tuberculosis es muy cruel. He envejecido prematuramente y solo me queda un hilo de voz. Clara, que es muy agradable, intentó disimular, pero yo advertí su desconcierto. Esperaba un mito y se encontró con una actriz sumida en una temprana decadencia.

¿Se han cumplido mis sueños? ¿Qué imagen dejaré cuando mis pulmones se rindan y dejen de respirar? Aún recuerdo mi primera actuación, cuando canté “Little Bo Beep” vestida de pastorcilla. Era muy pequeña, pero no he olvidado la cara de expectación de mi madre, rodeada de oficiales británicos y sus esposas. Gertrude fue la que incendió mi mente con las historias de Kipling, Lewis Carroll y Hans Christian Andersen.

Después, conocí en el internado a Maureen O’Sullivan, que soñaba con ser actriz y que reavivó mis fantasías de vivir otras vidas mediante la interpretación. El convento organizó una competición para elegir a la alumna más guapa y yo quedé en primer lugar. El segundo puesto lo ocupó Maureen, que me felicitó. Aunque no lo manifestó, quizás se sintió dolida.

El mundo de los actores es despiadado. Siempre hay ganadores y perdedores. Ser un segundón nunca es un consuelo

El mundo de los actores es despiadado. Siempre hay ganadores y perdedores. Ser un segundón nunca es un consuelo. Es como vislumbrar la tierra prometida y no poder pisarla. Creo que Larry experimentó algo así cuando me dieron el Oscar por el papel de Scarlett O’Hara y su interpretación de Heathcliff en Cumbres borrascosas no fue premiada por la Academia. En una ocasión, me confesó entre risas que deseó golpearme con la estatuilla en la cabeza.

Pasaron dos años hasta que mi madre me visitó en el convento por primera vez. No le confesé cuánto la había echado de menos, pues las monjas me habían enseñado a no exteriorizar la debilidad. Sin embargo, quizás mi madre notó algo, pues a partir de entonces empezó a visitarme una vez al año. Siempre que lo hacía, me llevaba al cine. Con ella vi a Douglas Fairbanks en el papel de Robin Hood.

El cine me gustaba, pero prefería el teatro. En el cine, todo parece falso, lejano. Una impostura tejida con celuloide. En cambio, el teatro es una forma de verdad. Escenifica ficciones, pero no hay celuloide, sino cuerpos y voces que transmiten vida. La verdad del teatro no es de carácter moral. Es la verdad del arte, esa belleza que debería estar en todas partes, tapando las miserias que oscurecen el mundo.

A los catorce años, abandoné el colegio. Completé mis estudios en Dinard, Biarritz, San Remo y París y, más tarde, logré que mi padre me matriculara en la Real Academia de Arte Dramático de Londres, pero cuando conocí a Herbert, trece años mayor que yo, me asaltó la urgencia de casarme. Se parecía a Leslie Howard y desprendía seguridad. A mis padres no les agradó que me casara tan joven, pero a mí me seducía la idea de tener un marido que me atendiera y cuidara.

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A los diecinueve tuve una niña, Suzanne, pero enseguida descubrí que ser ama de casa solo me producía hastío y frustración. Sin actuar, sentía que me ahogaba. Los días se volvían interminables. Contraté a un agente, John Gliddon, para retomar mi carrera y me consiguió un pequeño papel en una película. A Herbert no le gustó, pero intentó disimularlo. Me propuso viajar al extranjero, salir más a menudo, acudir al teatro siempre que me apeteciera, pese a que a él le aburría.

Pensó que de esa manera perdería el interés por mi carrera artística, pero se equivocó. Creo que se sentía algo humillado porque una esposa tan joven ignorara sus deseos y pasara tanto tiempo fuera de casa. Casi todos los días, le soltaba la misma frase: “Tengo que marcharme”. Y no le daba explicaciones. Siempre he hecho lo que me ha apetecido. Vivir sometida a la voluntad de los demás no va con mi forma de ser.

El cine me gustaba, pero prefería el teatro. En el cine, todo parece falso, lejano. Una impostura tejida con celuloide

Gliddon me propuso cambiar de nombre. Me dijo que el apellido de mi marido sonaba mejor que el mío. Así que me convertí en Vivian Leigh. Adiós a Vivian Hartley. El primer éxito no llegó con el cine, sino con La máscara de la virtud, de Ashley Dukes, donde interpretaba a una joven prostituta del siglo XVIII. Sydney Carroll, el empresario, celebró que el cartel de la obra cometiera una errata y convirtiera Vivian en Vivien. “Así está mucho mejor”, afirmó. “Vivien es un nombre muy seductor, muy femenino”.

Sydney era un cerdo. Gordo como un sapo, exigía a las actrices que se acostaran con él si querían que les diera un papel. Conmigo no se atrevió. Yo no era una puritana, pero jamás habría aceptado como amante a un hombre que no me agradara. En esas fechas, ya engañaba a Herbert con John Buckmaster. John era guapo, divertido, elegante. Acababa de salir de Eton e intentaba labrarse una carrera como actor. Rubio y con unos melancólicos ojos azules, cenábamos juntos a menudo y pasamos varios fines de semana en Kent. Hacíamos el amor hasta agotarnos.

Vivien Leigh y Laurence Olivier / Foto: Wikimedia.

Vivien Leigh y Laurence Olivier / Foto: Wikimedia.

Sin embargo, mi interés por él se apagó cuando conocí a Larry. Pobre John. Durante años, conservé el contacto con él. Poco a poco, los dos nos hundimos en la depresión y las adicciones. Yo empecé a beber cada vez más y él se refugió en cosas más fuertes. Nos reencontramos en el set de Un tranvía llamado deseo. A Larry no le agradó, pero yo siempre he sido fiel a mis amigos y hablé con John despreocupadamente.

Volvimos a vernos durante el rodaje de La senda de los elefantes y en esa ocasión no salieron las cosas tan bien. Yo sufría una ansiedad incontrolable y me enfurecía por cualquier motivo. Nunca me ha costado reconocer mis errores y pedir excusas, a menudo por escrito. Esas notas aliviaban mi conciencia, pero no atenuaban mi malestar. Durante el rodaje, William Dieterle se desesperaba al escuchar cómo mezclaba los diálogos de mi personaje con los de Blanche Dubois. Interpretar a Blanche me volvió loca. No tenía muy claro dónde empezaba ella y dónde acababa yo.

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Finalmente, mi mente dijo basta y me refugié en un bungalow con John. No recuerdo lo que hice. Peter Finch, con el que por entonces mantenía un idilio, no quiso saber nada. Tal vez la situación le desbordó. En cambio, David Niven y Stewart Granger acudieron al rescate, movidos por la amistad. Despidieron a John de malos modos y Larry, que voló hasta Ceilán, apenas se enteró de lo que sucedía le prohibió tajantemente que se acercara a mí de nuevo. Me han dicho que me encontraron subida a la barandilla de una escalera, desnuda y con la mirada ausente.

¿Qué habrá sido de John? No ha vuelto a trabajar en el cine. Lo último que he oído es que había sido recluido en un sanatorio mental. No creo que se haya librado de las sesiones de electrochoque. Yo he pasado por ellas y a veces lograban tranquilizarme, pero a costa de perder memoria y crearme confusión. En una ocasión, me chamuscaron las sienes, pero me lo disimulé con maquillaje y subí al escenario.

Interpretar a Blanche Dubois en 'Un tranvía llamado deseo' me volvió loca. No tenía muy claro dónde empezaba ella y dónde acababa yo

Jack me ha proporcionado estabilidad. Cuida de mí con mucha dulzura y Herbert siempre está ahí, dispuesto ayudarme en lo que pueda. Me admira y me sorprende que no me guarde rencor. Ambos saben que los quiero, pero no ignoran que el amor de mi vida ha sido Larry. Aún recuerdo el día en que lo conocí. Después de verlo en escena interpretando con esa fuerza que siempre ha sabido imprimir a sus personajes, me acerqué a su camerino.

Se había quitado la camisa y tenía el cuerpo cubierto de sudor. Los dos nos miramos con deseo. Larry se ruborizó. Yo preferí ser descarada. Al despedirme, le di un beso en el hombro y noté el sabor salado de su sudor. Advertí cómo se turbaba, pero no dijo nada, tal vez porque Jill, su mujer, presenció la escena y sonrió con naturalidad, fingiendo que no pasaba nada.

A partir de ese día, decidí que Larry sería para mí. John me dijo que no era gran cosa, pero yo le contesté que se equivocaba y que antes o después me casaría con él. Al poco tiempo, nos hicimos amantes, pero tuvimos que ocultarlo. Larry fue padre y yo ya tenía a Suzanne. A los ojos de la sociedad, éramos dos adúlteros. Larry se sentía mal, pero yo no tenía problemas de conciencia. El amor me parecía más importante que cualquier otra consideración y los encuentros furtivos me resultaban muy emocionantes.

Cada vez que pasábamos juntos una noche, no dormíamos. No recuerdo cuántas veces hacíamos el amor, pero sí que tenía la sensación de flotar como una bailarina. Sentí algo parecido en Callejón sin salida, cuando Alexander Korda me pidió que bailara en el salón de un caserón vacío. No he olvidado esos momentos mágicos. Bañada en la luz de la luna, enlazaba pasos de ballet clásico. ¡Qué maravillosa era la fotografía en blanco y negro! Korda era un maestro y, en esa época, imitaba el estilo poético del expresionismo alemán. La posteridad ha prestado poca atención a esa película, pero a mí me encanta.

Vivien Leigh interpretó a Scarlett O'Hara en 'Lo que el viento se llevó'

Vivien Leigh interpretó a Scarlett O'Hara en 'Lo que el viento se llevó'

A pesar de ser amante de Larry, seguía viviendo con Herbert. Nos fuimos a la nieve y, a pesar de sus advertencias, bajé por una pista de forma temeraria. Al tomar un giro, me caí y me rompí un tobillo. Tuve que guardar reposo y aproveché el tiempo leyendo Lo que el viento se llevó, de Margaret Mitchell. La novela me fascinó y cuando me enteré que David O. Selznick buscaba una actriz para interpretar a Scarlett O’Hara en una superproducción de cuatro horas, le pedí a Korda que abogara por mí en Hollywood. Larry habló con su agente, Myron Selznick, y le comentó que yo sería perfecta para el papel.

Al parecer, David vio una de mis películas y descartó la idea, pero cuando Myron me lo presentó durante el rodaje del incendio de Atlanta, observó fijamente mis ojos verdes y asintió al escuchar la exclamación de su hermano: “¡Hey, genio! Aquí tienes a tu Scarlett”. Mi querido George Cukor habló a mi favor: “No habrá problema con el acento británico. No solo sabe esconderlo sino que además su forma de hablar parece tan temperamental como la de su personaje”.

Sufrí mucho durante el rodaje de 'Lo que el viento se llevó'. Clark Gable consiguió que Selznick despidiera a George Cukor, algo que nunca le perdoné.

Deseaba mucho el papel, pero sufrí mucho durante el rodaje. No soportaba estar separada de Larry y Victor Fleming era muy grosero conmigo. Clark Gable consiguió que Selznick despidiera a Cukor, algo que nunca le perdoné. Jamás me entendí con Fleming. Discutíamos a todas horas y, en una ocasión, tras sugerirle un cambio en el guion, la presencia de todo el equipo no le impidió insultarme de forma odiosa: “Métase el guion por su real culo británico, señorita Leigh”.

Aunque jugábamos a hundir la flota entre escena y escena, mi relación con Gable empeoró con el tiempo. Cuando le besaba, su dentadura postiza me producía una sensación muy desagradable. Como sabía que le fastidiaba, me fumaba un cigarrillo poco antes y él, contrariado, se vengaba comiendo cebollas crudas cada vez que nos tocaba filmar un beso. Muchos han alabado esas escenas, apuntando que son un ejemplo de pasión, pero lo cierto es que los dos lo pasábamos bastante mal e intentábamos acabar pronto.

Quizás por eso nos esmerábamos tanto, pues no queríamos repetir la toma. Años después, cuando volví a Atlanta para celebrar el veinte aniversario de Lo que el viento se llevó, la muerte de Gable estaba muy reciente y me impresionó verlo en pantalla. “¡Qué joven y qué atractivo!”, susurré. David O. Selznick, que se había sentado detrás de mí, se acercó con delicadeza y comentó: “Tanto como tú, querida”. Fue un bonito gesto.

El Oscar que me concedieron por Lo que el viento se llevó me conmovió menos que los comentarios de Margaret Mitchell al ver mi interpretación: “Es mi Scarlett”. Cuando me dieron el segundo Oscar por encarnar a Blanche Dubois, Tennessee Williams no se mostró menos generoso, afirmando que había transmitido al personaje “todo lo que había imaginado para él, y mucho más de lo que había soñado”. Nunca me interesó ser una estrella. Las estrellas llevan vidas falsas, basadas en las exigencias de la publicidad. Yo soy una actriz, como Larry.

Hattie McDaniel y Vivien Leigh en 'Lo que el viento se llevó'

Hattie McDaniel y Vivien Leigh en 'Lo que el viento se llevó'

Herbert y Jill accedieron a divorciarse poco después de empezar la guerra. Larry y yo cedimos les cedimos la custodia de nuestros hijos y nos casamos mediante una ceremonia breve y sencilla. No he sido buena madre. Lo sé y me pesa, pero la vida te obliga a elegir y yo elegí ser actriz. Pensaba que con Larry llegaría muy lejos, pero en Nueva York sufrimos un gran descalabro con Romeo y Julieta.

Invertimos todos nuestros ahorros y la obra apenas duró unas semanas en cartel. Abrumados y desmoralizados, salíamos de noche con los miembros de la compañía y nos desahogábamos cometiendo toda clase de locuras. “¡Más deprisa! ¡Sáltate el semáforo!”, le gritaba a Larry, que llevaba el volante de un Cadillac. Bebíamos sin parar y no nos acostábamos hasta que amanecía.

El cine nos salvó de la ruina. Después del fracaso de Romeo y Julieta, Larry protagonizó Rebecca, de Hitchcock, y yo quise acompañarle en el papel de humilde señorita de compañía que se enamora del misterioso Lord de Manderley, pero Selznick se echó a reír cuando hice una prueba de interpretación. Dijo que yo no transmitía la inocencia que necesitaba el personaje y, tras examinar a otras actrices, le dio el papel a Joan Fontaine. Fue decepcionante, pero enseguida me ofrecieron el papel de Myra en El puente de Waterloo y puede demostrar de nuevo mi talento.

Un crítico escribió que había recreado magistralmente la evolución del personaje, una frágil y dulce bailarina que se convierte en prostituta para sobrevivir, pensando que el hombre al que ama ha muerto en la guerra. Robert Taylor era ese hombre. Ya habíamos trabajado juntos en Un yanqui en Oxford y repetir fue una feliz idea. Los dos apreciamos mucho El puente de Waterloo: romántica, fatalista, poética. Muestra la fragilidad de la vida y el carácter efímero de la belleza.

Vivien Leigh y Robert Taylor en 'El puente de Waterloo '(Mervyn LeRoy, 1940).

Vivien Leigh y Robert Taylor en 'El puente de Waterloo '(Mervyn LeRoy, 1940).

En Lady Hamilton, que interpreté al año siguiente con Larry, se plantea de nuevo la fugacidad de lo bello y delicado. Ya he vivido algo más de medio siglo. No sé cuánto tiempo me queda. Prefiero no pensarlo. Desde que me senté con “Poo Jones”, he fumado un cigarrillo tras otro y he bebido varias copas. Sé que no es bueno, pero viviré a mi manera hasta que llegue mi hora.

En esta casa, supliqué a Larry que no me dejara, pero se mantuvo firme en su decisión de iniciar una nueva vida con Joan Plowright, esa actriz tan joven y tan poco agraciada. Ahora pienso que cometí un gravísimo error cuando le dije años atrás que ya no le quería, que para mí solo era un hermano, no un amante. Por entonces, pensaba que sería más feliz con Peter Finch, pero me engañaba. Peter es egoísta y débil. En cambio, Jack es muy bueno, un gran compañero, pero lo cierto es que la verdadera pasión solo la he conocido con Larry.

En mi cómoda hay dos fotografías suyas. Jack jamás me ha pedido que las retire. Al igual que Herbert, mi primer marido, respeta mis sentimientos y nada le aterra más que disgustarme. Larry también deseaba mi felicidad, pero carecía de la templanza de Jack y Herbert. No puedo reprochárselo. Yo también soy muy temperamental. Eso explica que nos hayamos peleado en tantas ocasiones. A veces, pensábamos que llegaríamos a matarnos. Nos hemos abofeteado en público, nos hemos insultado horriblemente, nos hemos empujado con violencia.

En una ocasión, Larry me lanzó contra la chimenea y me golpeé en la cabeza. Perdí el conocimiento durante unos instantes y él pensó que había sucedido algo irremediable. Cuando abrí los ojos, me miró con odio y exclamó: “la próxima vez te mataré”. Larry no soportaba mi intensidad. Yo quería hacer el amor a todas horas y él no era capaz de seguir mi ritmo. Se disculpaba, alegando que su trabajo como actor le dejaba agotado.

Vivien Leigh y Marlon Brando en 'Un tranvía llamado deseo'.

Vivien Leigh y Marlon Brando en 'Un tranvía llamado deseo'.

Sus excusas solo agudizaban mi frustración. Al igual que Blanche, necesitaba el sexo para calmar mi ansiedad, pero Larry no me daba lo que necesitaba. Algunos han dicho que soy ninfómana. Puede que tengan razón, pero esa palabra solo es un término vacío. No aclara nada. Yo creo que más bien soy una mujer acorralada por la insatisfacción.

Tengo colgado en mi dormitorio el cuadro que me regaló Churchill. Quizás no tiene mucho mérito artístico, pero esas rosas son como una ensoñación. Me hacen evocar cosas hermosas, como ese farolillo de papel con el que Blanche cubre una bombilla, las orquídeas de Tara o el amuleto de la suerte de Myra. Me gustaría despedirme de la vida bailando. Detrás de mis ojos envejecidos, hay un corazón de quince años. Jack está fuera. Esta noche trabaja en el teatro. Creo que me acostaré e intentaré dormir. Como siempre, me llevaré a “Poo Jones”. Su proximidad es más eficaz que cualquier sedante. Antes fumaré un último cigarrillo y apuraré mi copa.

Me he metido en la cama y como siempre apenas logro descansar. Me duermo a ratos y me despierto enseguida. En esos intervalos, a veces sueño. Esta vez he soñado algo triste y extraño. Larry entraba en mi dormitorio, se arrodillaba y me suplicaba que nos perdonáramos por el daño que nos habíamos hecho mutuamente. Yo no albergo ningún rencor y me gustaría pensar que él tampoco. Pienso que nos amamos de verdad y que ese sentimiento no ha muerto del todo. Después de ese sueño, ha surgido otro. Un escorpión subía por mi cama y clavaba su aguijón en mi pecho.

He sentido que me ahogaba y me he levantado de la cama. Ahora estoy en el suelo y no consigo levantarme. La sensación de ahogo se agudiza. Creo que me estoy muriendo. Si la muerte es esto, no me merece ningún respeto. “Poo Jones” se ha colocado a mi lado y lame mis mejillas. No puedo corresponderle. Mi conciencia está a punto de desvanecerse, pero aún queda tiempo para un último recuerdo. Me veo a mí misma bailando en el caserón vacío de Callejón sin salida y de repente Charles Laughton me interrumpe.

Discutimos y Charles me dice que la vida no es justa ni lógica, que solo es una broma y que hay que tomársela con humor. Yo lloriqueo como una niña, pero en este momento comprendo que tenía razón. La vida es una broma y la muerte, también. Mi último pensamiento es para “Poo Jones” y mis flores. ¿Qué será de ellos? ¿Seguirá existiendo el mundo cuando mi mirada ya no pueda contemplarlo? Mis párpados caen y una avalancha de ceniza cubre mi cuerpo. Eso es todo. Mi corazón de quince años ya no verá otro día.

Viñeta de 'El color de las cosas', de Martin Panchaud, narrado a vista de pájaro y protagonizado por personajes representados con círculos de colores. Imagen: Reservoir Books

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