Hannah Arendt vs Adolf Eichmann, arquitecto de la Shoah: ¿se puede decir que el mal es banal?
"Hubo muchos hombres como Eichmann. No fueron pervertidos ni sádicos, sino hombres terroríficamente normales”, manifestó la escritora
Pensar es arriesgado, especialmente en el terreno de la política, salpicado de arrecifes y abismos. Hannah Arendt se atrajo muchos reproches cuando describió a Adolf Eichmann, uno de los arquitectos de la Shoah, como un hombre mediocre e identificó el mal con la banalidad. Muchos objetaron que Eichmann era un nazi fanático. No se limitaba a obedecer órdenes. Trabajó incansablemente para materializar “la solución final al problema judío”. Durante los últimos días de la guerra, comentó a sus hombres: “Saltaré de alegría en la tumba por el hecho de haber enviado a la muerte a cinco millones de judíos. Es algo que me produce una enorme satisfacción”.
Tras presenciar su juicio en Jerusalén, Hannah Arendt señaló que el defecto más significativo de Eichmann “era su incapacidad casi total de considerar cualquier cosa desde el punto de vista de su interlocutor”. Arendt observó que Eichmann utilizaba un lenguaje burocrático. No lograba elaborar frases o razonamientos que no fueran estereotipos. Albergaba todos los prejuicios de las personas conservadoras que habían aupado a los nazis al poder.
No le creaba problemas ser uno de los principales responsables del asesinato industrial de judíos, gitanos, homosexuales, testigos de Jehová y eslavos, pero cuando se hallaba encarcelado en Israel y pidió libros para matar el tiempo, rechazó indignado un ejemplar de Lolita, de Nabokov, alegando que era una novela “completamente malsana”. Eichmann era un hombre hueco. Su vacío interior es la causa de su inhumanidad.
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Solo había que escuchar sus palabras en la sala del juicio para descubrir “su incapacidad para pensar, particularmente, para pensar desde el punto de vista de otra persona”. Arendt señala que no era posible comunicarse con Eichmann, pues se había parapetado detrás de consignas, lo cual le permitía aislarse de los otros y de la realidad como tal.
Se ha intentado explicar el nazismo como un virus propagado por un loco. Hitler habría subyugado a una nación como el capitán Ahab subyugó a la tripulación del Pequod. Ahab pretendía vengarse de un cachalote. Hitler deseaba ajustar cuentas al pueblo judío, al que responsabilizaba de todas las desgracias de Alemania. Ambos ejercieron un poder hipnótico, involucrando en sus delirios a los que se hallaban a su alcance y llevándolos a la perdición. Pienso que es una hipótesis infantil y maliciosa. Infantil porque nadie tiene el poder de desviar el curso de la historia.
El nazismo no habría sido posible si previamente no hubiera existido un caldo de cultivo propicio a sus políticas criminales
Hitler no inventó el antisemitismo ni el nacionalismo. Ya estaban ahí, esperando que alguien encabezara la expresión de esos prejuicios. Y maliciosa porque exculpa a la sociedad. El nazismo no habría sido posible si previamente no hubiera existido un caldo de cultivo propicio a sus políticas criminales. El antisemitismo era un viejo prejuicio implantado por el cristianismo en todos los países occidentales.
En cuanto al autoritarismo, era una tendencia con un gran arraigo en la cultura germánica, tal como se muestra en La cinta blanca, la inquietante y lírica película de Michael Haneke, donde unos niños secuestran a un niño discapacitado y lo torturan, abandonándolo malherido en el bosque. Previamente, habían utilizado una cuerda para provocar que el médico local se cayera del caballo. La cinta blanca era un símbolo de pureza, pero en el pueblo donde transcurren los hechos se convierte en la manifestación de odio de una comunidad hacia la razón y la libertad.
El nazismo no fue una anomalía, sino la estación final de una tradición basada en el culto a la sangre y el suelo. En esa penumbra centroeuropea que describió tan bien Thomas Mann, la exaltación de la obediencia y la jerarquía combatía a los valores igualitarios de la Ilustración y el liberalismo. Frente a la compasión y el humanitarismo que impulsaban los filósofos amigos del progreso y las sociedades libres, los tradicionalistas abogaban por la violencia y la deshumanización para garantizar el orden del Antiguo Régimen, donde el individuo era irrelevante y el poder desconocía límites y divisiones.
Eichmann fue el producto de esa mentalidad, muy extendida en el mundo rural y en la pequeña burguesía de los entornos urbanos. “Hubo muchos hombres como él -apunta Hannah Arendt-. No fueron pervertidos ni sádicos, sino hombres terroríficamente normales”. A pesar de los esfuerzos que hizo el fiscal por presentarle como un monstruo, prevaleció la impresión de que era un “payaso”. Es decir, un hombrecillo grotesco y mediocre. Su insignificancia no le hacía menos peligroso, sino infinitamente más dañino. Muchas personas podían identificarse con él, pues albergaban los mismos prejuicios y limitaciones.
A pesar de los esfuerzos del fiscal por presentar a Eichmann como un monstruo, prevaleció la impresión de que era un “payaso”
Aunque la Shoah se escondió bajo el nombre “Noche y niebla”, se conocía su existencia. Había más de 40.000 campos de concentración y exterminio repartidos por Europa y los trenes no dejaban de cruzar pueblos y ciudades con miles de deportados. En sus Diarios, Victor Klemperer cuenta que en Alemania se hacían chistes sobre las cámaras de gas. Había millones de hombres y mujeres como Eichmann. Ciudadanos “terroríficamente normales” que apoyaban las medidas eugenésicas y las políticas de exterminio. La idea era eliminar impurezas e imperfecciones para crear un Estado-jardín basado en la homogeneidad racial, cultural y lingüística.
¿Podemos concluir que el mal es banal? Sí, pero también perverso y estúpido. Su principal aliado es que siempre resulta más fácil obedecer que protestar. Sin embargo, la libertad y la democracia solo se mantienen con hombres y mujeres que prefieren reflexionar a obedecer. Ciudadanos que están dispuestos a alzar la voz contra las injusticias y dejar un testimonio de insumisión, como Franz Jägerstätter, un campesino austriaco que se negó a luchar en la Wehrmacht por sus convicciones cristianas y que afrontó la muerte en la guillotina por su negativa a jurar fidelidad a Hitler. Jägerstätter era un hombre normal, pero no era perverso y estúpido, como Eichmann.
La libertad y la democracia solo se mantienen con hombres y mujeres que prefieren reflexionar a obedecer
Terrence Malick ha llevado su historia a la pantalla con una bella película titulada Vida oculta (A Hidden Life, 2019), con August Diehl en el papel de Jägerstätter. Se ha criticado a Malick por su estética preciosista, pero creo que sin ella la película habría resultado insoportable. La luminosidad recorre todo el filme. Está en los valles austriacos, en el patio de la cárcel, en las celdas, en la sala de justicia. Solo hay unos minutos de penumbra cuando la ejecución de Jägerstätter es inminente. El último fotograma es un plano de las montañas, con el sol despuntando por encima de las cumbres.
Después, aparecen unas palabras de George Eliot: “El bien creciente del mundo depende en parte de los actos no históricos; y que las cosas no estén tan mal contigo y conmigo como podrían haber estado se debe en parte a aquellos que vivieron fielmente una vida oculta, y descansan en tumbas que nadie visita”.
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La vida oculta de Jägerstätter no es una vida oscura. La luz de la película de Malick no es un simple fenómeno natural, sino una fuerza que emana del interior de Jägerstätter, un hombre tranquilo, valiente, silencioso, humilde. No es un intelectual, pero posee algo de lo que carecía Eichmann: la capacidad de ponerse en la piel de los otros, de ver el mundo con sus ojos, de experimentar el sufrimiento que afecta a otras vidas. El mal es banal porque no aporta nada. En cambio, el bien siempre es fructífero. Y la peripecia de Jägerstätter salvó al mundo, como dice el Talmud, pues demostró que los hombres terroríficamente normales no pueden borrar el bien. El corazón humano puede envilecerse, sumirse en espesas tinieblas, pero también puede ser un foco de luz.
Jägerstätter no fue un caso único. En su ensayo sobre Eichmann, Arendt cita la historia de Anton Schmid, soldado alemán de origen austríaco. Electricista de profesión y propietario de una pequeña tienda de radios en Viena, fue movilizado y enviado a Vilna (Lituania), donde fue testigo de las matanzas de judíos. Tras presenciar como dos niños eran apaleados hasta la muerte, comenzó a facilitar documentación falsa a familias judías para ayudarles a huir. De ese modo salvó doscientas cincuenta vidas. Sus superiores lo descubrieron y ordenaron su fusilamiento.
[Hannah Arendt y el antisemitismo: la mirada lúcida del siglo XX]
“La lección de esta historia es sencilla –apunta Hannah Arendt– y al alcance de todos. Desde un punto de vista político, nos dice que en circunstancias de terror, la mayoría de la gente se doblegará, pero algunos no se doblegarán, del mismo modo que la lección que nos dan los países a los que se propuso la aplicación de la Solución Final es que pudo ponerse en práctica en la mayoría de ellos, pero no en todos. Desde un punto de vista humano, la lección es que actitudes como la que comentamos constituyen cuanto se necesita, y no puede razonablemente pedirse más, para que este planeta siga siendo un lugar apto para que lo habiten seres humanos”.
El mundo seguirá siendo un lugar digno y luminoso mientras haya hombres y mujeres que no se dobleguen. El individuo que obedece ciegamente, como Eichmann, nos arroja a todos a la oscuridad. A pesar de la monstruosidad de la Shoah, soy optimista. Los nazis perdieron la guerra y hoy Eichmann es sinónimo de infamia. En cambio, Franz Jägerstätter es un símbolo de esperanza y ha inspirado una película que nos muestra la irresistible fuerza del bien.