Encerrado con John Ford
El cineasta es un creador con una poética muy estricta. No se limita a contar historias sino que expresa una visión del mundo
Afronto mi segunda semana de confinamiento en compañía de John Ford. Cada noche veo una de sus películas. Los temperamentos solitarios y algo melancólicos soportan bastante bien esta situación. Las medidas de aislamiento apenas han alterado mi rutina. Desde hace años, vivo en las afueras de un pueblo de Madrid. Las ventanas de mi casa dan al campo. Ya no puedo salir a pasear, pero desde el balcón puedo atisbar milanos, aguiluchos, cernícalos, sisones, verderones. Entre la cebada y el trigo, hay un tránsito interminable de perdices, conejos, zorros y liebres. Si hay suerte, a veces aparecen tres o cuatro corzos, con su inconfundible cola blanca. Todo eso desaparece cuando anochece. Los ruidos del campo no se apagan; solo se amortiguan. En la oscuridad más cerrada, perdura el sonido de la vida. La expectativa de ver una película transformar esas horas en algo excitante. He decidido no arriesgarme con los estrenos. Prefiero frecuentar mis clásicos preferidos y, casi sin advertirlo, he encadenado varias películas de John Ford. Ford no es un simple artesano, sino un creador con una poética muy estricta. No le gustan los alardes de estilo. Prefiere la sobriedad. Apenas mueve la cámara. Jamás usa una grúa. Piensa que el cine debe captar la mirada humana en su estricta naturalidad, borrando los artificios que revelan un propósito artístico.
John Ford no se limita a contar historias. Su filmografía expresa una visión del mundo. Su conservadurismo convive con la antipatía hacia los poderosos de la tierra. Sus villanos son banqueros, políticos corruptos, especuladores, generales ambiciosos, moralistas con vicios ocultos. Por el contrario, sus héroes son inadaptados, holgazanes, prostitutas, borrachines, buscavidas, forajidos. Su alta estima por los valores castrenses no es obstáculo para que se identifique con los oficiales que se saltan las reglas. Católico sincero, Ford detestaba la hipocresía y el puritanismo, pues entendía que la alegría de vivir no debía ser oscurecida por absurdos prejuicios. Presuntamente reaccionario, filmó uno de los alegatos más vigorosos a favor de la clase trabajadora. Me refiero a Las uvas de la ira. Con La ruta del tabaco y ¡Qué verde era mi valle!, compone la llamada trilogía social. Ford no es un reaccionario. De hecho, se negó a colaborar con el macartismo. Sus valores pueden ser tildados de tradicionales, pero no de regresivos e intolerantes. ¿Qué nos habría propuesto ante el coronavirus? Probablemente que reforzáramos nuestros lazos familiares y sociales, que fuéramos solidarios, que nos olvidáramos de nuestros intereses particulares. No somos individuos, sino personas con responsabilidades colectivas. El individualismo es un gesto de egoísmo que acaba dañándonos a todos. Nuestra vulnerabilidad se agudiza trágicamente cuando se deteriora el sentido de comunidad, de pertenencia.
Todas las películas de John Ford nos enseñan algo. Hace una semana, volví a ver El joven Lincoln. Aunque me sabía los diálogos de memoria, me emocioné desde la primera secuencia. Ford nos muestra con elocuencia la importancia del liderazgo. Lincoln, magistralmente interpretado por Henry Fonda, transmite integridad, calma, sabiduría, madurez, convicción. Es humilde, pero no carece de confianza en sí mismo. En los momentos críticos, conserva la serenidad y actúa con firmeza. Logra contener a un pelotón de linchamiento y consigue la absolución de dos hermanos acusados injustamente de un crimen. Ford acentúa los rasgos humanos de Lincoln para que el mito no borre al personaje real. No es un superhombre, sino un hombre con sueños, proyectos, miedos e inseguridades. Ya ha conocido el zarpazo de la muerte y sus inicios como abogado no han sido muy prometedores, pero su amor a la vida y su ambición se sobreponen a cualquier fatalidad. Su presencia nunca pasa desapercibida. No es un orador aficionado a las grandes frases. Habla de forma sencilla y directa. Su sinceridad y su humor imprimen una enorme fuerza a sus palabras. Es el líder que todos desearíamos tener a nuestro lado en las horas más sombrías. Ford nos deja muy claro que el verdadero liderazgo no brota del afán de protagonismo, sino de la vocación de servicio, el espíritu de sacrificio y el sentido de la responsabilidad.
Después de El joven Lincoln, vi de nuevo El hombre tranquilo. Creo que todos los años la veo tres o cuatro veces y nunca experimento fatiga o aburrimiento. Solo los clásicos soportan esa prueba. En Innisfree, un imaginario e idílico pueblo irlandés, aprendemos a valorar las raíces y el privilegio de formar parte de una comunidad. Sean Thornton (John Wayne) huye de su pasado como boxeador. En estados Unidos, mató por accidente a un rival en el cuadrilátero. Ahora busca consuelo en su pueblo natal, pero su individualismo le causará problemas para adaptarse a una sociedad marcada por el respeto a la tradición. Poco a poco, Thornton aprenderá a valorar la familia, la tierra y los ritos que preservan la identidad colectiva. Un hombre solo es un ser incompleto y vulnerable. Su fracaso vital solo se muestra en toda su magnitud cuando le toca afrontar la muerte y la enfermedad sin el respaldo de los otros. Thornton comprenderá que la pequeña y humilde Irlanda alberga una gran fuerza espiritual basada en su fe y en sus costumbres. Algunas de sus tradiciones pueden parecer absurdas, pero todas obedecen a un fin común: crear y conservar vínculos, combatiendo la dispersión del mundo moderno. En Innisfree, no existe lo privado. La vida y la muerte transcurren bajo la atenta mirada de la comunidad. Nadie se enfrenta solo a las experiencias cruciales. Para bien o para mal, siempre está acompañado. Todo es un motivo de encuentro: el trabajo, el ocio, las riñas. La religión está profundamente enraizada en el día a día, pero no de una forma solemne y retórica, sino festiva y sencilla. No es un motivo de discordia, sino un factor de cohesión. El padre Peter (Ward Bond) mantiene una relación muy cordial con el reverendo Playfair (Arthur Shields). Su aprecio llega al extremo de promover una pantomima donde sus feligreses fingen ser protestantes para evitar que el obispo traslade al reverendo por la escasez de parroquianos. Tradición, pero no reacción. En Innisfree, los afectos se imponen a las diferencias, especialmente en los momentos de dificultad. La familia humana no contempla exclusiones.
Después de El hombre tranquilo, vi la trilogía de la caballería: Fort Apache, Río Grande y La legión invencible. Ford se sentía más orgulloso de su grado de contralmirante, obtenido durante la Segunda Guerra Mundial, y de su Corazón Púrpura, concedido por sus heridas durante la batalla de Midway, que de sus cuatro Oscars. En la trilogía de la caballería, exalta los valores castrenses: coraje, disciplina, autoridad, estoicismo, abnegación, patriotismo, lealtad. Rodadas entre 1948 y 1950, las décadas posteriores cuestionarán o incluso vilipendiarán esos valores, pero el momento actual, con el coronavirus empujando a la sociedad al borde del colapso, ha puesto de manifiesto que se trata de cualidades muy necesarias. Hace falta coraje para atajar una epidemia. No es posible garantizar las medidas restrictivas acordadas por las autoridades sin disciplina y autoridad. La pérdida de vidas humanas siempre produce desmoralización y miedo. De ahí que sea importante encarar la tragedia con abnegación y estoicismo, proporcionado un ejemplo que ayude a contener el pánico. Todas estas iniciativas no serían posibles sin lealtad y patriotismo. Evidentemente, muchas de esas virtudes también se encuentran en la profesión médica. Ford no lo ignora y por eso incluye en La legión invencible al Dr. O’Laughlin (Arthur Shields), un cirujano que lucha incansablemente contra la muerte sin pensar jamás en sí mismo. John Ford no hablaba por hablar, alabando cualidades que desconocía. En Midway, un trozo de metralla se alojó en su brazo por no interrumpir la filmación de un caza japonés que escupía fuego. Las grandes catástrofes cambian nuestra perspectiva. El coronavirus nos ha revelado que el ejército, lejos de ser un adorno o un anacronismo, es una institución esencial para garantizar la protección y seguridad de la sociedad. La trilogía de la caballería de John Ford parece muy alejada de la sensibilidad contemporánea, pero la calamidad que estamos padeciendo nos ha acercado a un mundo que habíamos olvidado y, en ocasiones, menospreciado.
Durante las siguientes veladas, he visto Siete mujeres, un homenaje al valor y la inteligencia de las mujeres; Pasión de los fuertes, un relato épico de la lucha entre civilización y barbarie; y La taberna del irlandés, una comedia sobre la amistad, la familia y la posibilidad del paraíso en la tierra. Finalizo esta nota y ha anochecido. En el exterior, llueve y hace frío. Las circunstancias climatológicas propician un cambio en mis veladas cinematográficas. Esta vez veré Sin perdón, de Clint Eastwood. El final sombrío y apocalíptico con William Munny gritando bajo la lluvia concuerda con esta noche de marzo. Clint Eastwood es el heredero de John Ford: un conservador de malas pulgas, pero con buen corazón. Sus películas nos transmiten el mismo mensaje que las de su maestro. Nunca hay que rendirse. La vida a veces nos golpea con dureza, pero nuestra dignidad consiste en no dejarnos vencer por la desgracia. La crisis del coronavirus me ha dejado una cosa muy clara: necesitamos tipos duros como John Ford y Clint Eastwood.