Pérez Galdós: lecciones de misericordia
Nieto de un secretario de la Inquisición, sobrino de un sacerdote e hijo de un coronel que se batió contra las tropas napoleónicas en la guerra de Independencia, Benito Pérez Galdós utilizó su pluma para combatir la influencia de la iglesia católica en la política española, pero nunca despreció la experiencia religiosa. Su anticlericalismo a veces se ha confundido con hostilidad o indiferencia hacia la dimensión espiritual del ser humano. Esa apreciación no se corresponde con la realidad. No sabemos si Galdós llegó a conocer a Julio Sanz del Río, pero sí que se trató con Francisco Giner, identificándose con los principios de la Institución Libre de Enseñanza, que promovía un cristianismo liberal y no institucionalizado en el marco de una sociedad avanzada y laica. Fe y progreso no son excluyentes, cuando se cree en la posibilidad de regenerar al ser humano por medio de la educación.
Galdós nunca tuvo miedo a los contrastes. Republicano, apreciaba y respetaba a María Cristina de Habsburgo-Lorena, regente de España entre 1885 y 1902. Liberal, no ocultaba su estima por Antonio Maura, si bien no le gustaban sus métodos autoritarios. Anglófilo, deploraba que el imperio británico se hubiera construido a base de saqueos y violencia. Amante del Madrid castizo, aborrecía los toros, “escuela constante y cátedra siempre abierta de barbarie, insolencia y crueldad”. Escéptico ante la posibilidad de la vida eterna, se rebelaba contra la idea de un universo gobernado por un azar ciego y sin propósito ni finalidad. Toda su obra constituye una insobornable búsqueda de la verdad que jamás desembocó en tranquilizadoras certezas. Escribe Joaquín Casalduero: “Ni por un momento encontró la paz y el reposo sintiendo en aumento, a medida que pasaban los años, el pavor ante el misterio de la vida y la muerte” (Vida y obra de Galdós, 1951).
La crítica de Galdós a las injerencias políticas del clero nunca menoscabó su admiración por las enseñanzas evangélicas y las vidas ejemplares de algunos cristianos sinceros y consecuentes, como doña Ernestina Manuel de Villena. De familia aristocrática, Ernestina brilló en los salones de la alta sociedad por su belleza, inteligencia y refinamiento. Tras rechazar varias proposiciones de matrimonio, adoptó una vida de estricta austeridad, dedicando todas sus energías a la fundación de hogares y talleres para huérfanos y menesterosos. Ataviada siempre de negro, pronto fue conocida como “la santa” por sus incansables iniciativas a favor de las personas desamparadas. El pueblo de Madrid reconoció su labor humanitaria, acudiendo masivamente a su entierro. Pérez Galdós homenajeó su asombrosa vida en Fortuna y Jacinta, donde se limitó a cambiar su nombre por el de Guillermina Pacheco. “Doña Ernestina –afirmó- es la honra de su tiempo y de su raza”. Frente a la vida contemplativa de los conventos, Galdós exaltaba el compromiso práctico de los cristianos que permanecían en el mundo, aliviando las cuitas de los más infortunados. Desconfiaba del misticismo, demasiado volcado en el interior. Le parecía mucho más inspirador abrirse a los otros, compartir sus penalidades, cuidar sus heridas físicas y espirituales, atender sus demandas de acompañamiento moral y material. Pensaba que la virtud casi nunca brotaba de manera espontánea o abstracta. Muchas veces era la respuesta a una crisis personal que alteraba violentamente el paisaje de nuestra conciencia. Torquemada, un usurero sin escrúpulos, sólo experimenta la necesidad de ser desprendido durante la enfermedad de su hijo. Entiende que no es posible suplicar la indulgencia de Dios, si se cierra el corazón al dolor de los demás. Aunque su transformación es efímera y escasamente sincera, su conducta refleja la filosofía moral de Galdós. El bien no es un ideal que se adquiere mediante la reflexión, sino una experiencia de solidaridad. El hombre ético arroja sobre sus espaldas el dolor ajeno, sin perder el tiempo en elucubraciones.
Ángel Guerra, vástago rebelde de la burguesía y encendido partidario de la revolución social, no conocerá el auténtico bien hasta la muerte de su hija Ción. El dolor de la pérdida correrá paralelo a su gratitud hacia Leré, que ha cuidado a la niña enferma con desvelo y total desinterés. Conmovido por su ejemplo, Guerra abandonará el misticismo revolucionario, que justifica matar por un ideal, para abrazar la fraternidad universal. No es la historia de una conversión. De hecho, muere sin recibir los sacramentos. Sin embargo, su trayectoria posee un fuerte eco cristiano, pues adquiere la madurez moral mediante el encuentro con la caridad. Leré es el rostro de ese misterio que llamamos Dios. Su amor incondicional es una verdadera teofanía que derriba definitivamente a los ídolos de Ángel Guerra, un “Amadís de la virtud”, por utilizar las palabras de Valle-Inclán. En Nazarín (1895), Galdós da un paso más allá, abordando el tema de la imitación de Cristo, modelo supremo de caridad. Nazario Zaharín, un sacerdote manchego con rasgos árabes, intenta vivir la radicalidad del Evangelio, renunciando a cualquier privilegio mundano. Sobrevive a base de limosnas, cortejando a la penuria y la escasez. Socorre a todo el que le pide ayuda. Nunca responde a las ofensas. No conoce el rencor, ni el odio. Cobija a todo el que le pide amparo. Acompañado por dos mujeres de mala fama, recorre los pueblos del sur de Madrid, cuidando sin descanso a las víctimas de una epidemia de viruela. No pide explicaciones al cielo cuando la ley lo encarcela injustamente. Algunos le consideran un loco; otros, un santo. “¿Para qué sirve un santo más que para divertir a los chiquillos de las calles?”, se pregunta una mujer, expresando la perplejidad de la sociedad ante un comportamiento que escarnece las ambiciones del hombre común.
El idealismo siempre suscita rechazo, aunque teóricamente se reconozca su mérito. Nazarín, Alonso Quijano, el propio Jesús de Nazaret, suscitan incomodidad y malestar. Su fracaso, muy real (al menos, desde un punto de vista práctico, inmediato), parece corroborar el carácter descabellado de sus empresas. Amar a los demás, vivir para los otros, renunciar a cualquier ambición personal, es una insensatez que sólo acarrea calamidades. Se venera a los santos, pero en realidad se sospecha que son locos, bufones, inadaptados. Aparentemente inofensivos, muchos opinan que pueden llegar a ser peligrosos.
En un registro muy cervantino, Galdós nos narra en Nazarín el fracaso del idealismo, mostrando su aparatosa colisión con el mundo real. Nazario es fiel a Cristo, pero el mundo le da la espalda, escandalizándose con sus actos. Su desprendimiento se confunde con necedad. Su dulce timidez se rebaja a simple escasez de luces. Su amor al prójimo se despacha como absurdo sentimentalismo. Se podría apuntar que el siglo XIX, ebrio de ciencia y positivismo, ya no tolera ensoñaciones y extravagancias. No es un razonamiento falaz, pero conviene recordar que Francisco de Asís y Juan de la Cruz también soportaron la incomprensión de sus contemporáneos. El cristianismo ha forjado el espíritu occidental, pero muy pocos se lo han tomado en serio. Nazarín reaparece en Halma (1895), sometido a tutela judicial para dilucidar si es un loco, un sedicioso o un delincuente. Se le acusa de haber participado en el incendio de una corrala y haber ocultado a una prófuga de la justicia. Casi todo el mundo se inclina hacia el veredicto de inocencia, pero hay unanimidad en considerarlo un débil mental. Catalina de Artal, condesa de Halma-Lautenberg, triunfa donde Nazarín había fracasado, materializando una pequeña utopía cristiana. Al igual que Ernestina Manuel de Villena, muestra desde niña un profundo desapego a lo material. La pérdida prematura de su marido acentúa su deseo de emular a Cristo, convirtiendo el caserón familiar de Pedralba en una pequeña comunidad con un estilo de vida monacal. Nazarín, absuelto y confiado a la custodia de un párroco, participará en la experiencia. Halma no ha previsto que la iglesia, la política y la ciencia intentarán apropiarse de su pequeña ínsula, imponiendo sus intereses. La independencia llegará de la forma más imprevista. Nazarín animará a Catalina a casarse con su primo calavera, José Antonio de Urrea, que se ha mudado a Pedralba para expiar su pasado y convertirse en un hombre nuevo. “Nada conseguirá usted por lo espiritual puro –asevera Nazarín-; todo lo tendrá usted por lo humano”. Al recibir la noticia, Urrea, al que casi nadie creía sincero en sus propósitos de redención, exclamará desconcertado: “La suma ciencia parece locura; la verdad de Dios…, sinrazón de los hombres”.
Galdós no aporta ningún argumento a favor de la fe, pero muestra claramente su simpatía por los valores cristianos. ¿Cabe preguntar qué es lo cristiano? “Lo cristiano –escribe Hans Urs von Balthasar- no consiste en prácticas externas y en ir a la iglesia, sino en el cumplimiento de las enseñanzas básicas de Cristo, que él nos encareció en el lavatorio de los pies: debemos ser hermanos, servirnos y ayudarnos mutuamente, como hizo él, aun siendo Señor nuestro. Y esto significa que no debemos distinguirnos del resto de los mortales por ninguna singularidad, sino por una respuesta más rigurosa y consecuente que la de otros a las exigencias de humanidad y solidaridad general” (Quién es cristiano, 1993). En Misericordia (1897), lo cristiano tiene rostro de mujer. Nazarín es un Cristo que se libra del Gólgota, refugiándose en la ínsula de Pedralba. Su imitación se queda incompleta, pues no conoce el trágico desamparo del Nazareno, ejecutado de forma vergonzante y cruel. Por el contrario, Benina sí acaba en la cruz. Anciana, enferma y reducida a una hiriente miseria, la desgracia no enturbiará su alma. Frente a la ingratitud y la traición, sólo tiene palabras de perdón y afecto. No recrimina nada. No pide ninguna reparación. No sueña con ningún desquite. No desea ningún mal a quienes han olvidado su lealtad y sus cuidados. Su indulgencia no es aparatosa, ni autocomplaciente. Cuando Juliana, abrumada por sentimientos de culpa, se acerca a su chabola para contarle que ha soñado que sus hijos enfermaban, hace todo lo posible para disipar el sombrío presagio, asegurándole que sólo se trata de imaginaciones, pues sus niños están sanos. “Nina, Nina, es usted una santa”, exclama Juliana, que ha sido la responsable de que haya acabado en la calle. Sus motivaciones no han podido ser más mezquinas. Nina trabajaba como criada en casa de la suegra de Juliana. Cuando la pobreza llamó a la puerta, mendigó en secreto por las calles para poder comprar algo de comida y mantener a su señora. Ahora que las cosas han mejorado, Juliana quiere enterrar ese secreto, una verdadera afrenta para su conciencia burguesa. Al mismo tiempo, necesita la absolución de Benina para poder dormir tranquila. La antigua criada no se atribuye ningún mérito por su gesto de benevolencia: “Yo no soy santa. […] No llores…, y ahora vete a tu casa, y no vuelvas a pecar”. ¿Por qué Juliana busca el perdón de Nina, a la que ha tratado tan mal? María Zambrano responde: porque Nina “es la perenne fuerza del porvenir asentada en el pasado […], la tradición y la esperanza, el mañana, la vida” (La España de Galdós, 1982). Nina es otro Cristo. Su capacidad de perdonar los pecados así lo atestigua. Nazarín nunca gozó de ese poder.
Galdós nunca llegó a creer en Dios, pero sí dejó que la impronta de Cristo fraguara sus personajes. Su obra no es un testimonio de fe, pero nos ha legado algo quizás más importante, más cristiano: unas lecciones de misericordia.