No hay nada reprobable en demorar la lectura del Diario de Anne Frank hasta la edad adulta, pero creo que es preferible adentrarse en sus páginas en la adolescencia, cuando las lecturas producen una auténtica conmoción interior. No he olvidado la fascinación que ejerció sobre mi incipiente conciencia de lector la inteligencia de una niña alemana de ascendencia judía obligada a vivir oculta durante dos años y medio en “la casa de atrás” o “anexo secreto” de Opekta, una pequeña fábrica de pectina y especias situada en el Prinsengracht, un canal de Ámsterdam. ¿Quién no se ha quedado con la imagen de la estantería que ocultaba la puerta de acceso al refugio, custodiando ocho vidas amenazadas por la barbarie nazi? Calculo que yo tendría trece años cuando conocí la existencia de esa puerta, la misma edad en la que Anne Frank empezó a escribir su diario. Desde entonces, lo he releído varias veces y siempre me ha sorprendido la madurez de su autora, indudablemente exacerbada por el sufrimiento. En un tiempo de oscuridad, Anne Frank demostró que el humor, la ternura, el coraje, la alegría y la clarividencia son las mejores armas para combatir el odio y la intolerancia. No sobrevivió al campo de concentración de Bergen-Belsen, pero sus palabras están más vivas cada día, exaltando un horizonte moral basado en la libertad, el respeto a la vida humana y la solidaridad.
La lectura del Diario, publicado en 1947 por Otto Frank -padre de a Anne y único superviviente- con el título La puerta de atrás, sembró miles de imágenes en la mente de varias generaciones, que intentaron visualizar la tragedia de la niña judía en los distintos escenarios de su encierro. La “casa de atrás” tenía cuatro alturas y cada una constituía un universo. En 1959, George Stevens rodó una digna adaptación cinematográfica que se esmeró en la fidelidad al texto, optando por el blanco y negro para recrear una época particularmente sombría y desesperanzadora. El director de cine y guionista Ari Folman, y el ilustrador David Polonsky, que ya habían trabajado conjuntamente para realizar la excelente película de animación Vals con Bashir (2008), galardonada con un Globo de Oro y un premio César, asumieron el reto de convertir el diario de Anne Frank en una novela gráfica. No era una tarea sencilla, pues requería un guión capaz de reflejar lo esencial, sin sacrificar los pequeños detalles que reflejan la atmósfera del refugio donde convivían adolescentes y adultos con personalidades muy diferentes. Las ilustraciones debían captar el mundo interior de Anne y no limitarse a acompañar el texto. Las versiones de los clásicos son enormemente arriesgadas. Se exponen a un fracaso rotundo o a un éxito discreto, pues siempre se considerará preferible leer el original. Nunca me han gustado las versiones infantiles y juveniles de los clásicos, pero en este caso no se trata de una simple adaptación, sino de una visión original y matizada que profundiza en el texto, ofreciendo un recorrido alternativo. Con su imaginación y talento, Ari Folman y David Polonsky nos ayudan a comprender mejor a Anne Frank, evidenciando que la novela gráfica no es un género menor, sino un admirable diálogo entre la imagen y la palabra. Su Anne Frank nos hace sentir más cerca de una niña que asombró al mundo sin pretenderlo, volcando en su diario las ilusiones, los miedos, las reflexiones y las fantasías de una adolescente judía cercada y hostigada por el fruto más envenenado de la cultura europea. Jan Karski, héroe polaco de la Resistencia, afirmaba en Shoah (1985), el extenso y sobrecogedor documental de Claude Lanzmann, que el genocidio del pueblo judío y otras minorías constituyó el segundo pecado original de la humanidad. Creo que no se equivocaba.
La novela gráfica de Ari Folman y David Polonsky despunta desde la portada, sumamente clarificadora. Sentada, Anne Frank mira al frente, con las manos cruzadas sobre su diario de cuadros rojos. En su mano derecha, sostiene una estilográfica y, a un lado, reposan unas tijeras y unas fotografías de artistas de cine. Los enormes ojos negros de Anne no reflejan inquietud ni temor, sino paz interior. Sus labios esbozan una sonrisa franca y sincera. No se advierte un ápice de engreimiento o frivolidad, sino la inteligencia de una muchacha que avanza firmemente hacia una madurez espléndida. Detrás, el resto de los habitantes del refugio se encogen con miedo. Quizás porque carecen de su perspicacia y no saben gestionar sus emociones, o tal vez porque saben que sus actos no pasan desapercibidos ante la mirada de una infatigable escritora. Anne es muy observadora y su prosa ágil, elegante e intuitiva reproduce todo lo que sucede. No es Primo Levi, levantando acta del horror de Auschwitz, sino una especie de Jane Austen, con un gran talento para recrear los sentimientos propios y ajenos, sin caer en tópicos o simplezas. El carácter soñador y reflexivo de Anne Frank se hace más patente con la primera ilustración que aparece tras abrir la portada. Tumbada en el suelo y con el cuerpo ladeado, escribe en su diario con el aspecto de una muchacha que se hace confidencias a sí misma. En manga corta y con unos calcetines blancos, parece despreocupada, relajada, como cualquier chica de su edad que escribe algo personal, pensando en esa idealizada amiga del alma con la que sueñan todos los adolescentes. El viernes 12 de junio de 1942 Anne Frank cumple trece años y sus padres le regalan un pequeño cuaderno con una cerradura. Aunque se trata de un pequeño libro de autógrafos, Anne decide convertirlo en el espacio privilegiado de sus pensamientos. No lo considera un simple objeto, sino un interlocutor vivo. Por eso, lo llamará “Kitty”, en alusión a su amiga Kathe Zgyedie. Pronto será “Querida Kitty”, separándose de su referencia a una persona concreta para adquirir la autonomía de un reducto íntimo, donde el yo departe con el mundo, definiendo su identidad con cada hallazgo, con cada pequeño éxito, con cada fracaso.
Al principio, Anne habla de su sentimiento de soledad. Tiene unos padres buenísimos, una hermana mayor –Margot- que la quiere, admiradores y amigas, pero no un confidente con el que pueda franquearse y compartir cosas íntimas. Una viñeta que ocupa la página entera muestra a Anne cuchicheando al oído de una silueta emergida de su diario. El cuaderno ha crecido hasta adquirir su estatura, mostrando su creciente importancia. Como todas las chicas de su edad, se siente incomprendida. Ser judía no le parece nada especial. En su casa, celebran las navidades con un abeto adornado con bolas de colores. Un candelabro de siete brazos o Menorá completa la decoración en un hogar donde la religión disfruta de escaso protagonismo. El ascenso de los nazis al poder obligará a la familia Frank a trasladarse a los Países Bajos. Los rumores sobre Dachau no tardan en llegar al país de los canales. Una viñeta de media página muestra a los deportados con uniforme de rayas y a los guardianes de perfil, como si se tratara de un bajorrelieve egipcio, pero esta vez los esclavos no levantan una pirámide, sino una gigantesca águila imperial con una torreta de vigilancia al fondo. Cuando llegan los nazis a los Países Bajos, comienzan las prohibiciones que expulsan a los judíos de la vida pública. Se les prohíbe utilizar el transporte público, sus automóviles y bicicletas son requisados, no pueden acceder a los parques ni viajar por los canales. Observando la luna desde una ventana de su cuarto, Anne exclama: “Menos mal que la luna no tiene religión”. Finalmente, Otto decide que su familia se esconda en la “casa de atrás”, compartiendo el refugio con los Van Dann –Hermann, Auguste y su hijo adolescente Peter- y, algo más tarde, con el dentista Albert Dussel. Cinco empleados de Opekta les ayudarán desde el exterior, garantizando el suministro de alimentos. En los momentos más aciagos de la historia, siempre hay algunos hombres y mujeres que obran con heroísmo y rectitud, salvando al mundo de la indignidad.
Folman y Polonsky recrean la rutina de los personajes con espléndidas viñetas del refugio, que nos muestra simultáneamente todas las estancias. Esta forma de proceder permite retratar a cada uno de sus habitantes en su intimidad, revelando sus peculiaridades y manías. Anne se asoma a la ventana de vez en cuando, contemplando los pájaros que cantan y se mecen en las ramas de los árboles. Observa con suma cautela a los vecinos de las casas circundantes. Pueden entran y salir libremente de sus viviendas. No es su caso, pero no tiene derecho a quejarse demasiado. Sería mucho peor viajar en un tren hacia un campo de concentración del Este de Europa, donde les aguardaría la muerte. Para los nazis, sólo son ratas que deben ser exterminadas. La “casa de atrás” no es un hogar, sino una madriguera o un nido de pesadillas. En cierto sentido, se parece al dormitorio de Gregorio Samsa, confinado entre cuatro paredes por ser diferente. Anne sueña despierta con ser una reina o una actriz de cine, pero por las noches sufre horribles pesadillas, donde miles de rostros brutales e inhumanos flotan en la oscuridad, acechándola como horripilantes demonios. Desde el exterior sólo les llegan noticias inquietantes. Los judíos son deportados en trenes de ganado como ovejas destinadas al matadero. Folman y Polonsky utilizan un plano picado que parece tomado con una grúa para escenificar la llegada a un campo de concentración. No es un lugar siniestro, sino un recinto con árboles y praderas de césped. Hay que mantener hasta el último momento la ficción de un cautiverio prolongado en condiciones razonables, a pesar de que todos han oído hablar de las cámaras de gas. El carácter idílico de la imagen se rompe cuando aparecen tres depósitos de gas, con tuberías conectadas a edificios con chimeneas. En 1942, los aliados ya conocían la existencia de los campos de exterminio, pero consideraron que acabar con ellos no era una prioridad.
A pesar de todo, Anne Frank no transige con el pesimismo: “¿Qué sentido tiene hacer de la casa de atrás una casa melancolía? […] ¿Es que tengo que pasarme todo el día llorando? No, no puedo hacer eso”. Sin embargo, mientras escribe estas palabras, no puede reprimir sus impresiones menos agradables: “Hay un vacío demasiado grande a mi alrededor”. Anne cae lentamente en una penumbra gris, casi como si fuera un cadáver arrastrado por la corriente. Esta clase de sensaciones conviven con pequeños incidentes con tono de comedia. Auguste van Dann, “la señora”, nunca abandona sus poses de gran dama, repitiendo que vivirá y morirá con dignidad. Su posesión más preciada es un orinal de porcelana. Su hijo Peter es débil e hipocondríaco. El más pequeño malestar le hace pensar que ha llegado su hora. Su gato le observa con una mezcla de estupor e incredulidad, sin comprender sus aspavientos. Albert Dussel, el dentista, no cesa de hablar de su esposa con ardor de adolescente atolondrado. Margot, la hermana mayor, es demasiado perfecta, demasiado prudente, demasiado discreta. Su madre no cesa de subrayar que Anne debería parecerse más a ella. Hermann, el marido de “la señora” sólo piensa en el tabaco. Otto Frank nunca pierde la compostura. Es un ex combatiente de la Gran Guerra, galardonado con la Cruz de Hierro. Repudiado por el mismo país al que sirvió fielmente, no se deja dominar por la rabia ni el rencor. Anne no disimula su fervor por él, ni la irritación que le produce su madre, siempre con reproches. El guión de Folman no idealiza a Anne, sino que muestra abiertamente sus imperfecciones: rebelde, respondona, narcisista, insegura, egocéntrica. Pero también sensata, humilde y generosa.
Folman y Polonsky se apropian de El grito, el famoso cuadro de Edvard Munch, reemplazando el rostro anónimo de la obra original con la cara de Anne Frank. En la página siguiente, el rostro de la adolescente judía aparece en el Retrato de Adela Block Bauer I, de Gustav Klimt, fingiendo la elegancia y distinción. Las emociones se suceden violentamente en una situación inimaginable en tiempos de paz. Los bombardeos británicos provocan escasez de alimentos. Conseguir comida se hace particularmente difícil cuando vives escondido y dependes de colaboradores externos. Anne Frank entra en contacto con la pobreza y los problemas de higiene, desconocidos hasta entonces. Se pregunta si alguna vez recuperarán su desahogada posición social y si, en el caso de sobrevivir a la guerra, quedarán marcados por el sufrimiento. No siempre es posible volver al punto de partida. Folman y Polonsky explotan la animalización de los personajes, un recurso que ya había empleado Art Spiegelman en Maus (1977), o la asimilación con objetos. Anne se sienta en la mesa de comer visiblemente enfurruñada y con los brazos cruzados, rumiando: “La comida está sobrevalorada”. Tiene el aspecto de un pájaro. El resto de los comensales también se ha transformado en conejo, perro, oso, gato, pelícano o cordero. En otra viñeta, todos los habitantes del refugio son muñecas de cuerda repitiendo obsesivamente una misma frase. En otra ocasión, Anne se convierte en Bette Davis, Joan Fontaine, Carole Lombard, Katherine Hepburn, Ingrid Bergman y Marlene Dietrich, posando ante una cámara imaginaria con sofisticación. En una inspirada página doble, los ocho refugiados intentan huir de la oscuridad, ascendiendo entre nubes hacia un círculo de luz. “No puedo imaginarme que para nosotros el mundo vuelva a ser como antes alguna vez”, escribe Anne, desalentada, pero sin caer en la desesperación. Sus anotaciones son cada vez más agudas y clarividentes. Se reprocha su actitud con su madre y su hermana. Sabe que ha sido insolente y egoísta. Se acerca a los quince años y está aprendiendo a razonar como una adulta.
Anne comienza a pensar en el amor y el sexo. Enamorada de Peter, se decide a besarle a escondidas, pero tampoco descarta otras opciones: “He de admitir que cada vez que veo una figura de una mujer desnuda me quedo extasiada contemplándola”. Tiene una mente libre y sin prejuicios. No le asustan sus fantasías e indefiniciones. No quiere pasar por lo mismo que sus padres, un matrimonio donde hay respeto, pero no amor. Su pasión adolescente por Peter no es un amor definitivo, pero sí un estímulo para sacar lo mejor de sí misma. La experiencia de amar ensancha su espíritu, renovando su placer por vivir y su esperanza de un porvenir diferente. El amor verdadero es un milagro interior y no una chispa efímera. “Esta mañana, cuando estaba asomada a la ventana mirando hacia fuera, mirando en realidad fija y profundamente a Dios y a la naturaleza, me sentí dichosa, únicamente dichosa. […] Mientras uno siga teniendo esa dicha interior, esa dicha por la naturaleza, por la salud y por tantas otras cosas; mientras uno lleve eso dentro, siempre volverá a ser feliz”. Anne ya no es una niña, sino una joven con un espíritu valiente y lúcido, que opone al odio de los nazis su pasión por la vida: “Creo que toda desgracia va acompañada de alguna cosa bella, y si te fijas en ella, descubres cada vez más alegría y encuentras un mayor equilibrio. Y el que es feliz, hace feliz a los demás; el que tiene valor y fe nunca estará sumido en la desgracia”. La novela gráfica de Ari Folman y David Polonsky introduce en las palabras de Anne Frank una nota de color y fantasía, escarbando en su mundo interior para extraer imágenes insólitas, que provocan una sonrisa, un gesto de sorpresa o un sincero abatimiento. Sus páginas generan luz y sombra, quietud y movimiento, esperanza y horror. No es una simple versión ilustrada, sino una verdadera construcción poética.
Anne Frank se pregunta qué sucederá con su diario: “¿Quién sino yo leeré luego todas estas cartas?”. Sus verdugos aniquilarán su cuerpo, pero no su espíritu, que no ha cesado de inspirar a las generaciones posteriores. El odio no produce nada, salvo dolor y desesperación. En cambio, el amor a la vida y el respeto por los otros siembra alegría y esperanza. Se ha dicho que Europa es un proyecto hueco, incapaz de despertar adhesión y entusiasmo. Creo que ese vacío podría superarse. Si Europa quiere reencontrar su alma, debe leer y releer el diario de Anne Frank. No hallará en él un decálogo, pero sí una evidencia incontestable del valor infinito, sagrado e inalienable de cada existencia humana.
Nota bibliográfica:
El diario de Anne Frank, Ari Folman y David Polonsky. Barcelona, Penguin Random House Grupo Editorial, 2017.