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En Españoles de tres mundos, Juan Ramón Jiménez describe a Antonio Machado como “perpetuo marinero en tierra eterna”. Se trata de una descripción de 1919, cuando España bullía en mil conflictos, pero aún no se atisbaba la catástrofe moral que representaría la Guerra Civil. Juan Ramón atribuye la condición de marinero a un poeta afincado tierra adentro, con el alma dividida entre el paisaje andaluz de su infancia y la desnudez de los campos de Castilla, donde conocerá el amor y la pérdida, la plenitud y el vacío, la paz y el desgarro interior. “Perpetuo marinero” porque el alma de un poeta siempre está de viaje, buscando nuevos horizontes. “Tierra eterna” porque no se trata de un viaje físico, sino de una exploración interminable por las regiones del espíritu, perennemente hambrientas de infinitud. Ferviente anticlerical, Antonio Machado se identifica –no obstante– con la metafísica platónica, que sostiene la existencia de una realidad espiritual opuesta al mundo sensible. Casi nadie ignora que la sangre jacobina de Antonio Machado se inclinó desde el primer momento por la causa de la Segunda República. De hecho, alzó la bandera republicana en el balcón del ayuntamiento de Segovia. Su postura le costaría el exilio y la vida. Enterrado el 22 de febrero de 1939 con su madre en el cementerio de Colliure, Francia, la infamia de su muerte se redobló con la expulsión del cuerpo de catedráticos de instituto en 1941. Sin embargo, los poetas de la revista Escorial –especialmente, Dionisio Ridruejo– reivindicarán su legado, asegurando que su obra es una depurada expresión del alma española.
La figura de Antonio Machado no ha dejado de crecer con el tiempo hasta adquirir la condición de “poeta nacional”, trascendiendo los debates ideológicos que desangraron a España en un pasado reciente. Nadie repudia su legado, nadie cuestiona su obra. Casi todos le consideran un poeta de altas calidades líricas e impecable conciencia cívica. La admirable Biblioteca Castro, que no cesa de brindarnos magníficas ediciones de nuestros clásicos, acaba de publicar en un solo volumen su obra esencial, con una rigurosa, extensa y clarificadora introducción de Pedro Cerezo Galán, catedrático emérito, notable ensayista y autor de la obra de referencia Palabra en el tiempo: Poesía y filosofía en Antonio Machado (1975), que marca un hito en los estudios sobre el poeta. Pedro Cerezo destaca la universalidad de la obra machadiana y su búsqueda incansable de la verdad: “La palabra poética obedece, en su obra, a un doble imperativo: el de la esencialidad de guardar un núcleo de creencias y experiencias, que cualquier hombre puede reconocer como suyas, y el de la autenticidad existencial, que depura sus cristales interiores para dejar paso a la luz de lo verdadero”. Antonio Machado nunca se olvidó de sus orígenes, ni de su coyuntura histórica. Su identidad de poeta se forja a partir de sus vivencias, con la muerte como perspectiva última, pero también como eterno interrogante. Su convicción socrática de que la verdad habita –y palpita– en nuestro interior explica que sus símbolos, genuinas intuiciones y no previsibles alegorías, surjan de experiencias biográficas. Al igual que Heidegger, Machado siempre buscó la palabra originaria, elemental, gestada al calor del conocimiento primordial de las cosas. La palabra exacta es un espejo –o, si se prefiere, una derivación– de ese momento inicial, cuando el lenguaje comienza su andadura y aún no ha caído en la escisión, el olvido y la dispersión.
El Machado de las Soledades no es un tardorromántico afligido por desengaños sentimentales, sino un poeta que descubre con frustración el carácter agónico del amor y la irreversible finitud de la vida: “Donde acaba el pobre río, la inmensa mar nos espera”. Por su angustia existencial y su incursión en el mundo de los sueños, Antonio Machado pertenece al siglo XX y no al XIX, como han señalado algunos críticos. Pedro Cerezo aventura que al escribir “¿Qué buscas, poeta, en el ocaso?”, Antonio Machado alude a la muerte de Dios, que deja a la conciencia a la intemperie. O tal vez se refiere a “un Dios imposible”, cuyo rostro se confunde con la nada. La intuición de la nada no excluye la posibilidad de una secreta armonía en el mundo. La zozobra existencial de Soledades se aplaca con Campos de Castilla, donde el poeta inicia un nuevo itinerario hacia la objetividad, que paliará el sentimiento de desamparo de una subjetividad exacerbada y trágicamente escindida. La circunstancia, como advirtió Ortega y Gasset, salva al yo, y le permite concebir el futuro como apertura, proyecto, labor. Pedro Cerezo cita a José María Valverde, que aprecia en este nuevo tramo de la obra machadiana una exaltación del paisaje como “expresión de una realidad nacional e histórica” y no como un reflejo del estado del alma. El impresionismo del Machado modernista, que se limita a esbozar formas y colores, se transforma en descripción precisa y objetiva. Cuando habla de Castilla, con sus “decrépitas ciudades” y sus “sombrías soledades”, lo real y concreto desplaza a la vaga ensoñación. Escribe Pedro Cerezo: “Es un paisaje con alma, pero no del alma, pues la melancolía está en la cosa misma: se ha vuelto objetiva, por así decirlo, y, a la vez, entrañable”.
Los Proverbios y cantares prosiguen ese camino. La conciencia ya no se deja seducir por los sueños. Está despierta y asume la necesidad de afrontar la vida con una visión ética. Machado conjuga estoicismo y cristianismo primitivo para desplegar una mirada indulgente y benévola sobre sus semejantes. La inesperada muerte de su joven esposa, Leonor Izquierdo, colapsa su impulso creador. Piensa en el suicidio, pero el éxito de Campos de Castilla le anima a continuar. No tiene derecho a quitarse la vida, pues la voz del poeta pertenece a todos y no puede callar por razones personales. El ciclo de poemas dedicados a Leonor se mece entre la desesperación y la tibia esperanza: “Late, corazón… No todo / se lo ha tragado la tierra”. La conciencia política y social de Machado se agudiza en esos años. España es un país atrasado y con grandes desigualdades. El poeta considera que esos males sólo se corregirán, aboliendo el poder de los caciques y los curas. No concibe otra alternativa que una república laica, comprometida con las reformas sociales y la creación de escuelas donde puedan formarse las clases populares. Su visión política procede de sus maestros krausistas, pero su acercamiento al socialismo lo convierte –según Pedro Cerezo– en “un Gramsci español” que reflexiona desde su “rincón/atalaya de Baeza”.
En los apuntes que servirán para componer Los complementarios, Antonio Machado se muestra partidario de “una poesía desnuda y francamente humana”, que se distancie de la deshumanización del arte postulada por las vanguardias. El arte es un juego, pero también una forma de conocimiento y un diálogo abierto al otro. La poética machadiana ya no se conforma con la objetividad. No es posible ser completamente humano sin “el tú esencial”. Al mirar al otro podemos cosificarlo, despojándole de su humanidad, pero también podemos comprenderlo y acogerlo en su alteridad. Pedro Cerezo clarifica esta posibilidad: “La apertura al tú no es, sin embargo, una nueva tesis filosófica, sino, ante todo, una nueva fe cordial, poética; es decir, una aventura de búsqueda, que implica descentración y alteración radical del yo”. El yo encuentra en el tú su complementario: “Busca a tu complementario / que marcha siempre contigo / y suele ser tu contrario”. Sin el otro, el yo queda incompleto: “Poned atención: / un corazón solitario / no es un corazón”. Con el otro, el yo puede realizarse y comprender la inutilidad de la violencia. Destruir o dañar a nuestro antagonista, lesiona nuestro yo, degradándolo y empobreciéndolo.
La invención de los apócrifos –Abel Martín, Juan de Mairena– surge de un descubrimiento inesperado: el otro está en lo ajeno, sí, pero también en nuestra propia intimidad. El yo contiene un número indeterminado de personajes que cuestionan el mito de la identidad. Siempre hay un yo dominante, pero el yo –apunta Pedro Cerezo– es “polifónico, conforme a la heterogeneidad del ser”. Abel Martín experimenta “la sed metafísica de lo esencialmente otro”, pero no logra trascender su soledad. En cambio, Juan de Mairena, retórico, sofista y librepensador, sí consigue llegar al otro, especialmente después del romance con Guiomar. En una segunda etapa, Mairena se convierte en un educador socrático, un librepensador que no comulga con dogmas ni ideologías. Su mente no busca certezas, sino espacios abiertos por los que vagabundear sin rumbo fijo. Sólo de ese modo podemos llegar a lo esencial, como la ineludible confrontación con la muerte, “un acontecimiento interior de la existencia”, y la “comunión cordial” con los otros. El amor fraterno puede hacer “arder un grano del pensar”, pues –lejos cualquier planteamiento nihilista o solipsista– cree ardientemente “en la realidad absoluta, en la existencia en sí del otro”. Esa convicción conlleva comprender que “nadie es más que nadie”, como se dice popularmente en Castilla, pues “por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre”.
Durante la Guerra Civil, Antonio Machado escribe para el pueblo. Aunque los señoritos presumen de patriotismo, el verdadero amor a España es un sentimiento popular y la rebelión de los militares constituye un crimen contra la patria. Del mismo modo, no debe confundirse el cristianismo evangélico con los intereses de la Iglesia católica, que sólo lucha por sus privilegios. Machado simpatiza con la figura de Cristo, pero no como rey, sino como hombre que ha expiado en la cruz los pecados del viejo Dios mosaico. El Dios omnisciente y todopoderoso es una fantasía terrorífica: “¡Que Dios nos libre de él!”. Juan de Mairena aconseja buscar al Dios que se revela “como un tú de todos, objeto de la comunión amorosa, que de ningún modo puede ser un alter ego […] sino un Tú que es Él”. La metafísica de Machado alcanza su madurez con esta reflexión, apunta Pedro Cerezo. Sólo Miguel de Unamuno llegará hasta ese nivel de “conciencia vigilante”, dolorosamente adquirida mediante una pasión intelectual que apura hasta las heces su vocación de saber y comprender. Antonio Machado nunca se afilió a un partido político, pero fantaseó con una utópica convergencia entre el cristianismo evangélico y el comunismo solidario. Durante la Guerra Civil, aún compone poemas apreciables, pero el pesimismo y la enfermedad apagan poco a poco su voz. “Un poeta nunca escribe su último verso”, asegura Pedro Cerezo y, en el caso de Antonio Machado, es particularmente cierto. Cántico y meditación, su obra pervive como un admirable testimonio de exigencia artística y compromiso moral.