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Jacques-Louis David: La muerte de Sócrates, 1878[/caption]

En una época donde la escritura fluye desbocada, alumbrando miles de manuscritos, los grandes maestros orales producen perplejidad y asombro. Escribir es una forma de oponerse al tiempo, de luchar contra la muerte y el olvido, de abrir una hendidura en la materia, aparentemente ciega y oscura. Siempre es posible exponerse al albur de que otros recojan nuestros actos e ideas, pero esa opción exige una confianza temeraria en uno mismo y cierta negligencia, pues no existen los testimonios objetivos. ¿Quién era realmente Jesús de Nazaret? ¿El chamán evocado por Marcos o el filósofo descrito por Juan? ¿El rabino reformista del que nos habla Mateo o el humanista compasivo que nos presenta Lucas? Puede decirse algo semejante de Sócrates. ¿Es el hondo metafísico que nos ha legado Platón? ¿O el bufón que escarnece Aristófanes en Las Nubes? ¿Fue un seductor o un sabio, un impertinente o un moralista? A diferencia de Jesús de Nazaret, nadie ha cuestionado su existencia histórica. Sabemos que nació en Atenas en 469 a.C., que procedía de una familia humilde (su padre era cantero y su madre, comadrona), que combatió valientemente en la Guerra del Peloponeso, que era austero pero de carácter alegre y burlón, que no cobraba por sus clases, que durante la tiranía de los Treinta le prohibieron continuar con su labor educativa y que la restauración de la democracia no le benefició, pues fue condenado a muerte por impiedad y conspiración. Ganarse el aprecio y el respeto de los jóvenes aristócratas de Atenas (entre los que se hallaba Platón), y plantear un concepto de la divinidad que cuestionaba las creencias religiosas tradicionales, le acarreó una sentencia injusta que podría haber eludido, pero que acató por respeto a la ley. En el verano de 399 a.C., bebió la cicuta con admirable serenidad, asegurando que nada podía destruir el alma, inmortal y eterna.

Sócrates no escribió porque consideraba que la letra era saber muerto. Su discurso estático carece del carácter creativo y dialéctico de una discusión, donde varios interlocutores intercambian puntos de vista, desembocando a veces en hallazgos inesperados. El diálogo no es un simple duelo, sino un proceso complejo que produce conocimiento. Su punto de partida es el reconocimiento de los límites del saber. Sócrates aprendió a repudiar el dogmatismo tras su visita al oráculo de Delfos. La Pitia le dijo que era el más sabio de los hombres, porque era el único que conocía y admitía su ignorancia. Si quería aprender algo, no debía perder el tiempo con políticos, artistas, científicos o artesanos, sino escarbar en su interior. “Conócete a ti mismo, sé humilde, cultiva la duda”, le ordenó la sacerdotisa de Apolo. Armado con esas enseñanzas, Sócrates se acercó al ágora y proclamó desafiante: “Sólo sé que no sé nada”. No presumía de poseer la verdad, sino un método. La ironía era el primer paso. Consistía en reducir al absurdo los argumentos de su interlocutor. Esa forma de actuar le granjeó infinidad de enemistades y quizás algún altercado físico. Nos han contado que era feo como un sileno, con los pies enormes, una barriga prominente y una nariz abultada. Sin embargo, no era un hombre débil. Había salvado la vida a Jenofonte en la batalla de Delio. Si peleaba con la misma contundencia que razonaba, sus rivales debieron marcharse más de una vez escaldados, jurando venganza.

El segundo paso de su método consistía en guiar a su interlocutor mediante preguntas. “Yo no sé, pero tú sí sabes”, argüía con astucia. Sus preguntas se parecían a las maniobras de una comadrona. No pretendía hilar un discurso, sino ayudar a alumbrar el saber que yacía escondido en el otro. Sin embargo, el desenlace de este proceso o mayéutica, no era previsible. Es bastante improbable que Sócrates atisbara las Ideas o Formas que Platón describió en sus diálogos de madurez. En cambio, la identificación de la virtud con el saber y el mal con la ignorancia parece una teoría genuinamente socrática. Sócrates es un moralista que pretende enseñar el arte del buen vivir. El hombre virtuoso experimenta felicidad, no frustración. El bien no es una obligación, sino un apetito racional que reconforta al espíritu. Por el contrario, el mal convierte al hombre en esclavo de sus pasiones. El hombre sabio, virtuoso, halla la recompensa en la rectitud de su conducta. Aunque la adversidad se encarnice con él, nunca pierde la satisfacción interior que produce obrar libre y racionalmente. Cuando Sócrates se defiende ante los jueces que piden su muerte, afirma que su principal preocupación no es vivir o morir, sino ser justo y no hacer en ningún caso cosas malas o vergonzosas. No le pesa haber recomendado a sus conciudadanos que se preocupen por el bien y no por las riquezas, que cuiden su alma y no se dejen llevar por la venganza, el egoísmo o la cobardía. Sabe que actúa como un tábano, molestando y acosando sin tregua, pero no le pesa, pues opina que su impertinencia contribuye a la salud de la polis. Alega que su pobreza es la evidencia indiscutible de su talante cívico. Afirma que en su interior hay “algo divino y demónico”, una voz o daimon que le acompaña desde niño. Sus acusadores se burlan de esa peculiaridad, pero él se considera afortunado, pues siempre le ha incitado a obrar con prudencia.

Las leyes atenienses permitían que los hijos del acusado se dirigieran al tribunal, suplicando clemencia, pero Sócrates, que ya había probado su coraje en el campo de batalla, descartó esa baza. No piensa exponer a sus hijos a una situación tan indigna. Además, entiende que los jueces no deben actuar por clemencia, sino dictar sentencia conforme a la ley. Tampoco acepta la posibilidad del exilio. Siempre ha vivido en Atenas. Sólo ha abandonado la polis para defenderla de sus enemigos y no concibe la vida fuera de ella. Advierte que ejecutar a un hombre por hablar sin miedo, no servirá de nada: “Si pensáis que matando a la gente vais a impedir que se os reproche que no vivís rectamente, no pensáis bien”. Confiesa que la muerte no le inquieta. Si es un tránsito hacia una nueva morada, no hay nada que temer, salvo la incertidumbre que produce lo desconocido, y si significa la caída en un sueño profundo, sin imágenes ni sensaciones, no habrá sentimientos de ninguna clase. No habrá pena, ni alegría. Nada, salvo un descanso imperturbable, semejante a la mejor de nuestras noches. En su Apología de Sócrates, Platón nos relata el juicio de su maestro. En el Fedón, reconstruye las horas previas a su muerte y el fatal desenlace. Después de hablar sobre la inmortalidad del alma, exponiendo distintos argumentos o pruebas, Sócrates se retira a una estancia para lavarse y enfrentarse con la mayor dignidad posible a su fin. Todos los que le acompañan exteriorizan su dolor, admitiendo que la expectativa de su muerte les produce un terrible sentimiento de orfandad. Pierden a un maestro, pero también a un padre. Jantipa, la mujer de Sócrates, y sus tres hijos –dos aún niños– acuden a despedirse. El filósofo habla brevemente con su familia y les obliga a marcharse, pues no quiere que presencien su agonía.

El servidor público que le custodia le anuncia que ha llegado la hora. Los jueces habían rebajado la guardia a un solo hombre para incitar la fuga de Sócrates, pero éste prefiere afrontar una condena injusta que infringir la ley, fundamento de la paz y la convivencia. El guardián elogia su entereza y le suplica que lo perdone, rompiendo a llorar, pues sabe que es un hombre noble y justo. Sócrates rechaza la posibilidad de postergar el amargo trago y bebe la cicuta sin inmutarse. Los asistentes no pueden reprimir las lágrimas. Critón abandona la estancia entre sollozos; Apolodoro grita desconsolado, y Fedón hunde el rostro entre las manos, destrozado por la idea de perder a un maestro tan preciado. Sócrates les pide que no se dejen vencer por la desesperación: “Tened valor y conservad la calma”. Después de caminar un rato para favorecer la circulación de la cicuta por la sangre, se tumba y nota cómo su cuerpo se va paralizando y enfriando. Se cubre la cara para ocultar las muecas y convulsiones, pero antes se dirige a Critón, pidiéndole un último favor: “Le debemos un gallo a Asclepio. No lo olvides”. Critón le cierra los ojos y la boca, con una mezcla de respeto, piedad y desconsuelo. Fedón concluye su relato sin esconder su emoción: “Éste fue el fin, Equécrates, que tuvo nuestro amigo, el mejor hombre, podemos decir nosotros, de los que entonces conocimos, y, en modo muy destacado, el más inteligente y el más justo”.

Se ha escrito mucho sobre la referencia a Asclepio, dios de la medicina. Algunos han interpretado que Sócrates concebía la muerte como una curación, pues el alma se libera del cuerpo, causa de todas sus miserias. Otros opinan que Platón sólo quiso destacar la religiosidad de su maestro, falsamente acusado de impiedad. Nunca sabremos quién era Sócrates realmente, pues se ha convertido en un mito e incluso en un complejo, semejante al de Edipo, pero con otra connotación. Encarna la perfección moral, la sabiduría, el sentido cívico. Yvon Belaval lo describe como “un samurái de la sabiduría, impasible, sencillo, sin afectación”. Sócrates era incapaz de separar la filosofía de la ciudadanía. Un amante del saber no puede vivir de espaldas a su polis y sus conciudadanos. “La gran novedad que Sócrates aportaba –escribe Werner Jaeger en su admirable y clásico estudio Paideia (1947)– era el buscar en la personalidad, en el carácter moral, la médula de la existencia humana en general, y en particular la de la vida colectiva”. En su Vida de Sócrates (1947), Antonio Tovar afirma: “Sócrates es una condición previa para toda filosofía y […] la premisa de todo el pensar occidental”. Nietzsche no escatimó insultos contra Sócrates, acusándole de conspirar contra la vida, pero con la perspectiva de las guerras que devastaron el siglo XX, su figura nos parece mucho más humana y ejemplar que el delirio del superhombre. Sócrates nos enseñó que lo esencial del hombre es su vida interior y no el poder, la belleza o la riqueza. Casi dos mil quinientos años después de su muerte, nadie ha podido impugnar este argumento sencillo, elemental, hermoso e inequívocamente verdadero.


Nota bibliográfica:

La Biblioteca Clásica Gredos publicó las obras de Platón con excelentes introducciones y traducciones. Vida de Sócrates, de Antonio Tovar, es una extraordinaria biografía del filósofo ateniense. Apareció por primera vez en 1947, publicada por Revista de Occidente. Paideia: los ideales de la cultura griega, de Werner Jaeger, es una de las cimas del helenismo. Desde su publicación en 1947, se han multiplicado las ediciones y traducciones. La traducción de Joaquín Xirau y Wenceslao Roces, publicada por FCE, no ha perdido un ápice de rigor o elegancia. Yvon Belaval escribió el capítulo dedicado a Sócrates en la Historia de la Filosofía de la Encyclopédie de la Pléiade, 1969. Es un texto preciso, profundo y esclarecedor, con el gran estilo de las letras francesas. Siglo XXI Editores tradujo la obra al español.