¿Sabemos realmente lo que se agitaba en el interior de Sylvia Plath? ¿Neurosis, insatisfacción vital, una profunda melancolía, un agudo sentimiento de frustración? ¿Se puede separar su obra literaria de su dolor psíquico y su trágico final? Sus cambios de humor se reflejan en lo literario y lo vital, introduciendo dramáticos contrastes. Sylvia anhelaba la paz interior y los placeres de la vida intelectual, pero se precipitaba una y otra vez por el abismo de la angustia y la inseguridad. Su breve existencia se caracterizó por una oscilación permanente entre la ebriedad y la duda, la plenitud y el miedo, el fervor y el fatalismo. Sus Diarios, inicialmente expurgados por su marido, el laureado poeta Ted Hughes, nos revelan un temperamento místico e intransigente, una ambición sin límites y una frágil autoestima.
Hughes afirma que bullía en su mente atormentada “un deseo ardiente de apartar todo lo que impide una intensidad definitiva, una comunión con el espíritu, o con la realidad, o sencillamente, con la intensidad misma”. Sylvia no concebía la poesía como una simple actividad creadora, sino como un ejercicio espiritual orientado a crear un nuevo yo, libre de imposturas. Escribir era su particular camino de perfección hacia un renacer que alumbrara una identidad nueva y más auténtica. Escribe Hughes: “Sylvia manifestaba un algo violento en esta búsqueda, algo muy primitivo, quizás muy femenino, una disposición, necesidad incluso, de sacrificarlo todo a este nuevo nacimiento”. Desgraciadamente, el viaje hacia una completa renovación interior y creativa incluía semillas letales. La pulsión autodestructiva se plasmó enseguida en fantasías suicidas, que acabaron prevaleciendo sobre el deseo de vivir. Su escritura no pudo sortear la desesperación y se interrumpió trágicamente durante el invierno londinense de 1963, cuando decidió abrir las espitas del gas e introducir la cabeza en el horno, después de servirles el desayuno a sus dos hijos.
El suicidio de Sylvia Plath imprime a sus Diarios un carácter agónico, pero no morboso. En ningún momento, se percibe una fascinación enfermiza por la muerte, pero sí un poderoso temor a la infelicidad. Sylvia comienza a escribir sus Diarios durante el verano de 1950, mientras trabaja en una granja de Massachusetts: “Quizás nunca sea feliz, pero esta noche estoy contenta”. Parece una frase triste y demoledora, casi una profecía sombría, pero el párrafo que la completa constituye una celebración de la vida. Para la joven Sylvia, la dicha consiste en una “cálida fatiga” después de una extenuante jornada de trabajo plantando fresas, “un vaso de leche fría con azúcar y un cuenco de arándanos con nata”. La felicidad es una vivencia elemental, sencilla, no una experiencia intelectual. “Ahora ya sé que la gente puede vivir sin libros ni universidades”. Es mejor sacudirse la servidumbre de las grandes expectativas, que malogran la inmediatez del día a día: “En momentos como éste me considero una estúpida por querer más…”.
Sylvia Plath no logra deslindar su delicada sensibilidad para captar la belleza de sus tendencias depresivas recurrentes y sus sueños perturbadores: “Hoy por la mañana estoy en un punto bajo. No he dormido bien; me he desvelado, he dado vueltas en la cama y he tenido sueñecitos sórdidos e incoherentes. Me he despertado con la cabeza pesada, con la sensación de que acababa de nadar en una piscina de tibia agua contaminada”. Durante una de sus crisis de insomnio, abandona el dormitorio con la mente abrumada por culpas imaginarias, buscando una tregua en el exterior. Su malestar desaparece de golpe al encontrarse con una fresca noche de agosto. Acaba de llover, las nubes se mueven lentamente por un cielo con luna llena, las gotas de agua que caen de los árboles imitan el sonido de las pisadas humanas, los grillos modulan su dulce canto. Todo parece perfecto, pero la belleza siempre esconde un ángel terrible. Huele a “hojas muertas, a putrefacción”. Las sombras creadas por la luna y los faroles se disgregan “como azules fantasmas esquizofrénicos grotescos”. De vuelta a su alcoba, el suave tacto de unas sábanas limpias alejan las visiones sobrecogedoras, pero su mente vuelve a naufragar en la congoja: “Dios mío, ¿es esto todo lo que hay, el rebote a lo largo del corredor de risas y lágrimas? ¿de ensalzarse y despreciarse a una misma? ¿de la gloria y el asco?”.
Sylvia admite que vive con miedo. Miedo a sí misma. Miedo a su forma de reaccionar ante los estímulos. Todo lo que hace le provoca una conmoción interior. Durante un viaje a Boston, se tumba en el automóvil y siente que las luces de la carretera y la música de la radio se confunden, ahogándola en un trepidante remolino: “Todo fluyó sobre mí con un penoso alarido de dolor…”. Sylvia no quiere renunciar a nada: “Tengo que poseer algo. Quiero pararlo todo”. A los veintidós años, fantasea con el éxtasis sexual, pero se detiene en el umbral del placer, frustrada por una sociedad que impone severos límites al deseo femenino. Una educación represiva le impide gozar de la libertad que disfrutan los hombres. “Mi terrible tragedia es haber nacido mujer”, exclama, rebelándose contra los prejuicios de su época. No obstante, se pregunta si realmente desea fundirse con otro ser: “Antes de entregar mi cuerpo he de entregar mis ideas, mi cabeza, mis sueños”. Desdoblándose en dos, se advierte a sí misma: “Y no te interesaba ninguna de esas cosas”. La escritura es el centro de su existencia, pero le tortura la incertidumbre de no saber si hallará la palabra exacta, la forma que objetive fielmente su intimidad. Dejar de escribir no es una opción, pues significa interrumpir la relación con el mundo. Un escritor que renuncia a crear se queda a la intemperie, sin otra alternativa que extraviarse en una soledad estéril y devastadora. Cuando las obligaciones cotidianas le impiden escribir, siente que camina a ciegas: “Temo por el sentido y la finalidad de mi vida”. En esos momentos, comprende que su vocación no es mero afán de reconocimiento, sino una necesidad: “Escribir es mi salud”. Debe ganar confianza en sí misma, si no quiere quedarse paralizada, atascada: “El peor enemigo de la creatividad es dudar de uno mismo”.
Aunque escribe un diario, sabe que sus páginas sólo constituyen un desahogo: “Sólo escribo aquí cuando no sé qué hacer, cuando estoy en un callejón sin salida. Nunca cuando soy feliz. Como me pasa hoy…”. Es una confesión de noviembre de 1959. Sylvia Plath no concibe su diario como una relación de sus experiencias, sino como la historia de su vocación literaria. Admite que no le interesa la gente, que tal vez por eso nunca se ha sentido atraída por el género narrativo. De hecho, sólo publicará una novela, La campana de cristal, que aparecerá en Reino Unido un mes antes su suicidio. Aunque contiene personajes, la trama sólo es un pretexto para abordar los obstáculos de una vocación literaria hostigada por la neurosis. Sylvia sabe que su realización como ser humano sólo puede materializarse en el terreno de la poesía. No escarba en sus conflictos por narcisismo, sino para escapar de la muerte y acceder a la belleza. Desea romper su “campana de cristal”, salir de sí misma, amar y ser amada, pero reconoce que afrontar un nuevo día le produce terror: “No me despierto por las mañanas porque quiero volver al claustro materno”. No oculta que puede perder el control de sus actos: “Hay en mí una violencia que llega al rojo vivo. Me puedo quitar la vida –ahora lo sé– o incluso matar a otro”.
Su meta es la poesía, pero la prosa le ayuda a continuar, particularmente cuando el aliento lírico se tambalea o decae: “La prosa me sostiene. Puedo estropearla, resolverla, escribirla de nuevo, retomarla en cualquier momento: sus ritmos son más descansados, más variables, la prosa no muere tan pronto. […] Con la prosa, siempre queda alguna esperanza”. Esto no significa que renuncie a ser poeta. De hecho, no escatima esfuerzos y no retrocede ante ningún límite: “Escribo rozando la superficie de mi cerebro”. No presume de haberse adentrado en todos los infiernos, pero constata que conoce muy bien su infierno personal, plagado de vértigos y desengaños. Admira a Virginia Woolf, pero también le produce escalofríos. Sabe que lucha contra los mismos demonios. Se pregunta si es ineludible sufrir para escribir, si su melancolía le prodigará inspiración, profundidad, exactitud. Lamenta que se eduque a los niños con la expectativa de la felicidad, cuando ésta suele ser lo excepcional. Sylvia escribió: “Morir es un arte y yo lo hago excepcionalmente bien”. La rabia adolescente de estas palabras les resta credibilidad. Sus Diarios revelan que quería vivir, escribir, amar. La muerte de Sylvia no añade nada a su obra. La poesía perdió mucho con su prematura desaparición. Es imposible no pensar con tristeza en los poemas que Sylvia dejó sin escribir.
Poco antes de morir, Ted Hughes adoptó las medidas necesarias para que se publicaran completos los Diarios de Sylvia, sacando a la luz los cuadernos que había ocultado para proteger a sus hijos y superar un drama en el que le había tocado el papel –quizás inmerecido– de villano. Los papeles que al fin se publicaron añaden información, pero no alteran nada esencial. Sylvia relata su vida como mujer y escritora, como alumna, profesora, esposa y madre, sin omitir sus crisis depresivas, los cuadros de euforia y la terapia con electrochoque, que ataja la ansiedad, pero colapsa su mente durante semanas. A veces, reconstruye sus sueños. En una de sus experiencias oníricas, se encuentra con Marilyn Monroe, tan inestable como ella: “Me invitaba a visitarla durante las vacaciones navideñas y me auguraba una nueva vida prometedora y floreciente”. Se trata de un sueño del 4 de octubre de 1959. Sylvia se suicida el 11 de febrero de 1963. Marilyn se había quitado la vida el 5 de agosto de 1962. Anne Sexton, que siguió el mismo camino el 4 de octubre de 1974, compuso un réquiem para su amiga Sylvia que también podría haber servido de responso para la actriz: “…y sé de tu muerte por las noticias, / un gusto espantoso como sal. / […] ¿qué es tu muerte / sino una vieja pertenencia, / un lunar que cayó / de uno de tus poemas? / […] ¡Oh duquesa divertida! / ¡Oh cosita rubia!”. Los poetas nunca deberían suicidarse. Quizás no lo saben, pero su canto interrumpido deja un inconsolable rastro de orfandad.
Nota bibliográfica:
En 1996, Alianza publicó los Diarios de Sylvia Plath, traducidos por José Luis López Muñoz. En 2016, Alba publicó los Diarios completos, traducidos por Elisenda Julibert. Ambas versiones son espléndidas y complementarias.