El ardiente ateísmo de Cioran evoca el fervor místico de los santos, pero con una importante diferencia. Su nihilismo rinde culto a un absoluto negativo, exento de cualquier forma de ternura o esperanza. Frente al martirio de santos como la fenomenóloga, mística y carmelita descalza de origen judío Edith Stein (canonizada como Santa Teresa Benedicta de la Cruz), que inmoló su vida en Auschwitz por amor a Cristo y a las víctimas de la Shoah, Cioran exalta el suicidio como un gesto de rebeldía contra el absurdo de existir. Para Edith Stein, la ascensión al sentido del ser culmina en Dios, “amor desbordante, sin límites; amor que se inclina misericordioso hacia toda necesidad, amor que sana al enfermo y resucita lo que estaba muerto; […] amor dispuesto a servir a todos”. Para Cioran, “el ser, reconozcámoslo, no ha satisfecho nunca a nadie. Consentir en procrear es un verdadero atentado contra el saber, contra el conocimiento, una empresa que parece inconcebible cuando se piensa en las ventajas de la inexistencia, en el milagro de una virtualidad no degradada en acto. El nacimiento no es el signo de la decadencia, sino la decadencia misma”. Todo es insustancial, fútil, inane. Nada permanece. Todo es irremediablemente perecedero. Suicidarse es la única manera de abortar esta insufrible miseria.
El pensamiento de Cioran es deliberadamente reiterativo. De lágrimas y de santos, publicado en 1937, cuando el filósofo rumano sólo contaba veintiséis años, ya contiene los aspectos esenciales de una interpretación trágica del ser, sin espacio para la celebración de la vida. Cioran repudia indistintamente el platonismo, el cristianismo y el amor fati de Nietzsche. No hay ningún argumento para decir sí a la vida, pues la irreversible finitud de las cosas aniquila la noción de valor. Soportamos la expectativa del no-ser inventando quimeras, pero ninguna ilusión puede abolir el imperio de la nada, que hunde en el olvido tanto lo sublime como lo insignificante. La conciencia no es un chispazo de luz, sino una herida en la materia. El ser humano es una especie maldita. El conocimiento nos ha separado de los animales, que disfrutan de la inmortalidad proporcionada por desconocer el significado de la muerte. Saber que moriremos, sólo nos hace desgraciados. Exaltar el instante constituye un triste consuelo, pues la perfección de un momento pesa infinitamente menos que una totalidad dominada por el tedio, el fracaso, el desengaño y el miedo. Desde esta perspectiva, el júbilo de los santos produce un dulce estupor: “¿Cómo no sentirse cercano a Santa Teresa, quien, tras habérsele aparecido Jesús un día, salió de su celda corriendo y se puso a bailar en medio del convento, en un arrebato frenético, batiendo el tambor para llamar a sus hermanas a fin de que compartieran su alegría?”.
Cioran afirma que “la mística española es un momento sublime en la historia humana”, pues ha reunido en la misma secuencia temporal a Santa Teresa de Jesús y a San Juan de la Cruz. Al leer sus obras, notamos la proximidad del aliento divino y descubrimos el pesar de vivir lejos de Dios, abrasados por las lágrimas estériles del escepticismo. A pesar de su nihilismo, Cioran admite que jamás dejará de merodear “en las inmediaciones de los santos”, si bien ofrecerá una tenaz resistencia a la tentación de imitarlos. La santidad conspira contra el instinto, reduciendo nuestro querer al “cero vital”. Nos obliga a cultivar la renuncia para alcanzar una inexistente plenitud. Sin embargo, esa plenitud imaginaria impregna toda la música Bach, transformándola en un prodigio “divino”. Cuando escuchamos sus obras, “vemos germinar a Dios”. La obra de otros compositores –como - sólo es “heroica”, pues es “de aquí abajo”, no de las alturas. Al igual que las lamentaciones de Job, Bach nos hace temblar con sus “éxtasis sonoros”. Sus notas causan embriaguez. No es una simple metáfora, sino un fenómeno espiritual, pues “el vino ha hecho más por acercar a los hombres a Dios que la teología”. Después de oír una obertura o un aria, nos convertimos en “borrachos tristes”, con una sabiduría superior a la de cualquier eremita.
Cioran sostiene que “Dios se aprovecha de las periferias de la lógica” para infiltrarse en nuestra conciencia. “¿Por qué los santos escriben tan bien?”, se pregunta, asombrado. Sus palabras parecen “susurros divinos”. En cambio, los filósofos suelen escribir con un estilo frío y árido. “Los filósofos tienen la sangre fría. Sólo existe calor en las inmediaciones de Dios”. Fascinado por España, sus reyes y sus místicos, Cioran afirma que sólo en sus conventos ha germinado esa familiaridad con lo sobrenatural capaz de borrar la distancia entre el cielo y la tierra. Ese logro no implica paz interior, sino una tensión permanente: “El mérito de España ha consistido no sólo en haber cultivado lo excesivo y lo insensato, sino también en haber demostrado que el vértigo es el clima normal del hombre”. Sólo Rusia ha alumbrado una atmósfera espiritual semejante: “Rusia y España: dos naciones embarazadas de Dios. Otros países se conforman con conocerlo, sin llevarlo en su seno”. España ha engendrado grandes místicos y santos, pero ninguno se ha aproximado tanto a Cristo como San Francisco de Asís: “No le encuentro ningún punto débil que me permita acercarme a él y comprenderlo. Su perfección es difícilmente perdonable”. Al final de su vida, se quedó casi ciego. Los médicos atribuyeron su mal al “exceso de lágrimas”. La perplejidad que le produce il poverello d’Assisi se extiende al conjunto de los cristianos, capaces de “amar a sus semejantes de cerca”.
Cioran se rebela contra el Dios omnipotente que alimenta el miedo de la humanidad, amenazándola la perspectiva del Juicio Final. No obstante, su hostilidad decrece significativamente cuando se plantea la posibilidad de un Dios que tal vez no lo puede todo. Un Dios que creó el universo por “miedo a la soledad”. Un Dios que es una Persona y no un monarca todopoderoso, cuyo nombre no se puede pronunciar y cuyo rostro no puede ser contemplado sin morir. “¿Hacia quién volvernos si ha dejado de ser una persona que pueda comprendernos y respondernos? […] Atribuyéndole mayores dimensiones, lo hemos alejado de nosotros en la misma proporción”. La síntesis teológica de Santo Tomás de Aquino nos ha distanciado de Dios. ¿Podemos percibir como Padre a un ser omnipotente, todopoderoso, absolutamente simple y perfectamente en acto? ¿Nos acercan a Dios las cinco vías, que intentan probar su existencia como el principio y el fin de todas las cadenas causales? ¿Es posible amar a un Dios semejante? “La teología es la negación de Dios. ¡Qué idea descabellada ponerse a buscar argumentos para probar su existencia! Todos sus tratados valen menos que una exclamación de Santa Teresa”. Cioran considera que el sentimiento religioso sucumbe cuando se canaliza mediante conceptos e instituciones: “El mínimo balbuceo místico está más cerca de Dios que la Summa teológica. Todo lo que es institución y teoría deja de estar vivo. La Iglesia y la teología han asegurado a Dios una agonía duradera. Sólo la mística le ha reanimado de vez en cuando”.
Cioran sitúa la pintura del Greco y Zurbarán a la misma altura que la música de Bach: “¿Alguien se ha acercado a Él más que el Greco mediante las líneas y los colores? ¿Ha sido Dios alguna vez asediado por figuras humanas con una insistencia más agresiva? […] Todo el claroscuro de la pintura holandesa no iguala en intensidad dramática la sombra de un Greco o un Zurbarán”. De nuevo, España destaca por su temple místico, que inunda todas las ramas de la expresión artística y literaria: “Para nosotros, España es una llama, para Dios un incendio. El fuego ha acercado los desiertos de la tierra y del firmamento. Rusia con Siberia entera arde al mismo tiempo que España y que el propio cielo”. A pesar de estos comentarios, Cioran no abandona en ningún momento su irreductible nihilismo, augurando que el hombre y su civilización desaparecerán algún día. Nada es eterno. La inmortalidad es una ensoñación. Dios es una fantasía dañina, enemistada con la vida: “En realidad, un alma indomable sólo reconoce un Enemigo: el Ser Supremo. Él es quien debe ser liquidado, el último baluarte que hay que conquistar”. Creo que estas frases resultan más convincentes como recusación del totalitarismo que como impugnación de Dios.
En su juventud, Cioran sucumbió a la seducción totalitaria, afiliándose a la Legión del Arcángel San Miguel (más tarde, Guardia de Hierro), un movimiento fascista, nacionalista y antisemita, fundado por Corneliu Zelea Codrenau (“el Capitán)”, donde también militará Mircea Eliade. “Antes de la aparición de Codrenau –escribirá entonces Cioran-, Rumanía era como un Sáhara poblado. La existencia de quienes vivían allí entre el cielo y la tierra no tenía más sentido que la espera. Alguien tenía que llegar. El Capitán ha proporcionado un rostro al hombre rumano. La juventud de nuestra época ya no puede esperar encontrar la salvación en las bibliotecas”. Con los años, se justificará alegando que “el orgullo de un hombre nacido en una pequeña cultura siempre está herido”. Se dejó cautivar por la posibilidad de invertir el sentido de la historia con un proyecto mesiánico, que presumía de responder a un destino ineluctable: “El hitlerismo llegó a trastornarme por su dimensión inexorablemente colectiva. Era como si todos, fanatizados hasta la estupidez, nos convirtiéramos en los instrumentos de un devenir demoníaco. Se cae en el hitlerismo como se cae en cualquier movimiento de masas de tendencia dictatorial”. Cioran no soportaba la indolencia de sus compatriotas, resignados a transitar por la puerta pequeña de la historia: “Rumanía sólo se mantendrá en la historia si es capaz de insuflar un espíritu espartano en este país de libertinos, escépticos y resignados”. Sus posteriores imprecaciones contra el Dios cristiano no parecen un discurso crítico contra la fe, sino vigorosas objeciones contra el totalitarismo. Es innegable que las iglesias cristianas han elaborado una imagen de Dios inspirada por los césares romanos, subrayando su presunto poder sin límites, pero esa descripción perdió fuerza tras la Segunda Guerra Mundial y el aggiornamento impulsado por Juan XXIII. Auschwitz, Hiroshima y, más tarde, el Gulag, inspiraron una teología diferente, que ya no presentó a Jesús como Rey de Reyes, sino como un judío condenado por blasfemia y sedición, “verdadero Dios y verdadero Hombre”. Dietrich Bonnhoeffer, Johann Baptist Metz, Jürgen Moltmann y Karl Rahner, entre otros, destacaron la solidaridad de Dios con el mundo, implicándose en su sufrimiento y aceptando compartir el destino de las víctimas de cualquier forma de opresión.
De lágrimas y de santos es un libro breve, pero sus apuntes y aforismos pueden leerse como una suma de sus alegaciones contra Dios. Su prosa afiebrada e insomne pretende ser un grito que despierte a una humanidad aletargada por dos mil años de sueños y mitos. Su ateísmo no se conforma con negar a Dios. Su intención es ajusticiarlo, defenestrarlo, borrarlo de la memoria colectiva. Su vehemencia no excluye el humor, pero en su tono yo no reconozco la elegancia de los libertinos, ni la furia de un bárbaro, sino el dolor del ángel caído, que se consuela escuchando a Bach, donde advierte un eco del paraíso.
Nota bibliográfica:
He manejado la traducción realizada del francés por Rafael Panizo para Tusquets en 1988, pero recomiendo la versión de Christian Santacroce (Hermida Editores, 2017), que ha recuperado el texto íntegro y ha traducido directamente del rumano.