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“El lenguaje es la morada del ser -afirma Heidegger en su Carta sobre el humanismo (1949)-. En su morada habita el hombre. Los pensadores y los poetas son los guardianes de esa morada”. Juan Ramón Jiménez (Moguer, 1881-San Juan, Puerto Rico, 1958) escribió entre 1936 y 1942 un conjunto de poemas que más tarde se agruparían bajo el título En el otro costado. El libro incluye dos de sus obras fundamentales: Romances de Coral Gables y Espacio, que inicialmente se publicaron de forma independiente. Romances de Coral Gables apareció en México en 1948, y Espacio en la revista Poesía Española, en 1954. La primera edición de En el otro costado no vio la luz hasta 1974, cuando la poetisa, profesora y crítica literaria Aurora Albornoz editó póstumamente la obra, resolviendo con enorme sensibilidad e inteligencia los múltiples problemas que planteaba el manuscrito original. Juan Ramón había pensando como primer título El Ausente y, más tarde, Lírica de una Atlántida, que prefirió reservar como título general para los poemas de su última época. Los textos que surgieron en esos años constituyen el primer tramo de su marcha ascendente hacia una poesía estrictamente depurada, con una percepción fructífera de la muerte, una exigente introspección y un diálogo ininterrumpido con un dios inmanente, que se intuye como la suma de los procesos internos de la conciencia poética. “Espacio”, un largo poema en prosa dividido en tres fragmentos, sintetiza el espíritu de una época que encara la poesía como una forma de conocimiento abocada a la experiencia de lo inefable, con sus cimas y sus caídas. El desplazamiento de la poesía de Juan Ramón hacia la prosa poética refleja la búsqueda de nuevas formas que expresen el latido más profundo de lo real. La poesía no puede transigir con los límites de la gramática y la lógica, cuyo objetivo último es ordenar, clasificar y manipular. El poeta anhela otro orden, que no se corresponde con criterios de funcionalidad. Por eso, ignora -o transgrede- la gramática y vulnera los principios de la lógica, abriendo un espacio que posibilita la manifestación de lo esencial. “Liberar al lenguaje de la gramática para ganar un orden esencial más originario es algo reservado al pensar y poetizar”, escribe Heidegger. El anhelo de superar la contingencia de un yo inseparable de su peculiaridad material se advierte tanto en los “borradores silvestres” como en la obra de madurez de Juan Ramón Jiménez. A lo largo de casi toda su producción, el poeta opone el caos a la armonía pitagórica, la penumbra de la razón a la luz mística, el olvido a la eternidad, recurriendo a símbolos como el círculo, la fuente o la rosa para expresar ese orden esencial, originario, donde el ser comparece como lo más próximo y el hombre como su necesario interlocutor.
La desnudez y totalidad que caracterizan el último tramo de la poesía juanramoniana brotan de una disposición de escucha claramente opuesta a la voluntad de poder de la razón técnico-instrumental. De acuerdo con el programa expuesto en Diario de un poeta reciencasado (1916), se pretende ir a la cosa misma, no dejarla caer, permitir que se muestre en su plenitud y en su misterio, en su gozosa materialidad y en su perdurable espiritualidad. Las distintas formas de vida -un chopo, un río, un hombre- no se agotan en su individualidad. No son simples objetos, sino “elementos eternos” orientados a “la vida verdadera”. Sin embargo, la razón sólo advierte su dimensión como entes, sin reparar en el despliegue del ser que soporta su existir. Ese reduccionismo surge de la instrumentalización del lenguaje como simple herramienta, sin otro cometido que asignar un valor de uso a las cosas. La autenticidad del poeta se mide por su capacidad de emancipar al lenguaje de ataduras y conceptos, asumiendo un proyecto que paradójicamente puede conducir al silencio: “Creo que en la escritura poética, como en la música y la pintura -confiesa a Luis Cernuda en una carta escrita en Washington en 1943-, el asunto es la retórica, ‘lo que queda’, la poesía. Mi ilusión ha sido ser más cada vez el poeta de ‘lo que queda’, hasta llegar un día a no escribir”. Como ha señalado Francisco Javier Blasco, Juan Ramón establece una importante distinción entre poesía y literatura: “Lo que generalmente se quiere imponer como poesía es literatura; lo que nosotros queremos imponer como poesía es alma”. El verdadero poeta no se conforma con producir belleza formal, relativa: “la poesía está mucho más allá de la belleza relativa, y su espresión pretende la belleza absoluta”. La literatura no es forma, sino esencia: “La letra (la literatura) mata. Es la esencia la que vive, la que contagia, la que comunica, la que descubre…”. La literatura es arte que acontece en el tiempo y el espacio. La poesía trasciende el tiempo y el espacio, afincándose en la eternidad. Aunque la poesía pura y abierta de Juan Ramón Jiménez nunca pierde “su raíz existencial”, su origen último es -con palabras de Blasco- “la fuerza de irradiación y transformación de una realidad misteriosa e inefable, sin la cual jamás habrá poesía posible. Dicha fuerza se puede experimentar, pero no definir conceptualmente. Escapa por ello al análisis y a la selección”.
Juan Ramón Jiménez empleó trece años en escribir “Espacio”. Durante ese período, leyó -entre otros- a Spinoza y Hegel, realizando pequeñas incursiones en la física de Einstein mediante textos divulgativos. De Spinoza, asimiló la idea de un dios inmanente, indiscernible de la naturaleza. Aunque el filósofo judío holandés niega la inmortalidad individual, admite que todo lo existente experimenta la compulsión de subsistir, de perdurar indefinidamente. Juan Ramón asumió ese conflicto como un diálogo permanente entre la conciencia interior y la conciencia absoluta, entre el yo finito y una infinitud inmanente que fluye sin descanso, reuniendo los distintos momentos del devenir. De Hegel, aprendió que el Espíritu se objetiva progresivamente, de acuerdo con una perfectibilidad creciente. Esa idea le ayudó a preservar la esperanza, no ya de un más allá inteligible, sino de un mundo capaz de redimir sus conflictos mediante la fraternidad universal. La vida del Espíritu no sólo salva a la humanidad, sino que además ofrece un mañana a las cosas, pues nada es despreciable en un proceso de perfección. “Espacio” puede leerse como una recreación de la historia del Espíritu, que sortea el riesgo del nihilismo, postulando el carácter inaudito e irrepetible de cada brizna de realidad. Por último, Juan Ramón Jiménez incorporó a su poesía la descripción de la realidad psíquica como un “flujo de conciencia”, un movimiento que responde a reacciones inmediatas con el entorno y no a pautas lógicas preestablecidas. Esta teoría, formulada por William James, se combinó en muchas ocasiones con las investigaciones de Freud sobre el inconsciente, según las cuales las pulsiones primarias proceden del instinto. El monólogo interior de James Joyce y la escritura automática de los surrealistas intentaron reproducir el “flujo de conciencia”, a veces prescindiendo de cualquier pretensión de sentido. Juan Ramón procedió de modo parecido en “Espacio”, pero conteniendo la dispersión y preservando el significado. Como ha señalado Víctor García de la Concha, el poeta de Moguer “parte no tanto de ideas cuanto de ritmos y emociones”.
En el prólogo de “Espacio”, Juan Ramón apunta que siempre ha fantaseado con un poema “sin asunto concreto, sostenido sólo por la sorpresa, el ritmo, el hallazgo, la luz”. En otro lugar, afirma que “Espacio” nació “en una embriaguez rapsódica”, como “una fuga interminable”. Y -de nuevo en el prólogo- aclara: “Lo que esta escritura sea ha venido libre a mi conciencia poética y a mi espresión relativa, a su debido tiempo, como una respuesta formada de la misma esencia de mi pregunta o, más bien, del ansia mía de buena parte de mi vida, por esta creación singular”. No sin cierto eco órfico-pitagórico, afirma en el Fragmento primero: “Pasan vientos como pájaros, pájaros igual que flores, flores soles y lunas, lunas soles como yo, como almas, como cuerpos, cuerpos como la muerte y la resurrección; como dioses”. Juan Ramón escribe dios en minúscula, distanciándose de la teología católica, que atribuye a Dios omnipotencia, providencia y omnisciencia. “¿Quién sabe más que yo, quién, qué hombre o qué dios, puede, ha podido, podrá decirme a mí qué es mi vida y mi muerte, qué no es?”. La insistencia en escribir dios en minúscula retrasó la aparición de “Espacio” en España, pues en la inmediata posguerra la censura eclesiástica oponía su veto a cualquier ejercicio de libertad, particularmente si se aplicaba a sus dogmas. ¿De qué dios habla el poeta? ¿De un dios identificado con la conciencia interior, con un yo romántico hipostasiado como suprema objetivación del espíritu? ¿De un dios que se confunde con la naturaleza? ¿Estamos ante una interpretación panteísta de la divinidad? Juan Ramón no se baña en las aguas de la exasperación romántica, con su subjetividad exacerbada. Tampoco se adhiere al credo panteísta. El dios al que alude es un absoluto al que se accede mediante la contemplación y la experiencia interior. Un absoluto inmanente, que deviene y crece con la cosecha del tiempo. Un absoluto que reúne la identidad y la alteridad, lo uno y lo múltiple. Es un absoluto que nos hace salir de nosotros mismos y regresar con la conciencia iluminada por un chispazo de logos. Logos que no es razón cartesiana, instrumental, sino razón poética, que funde lo central y lo periférico, la subjetividad y la otredad. Pese a que Juan Ramón aseguró haber visto “en lo místico panteísta, la forma suprema de lo bello”, su intimismo -que convoca al yo con su inevitable historia- siempre apunta al otro, al “hombre hermano”. El dios intuido por el poeta es la fuente de “esa esperanza májica” que llamamos eternidad. No se refiere a la eternidad anunciada por la iglesia católica, con la que rompió en 1917, sino a una eternidad que suma y no resta, “la suma que es el todo y no acaba”. La eternidad vive. No es algo inmóvil y, menos aún, un bucle. El círculo que fascina al poeta no esconde el eterno retorno, sino una apertura. La eternidad es suma, pero la suma no es cantidad, sino amor. La eternidad no es duración ilimitada (“grande es lo breve”), sino abundancia, profusión. Sólo podemos entender la naturaleza de lo eterno mediante imágenes, como el mar, quizás la metáfora más poderosa del segundo Juan Ramón: “Para acordarme de por qué he nacido, vuelvo a ti, mar”. La eternidad es un ideal y la conciencia finita no puede vivir sin ideales: “Hombres, mujeres, hombres; hay que encontrar el ideal, que existe”. Mirando hacia tras, rectifica: “No, no era todo menos, como dije un día, ‘todo es menos’; todo era más, y por haberlo sido, es más morir para ser más, del todo más”. La fecundidad de la muerte, que añade y no resta, revela la verdadera dimensión del presente: “¡Sí, todo, todo, ha sido más y todo será más! No es el presente sino un punto de apoyo o de comparación, más breve cada vez; y lo que deja y lo que coje, más, más grande”.
El presente no es algo desdeñable, sino un milagro sucesivo, una teofanía en progreso. Con sensibilidad franciscana, Juan Ramón Jiménez celebra el canto de un pájaro: “¡Cómo te llamo, cómo te escucho, cómo te adoro, hermano eterno, pájaro de la gracia y de la gloria, humilde, delicado, ajeno; ánjel del aire nuestro, derramador de música completa!”. Para comprender, no hay que elaborar conceptos. Para comprender, hay que cantar y amar. “Pájaro, amor, luz, esperanza; nunca te he comprendido como ahora; nunca he visto tu dios como hoy lo veo, el dios que acaso fuiste tú y que me comprende”. Juan Ramón finaliza el Fragmento primero con optimismo dionisíaco: “¡Qué regalo de mundo, qué universo májico, y todo para todos, para mí, yo! […] Todo es nuestro y no se nos acaba nunca! ¡Amor, contigo y con la luz todo se hace, y lo que haces, amor, no acaba nunca!”. Podemos vislumbrar la eternidad en “la presencia concreta” de las “imájenes de amor”. Esa presencia está al alcance de todos, pero sólo la percibe el poeta -y poeta es todo hombre que reconoce la belleza absoluta. “Suma gracia y gloria de la imajen”, escribe Juan Ramón. La imagen no es algo efímero o imposible, sino la verdad profunda del ser.
No es casual que Juan Ramón Jiménez colaborara durante su exilio con Orígenes, la revista fundada por José Lezama Lima. Ambos poetas concebían al hombre como un ser para la eternidad, pero con una importante diferencia: Lezama creía en la resurrección del cuerpo y el alma; Juan Ramón, en cambio, sólo esperaba una inmortalidad impersonal, que podíamos intuir al descubrir el rumor del universo en nuestro interior, con su espacio, su tiempo y su luz, expandiéndose como una interminable obertura. En cualquier caso, el camino hacia la eternidad pasa necesariamente por la poesía, que convierte el pasado -aparentemente inerte- y el futuro -aún inexistente- en luminosa presencia.