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Juan de Mairena nos aconseja huir del dogmatismo. La adhesión a un credo es un yugo que oscurece el juicio. “Tomar partido –señala Mairena, con la sabiduría de los sofistas- es no sólo renunciar a las razones de vuestros adversarios, sino también a las vuestras; abolir el diálogo, renunciar, en suma, a la razón humana”. Se ha dicho que Antonio Machado quizás habría actuado como su hermano Manuel, si la rebelión militar lo hubiera sorprendido en la zona donde triunfó el pronunciamiento, pero no parece probable. Los valores laicos y republicanos impregnan toda su obra, revelando que Antonio Machado siempre tomó partido por el proyecto de una España democrática y popular. Lejos de cualquier forma de fanatismo, su adhesión a la Segunda República obedece a un imperativo de la razón. El diálogo, la tolerancia y la duda sólo son posibles en el marco de la libertad, nunca en una plaza dominada por tribunos, terratenientes y curas aficionados a sentarse en la mesa del rico, ignorando la parábola bíblica del pobre Lázaro y el avariento Epulón. Manuel Machado se mostró servil con Franco, el dictador que aniquiló brutalmente a sus adversarios, invocando una idea de España opuesta a la voluntad de clarificación del racionalismo ilustrado. El jacobino Antonio Machado prefirió ejercer la resistencia hasta que los bárbaros lanzaron su última ofensiva sobre Madrid. El valiente rompeolas no pudo soportar la rabia de la España negra y tridentina, que acabó con la Edad de Plata de nuestra cultura.
Juan de Mairena describió el infierno como “la espeluznante mansión del tiempo, en cuyo círculo más hondo está Satanás dando cuerda a un reloj gigantesco”. El reloj de arena que acompaña a la guadaña nunca deja de girar. El ser humano contempla con angustia ese movimiento, pues sabe que la clepsidra que escancia la arena lo aproxima a la muerte. La eternidad es un misterio, tal vez una simple ensoñación de una mente hostigada por el imparable devenir. Sólo el instante parece real y quizás la única forma de permanencia que podamos imaginar. El instante no es una vivencia, sino un don de la palabra. La poesía no es un simple tributo a la belleza. La poesía es la forma más alta de trascendencia. Admirador de Henri Bergson, Antonio Machado asimiló gran parte de sus enseñanzas. Al igual que el filósofo francés, pensaba que el tiempo es duración, una vivencia que retiene el pasado y anticipa el futuro. Si el instante se reduce a un punto en el espacio, el tiempo se fractura en una sucesión de compartimentos estancos. Es la visión de la mecánica, que interpreta el universo como materia inerte y divisible. Por el contrario, Bergson describe el cosmos como el hilo de un ovillo, que se ondula y comunica en todos sus momentos. El tiempo es algo vivo, que fluye en todos los sentidos. Los instantes se penetran mutuamente, manteniendo una comunicación permanente entre lo vivido y el porvenir. No hay dos instantes idénticos. El tiempo es irreversible porque cada momento es diferente y nunca deja de transformarse. El pasado que se reescribe incesantemente. La memoria es la fuerza creativa que imprime al tiempo una estructura abierta y narrativa. El ser se dice. No es algo fijo y permanente. La palabra es la flecha que vivifica el tiempo. Mairena apunta que la palabra poética sólo manifiesta su poder transformador en la voz de “los niños de las escuelas populares”, cuya dicción siempre es más precisa y auténtica que la declamación huera de los recitadores. Sólo la inocencia puede captar el latido de la palabra, recreando el mundo y recogiendo la cosecha de los días pretéritos.
La poesía no es una cifra que mide los versos o un espejo situado en la orilla del tiempo, sino un acto creador que ensancha lo real: “Todo amor es fantasía/ […] No prueba nada / contra el amor que la amada / no haya existido jamás…”. La comprensión de la poesía no depende de la intuición, sino del pensamiento. “No es lo mismo pensar –advierte Mairena- que haber leído”. Pensar no es urdir filigranas, sino actualizar la sabiduría popular, que nunca ha tolerado un formalismo vacuo y preciosista: “Huid del preciosismo literario, que es el mayor enemigo de la originalidad. Pensad que escribís en una lengua madura, repleta de folklore, de saber popular, y que ése fue el barro santo de donde sacó Cervantes la creación literaria más original de todos los tiempos”. El saber popular reconoce a los maestros como Abel Martín, cuya modestia se parece a la de Platón, dispuesto a atribuir sus reflexiones a Sócrates, su mentor. El saber popular entiende que el folklore es “cultura viva y creadora de un pueblo”. El folklore es el alma de las naciones. El pueblo griego no habría existido sin Homero, que sintetizó los relatos recitados por poetas ambulantes o aedos en las distintas polis. El genio de Atenas llamea en los hexámetros de la Ilíada, alumbrando retrospectivamente una unidad cultural que sólo se hizo realidad en el terreno de la poesía, pues la rivalidad entre las diferentes ciudades impidió la unidad política.
La conciencia republicana de Machado se refleja en un patriotismo autocrítico: “Yo siempre os aconsejaré que procuréis ser mejores de lo que sois: de ningún modo que dejéis de ser españoles. Porque nadie más amante que yo ni más convencido de las virtudes de nuestra raza. Entre ellas debemos contar la de ser muy severos para juzgarnos a nosotros mismos”. Un buen español lidia con nuestras imperfecciones, sin ocultarlas o minimizarlas: “La posición es honrada, sincera y profundamente humana. Yo os invito a perseverar en ella hasta la muerte”. Antonio Machado continúa la estela de Cervantes, mostrando que el amor a España sólo puede concebirse desde el inconformismo. No podría ser de otro modo en un maestro del optimismo trágico. Utópico, Mairena pide lo imposible: “Que nuestro propósito sea más o menos irrealizable, en nada amengua la dignidad de nuestro propósito”. Alonso Quijano fracasa una y otra vez, pero su idealismo es la única brújula que puede orientarnos. Los españoles son aficionados a denigrarse, sin dedicar demasiado tiempo a conocerse: “Una pérdida total de simpatía hacia lo nuestro va construyendo poco a poco en nuestras almas un espíritu crítico que necesariamente ha de funcionar en falso y que algún día tendremos que arrumbar en el desván de los trastos inútiles”.
La grandeza de España no está en sus hazañas de ultramar, sino en las clases populares: “En España lo mejor es el pueblo –escribe Antonio Machado en las últimas semanas de la guerra-. Por eso la heroica y abnegada defensa de Madrid, que ha asombrado al mundo, a mí me conmueve, pero no me sorprende. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos invaden la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre”. Juan de Mairena no es un señorito, sino un maestro que dialoga y cuestiona sus enseñanzas. Su sentido crítico no implica menosprecio o escasa autoestima. Su palabra es tiempo que discurre como un río caudaloso, sembrando plenitudes y claridades. Su poesía es duración, memoria que preserva y revive lo anterior, sin dejar de apuntar a un futuro que se hace con barro, ilusión y alguna brizna de desengaño. Aún es pronto para despedirse de él. En la próxima y última entrega, conoceremos algo mejor sus deslumbrantes intuiciones y sus humanísimas flaquezas, que testimonian el genio irrepetible de los maestros apócrifos.
- Juan de Mairena, maestro apócrifo (I)