En los años sesenta, Miguel de Unamuno (Bilbao, 1864-Salamanca, 1936) aún disfrutaba del reconocimiento reservado a los escritores que representan una época y, en cierta medida, encarnan un destino. Se le consideraba el perfecto ejemplo de escritor finisecular, condenado a debatirse entre la fe y la razón, la espiritualidad y el progreso material, la ensoñación utópica y la nostalgia por el mundo preindustrial. En las postrimerías del franquismo, Unamuno perdió su primado. Se le acusó de egocéntrico y reaccionario. Se dijo que su poesía era de otra época y sus ensayos una colección de dislates. Su beligerante españolismo y su cristianismo agónico propiciaron los juicios sumarísimos. En 1975, Joan Fuster publica Contra Unamuno y contra los demás, afirmando: «Don Miguel no era un existencialista: era la Niña de los Peines y Conchita Piquer en una sola pieza, un fenómeno marginal y aberrante». En El cuaderno gris, Josep Pla no se muestra menos implacable: «¡Qué delirante galimatías es este hombre y este país!».
Socialista, republicano, desencantado, «español español», Unamuno nunca se abstuvo de opinar. Jamás le preocupó ser incómodo e intempestivo. De abolengo vizcaíno, halló su patria espiritual en Salamanca, donde se estableció con su mujer Concha Lizárraga, que le daría nueve hijos. Tras conseguir plaza de catedrático de griego, se convirtió en rector de la Universidad, con sólo treinta y seis años. Su oposición a la monarquía de Alfonso XIII y a la dictadura de Primo de Rivera le costó el cargo y el destierro en Fuerteventura. Aunque es indultado a los pocos meses, rechaza volver a España y se instala en Hendaya, tras una pequeña temporada en París. Cuando cae Primo de Rivera, Unamuno regresa. Celebra la llegada de la República, que le devuelve su puesto de rector, y se presenta a las elecciones parlamentarias, obteniendo un escaño como candidato independiente de la coalición republicano-socialista. No tarda en desencantarse, renunciando a presentarse en los comicios de 1933. Se jubila, pero es nombrado rector vitalicio a título honorífico y se crea una cátedra con su nombre. En 1935 se le concede la distinción de ciudadano de honor de la República, pero eso no impide que manifieste su disconformidad con las reformas emprendidas en el terreno político y religioso, convirtiendo a Manuel Azaña en blanco de su ira, con un encono difícilmente excusable.
Cuando se produce la rebelión militar, cree que los espadones son regeneracionistas que plasmarán el viejo lema de «despensa y escuela», pero la brutalidad de la represión en la retaguardia franquista –que acaba con la vida de algunos de sus mejores amigos, como el alcalde republicano de Salamanca Pietro Castro, el periodista socialista José Sánchez Gómez y el pastor anglicano Atilano Coco- le revela que ha cometido un trágico error. El 12 de octubre de 1936 se celebra el Día de la Raza en el paraninfo de la Universidad de Salamanca. Unamuno ha sido destituido por Azaña y Franco le ha repuesto en el cargo, pero ese gesto no ha logrado ofuscar su juicio. Después de escuchar a varios oradores vilipendiando a Cataluña y el País Vasco, Unamuno –que lleva en el bolsillo una carta de la esposa de Atilano Coco, suplicando clemencia- libera su indignación y exclama: «La nuestra es sólo una guerra incivil. Vencer no es convencer […] y no puede convencer el odio que no deja lugar para la compasión». Millán-Astray responde con un histérico: «¡Viva la muerte!», pero no amedranta a Unamuno, que le acusa de elaborar una paradoja «repelente». Franco le destituye como rector y pasa el resto de sus días en un discreto arresto domiciliario. Se le permite entrevistarse con el periodista Kazantzakis, al que declara: «No soy fascista ni bolchevique; soy un solitario». Poco después, escribe a Lorenzo Giusso: «La barbarie es unánime. […] Ha brotado la lepra católica y anticatólica. Aúllan y piden sangre los hunos y los hotros». Muere el 31 de diciembre de 1936, mientras hablaba en su domicilio de la calle Bordadores con el falangista, profesor de Derecho y antiguo alumno Bartolomé Aragón. A pesar de su enfrentamiento con los sublevados, los falangistas convierten su entierro en un acto de exaltación nacional.
«Unamuno es plenamente moderno –escribe Octavio Paz-, pero no lo es, como se dice con frecuencia, por su meditación del tema de la muerte de Dios. Su agonía no es la agonía del cristianismo, sino la del pronombre yo… Si algo se salva en Unamuno no es la realidad del yo ni la de Dios, sino la realidad de lo imaginario, las ficciones que somete al yo para no anularse». Esta apreciación adquiere un especial dramatismo en Niebla (1907), cuando el protagonista, Augusto Pérez, visita a Unamuno y le pide no morir, señalándole que creador y criatura pertenecen a la misma constelación de precariedad e incertidumbre: «¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos, todos, todos sin quedar ni uno! […] Os lo digo yo, Augusto Pérez, ente ficticio como vosotros, nivolesco lo mismo que vosotros. Porque usted, mi creador, mi don Miguel, no es usted más que otro ente nivolesco». Unamuno creó un nuevo género, la «nivola», que representó la superación de la novela realista, con su aparatosa escenografía: caracterización psicológica, ambientación meticulosa, narración omnisciente en tercera persona.
Siempre he creído que la mejor «nivola» de Unamuno no es Niebla, sino Abel Sánchez (1917), un descenso vertiginoso al pozo de las emociones primarias, donde el odio lucha ferozmente contra el amor. Menos ensayística que Niebla, más áspera, dura y minimalista, reproduce la crisis espiritual que experimentó el escritor la noche del 23 de mayo de 1897, y anticipa la tragedia colectiva que dividió a España en 1936. En Abel Sánchez, Unamuno se rebela contra la idea de ser otro, pero entiende que querer y ser querido implica una relajación del yo, semejante a la que se produce en la relación entre madre e hijo. La idea de la mujer como madre y redentora se repite en San Manuel Bueno, mártir (1931), una auténtica obra maestra que escenifica el drama interior del párroco de Valverde de Lucerna, un pueblecito de Zamora con un hermoso lago. Ángela Carballino narra el sacrificio de Manuel Bueno, que ha perdido la fe, pero finge conservarla por el bien de sus parroquianos. Cuando invirtiendo los papeles le pide la absolución, ella se siente ungida por el misterio del sacerdocio y se la concede «en nombre de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo». Al salir de la iglesia, «se me estremecían las entrañas maternales», escribe Ángela, con un dolor semejante al de la Virgen en el Gólgota.
La tía Tula (1921) es otro de los grandes logros narrativos de Unamuno, una «nivola» algo menos desnuda y esquemática en sus planteamientos formales, pero con una enorme fuerza dramática. Gertrudis, a la que todos llaman tía Tula, no tiene hijos, sino sobrinos, pero asume ser su madre cuando muere su hermana Rosa. Ramiro, su cuñado, hubiera deseado casarse con ella, y aprovecha su viudez para sincerarse, pero la tía Tula le rechaza: «Acaso he tenido una idea inhumana de la virtud, [pero] te lo confieso, el hombre, todo hombre, […] me ha dado miedo siempre; no he podido ver en él sino el bruto. Los niños, sí; pero el hombre… He huido del hombre». En Cómo se hace una novela (1928), Unamuno habla una vez más de Dios, España, la política rebajada a «ideocracia» y la lucha del yo para no diluirse en el nosotros. Escrita en Hendaya, la obra finaliza con una expresión de subjetivismo radical que no implica la deserción de las obligaciones ciudadanas: «Y yo estoy aquí, en el destierro, a la puerta de España y como su ujier, no para lucir y lucirme, sino para alumbrar y alumbrarme, para hacer nuestra novela historia, la de nuestra España. Y al decir que estoy aquí para alumbrarme, con este “me” no quiero referirme, lector mío, a mi yo solamente, sino a tu yo, a nuestros yos. Que no es lo mismo nosotros que yos».
Del sentimiento trágico de la vida (1912) es uno de los momentos estelares del ensayismo español. Unamuno sigue a Kant, rechazando la posibilidad de una teodicea racional («Querer definir a Dios es pretender limitarle en nuestra mente; matarle. En cuanto tratamos de definirlo, nos surge la nada»), postulando la idea de un Dios-Hombre, del Dios encarnado en Jesús de Nazaret, que acompaña al ser humano en su sufrimiento y nos salva de la finitud: «A Dios no le necesitamos ni para que nos enseñe la verdad de las cosas, ni su belleza, ni nos asegure la moralidad con penas y castigos, sino para que nos salve, para que no nos deje morir del todo». Unamuno expresa el mismo anhelo en El Cristo de Velázquez (1920), un largo poema compuesto por 2.500 endecasílabos, fruto de siete años de trabajo: «¡Sin Ti, Jesús, nacemos solamente / para morir; contigo nos morimos / para nacer y así nos engendraste».
Yo he frecuentado a Miguel de Unamuno en las obras completas editadas por Afrodisio Aguado en los años cincuenta, con excelentes prólogos y notas de Manuel García Blanco, catedrático de la Universidad de Salamanca. Los diez volúmenes de la Biblioteca Castro, al cuidado del tristemente desaparecido Ricardo Senabre (quizá el mejor profesor y crítico literario de su generación), representan la mejor elección para el lector de nuestros días, sin menospreciar la infinidad de ediciones de obras sueltas, donde destacaría la labor de la colección Letras Hispánicas de Cátedra. Al igual que Azorín, Unamuno sufre un lento e injusto declive. La sensibilidad contemporánea se mueve en otra dirección, pero los clásicos son atemporales y pueden soportar la indiferencia de varias generaciones. «Más vale equivocarse con alma que sin ella», escribió Unamuno. Yo apuesto con alma que Unamuno volverá a encender pasiones. No por su presunto histrionismo, sino por su profunda, intensa y sincera búsqueda de la verdad.