Antes que nada, disculpen por avasallarles desde la primera persona del singular, pero para hablar de Esto no es Suecia (Aina Clotet, Daniel González & Valentina Viso, 2023) me es imposible desentenderme de la intransferible sensación de alteración nerviosa que me acompañó durante la mayor parte de sus ochos episodios. Terminarla me ha costado más que cruzar el Atlántico en piragua.
Y asumo que tan subjetiva apreciación es un problema casi exclusivamente mío, al menos a tenor de los parabienes que ha recibido esta producción hispano-sueca, entre ellos el premio Prix Europa a la mejor serie de ficción de 2023, estrenada el pasado 28 de noviembre y disponible en RTVE Play.
Pero si hablamos de personalismos, muy personal es, también, el remozado ficcional al que Aina Clotet, co-creadora de la serie, y Marcel Borrás, coprotagonista, han sometido su historia como pareja real y padres de dos niños. Habrá quien aduzca que mi vida sin hijos me invalida a la hora no ya de valorar sino siquiera de apreciar las tribulaciones por las que atraviesan Mariana (Aina Clotet) y Samuel (Marcel Borrás).
['Condena': sororidad a contrapelo en la cárcel de mujeres]
Podría responderles que nunca me he ganado el sustento practicando el homicidio y, sin embargo, logré hallar rastros de empatía viendo The Killer (David Fincher, 2023), por citar un estreno reciente, además de una película singularmente fría, robótica. Sucede que me es del todo imposible identificarme mínimamente con los protagonistas -lo sé, el problema es mío-, un matrimonio con dos churumbeles a cargo que decide abandonar Barcelona ciudad para trasladarse al barrio de Vallvidrera, una montaña urbanizada en la que cultivar una existencia y un educación más libres, más abiertas, más suecas.
Aquí Suecia funciona como mitología y Annika (Liv Mjönes), la vecina de los protagonistas, como diosa nórdica y, por lo tanto, ideal de aspiración al que Mariana busca parecerse. Pero ¿quiénes son Mariana y Sam? Un par de hippijos -que es como a mí me gusta llamarles- que pertenecen a una generación (mi generación) y a una clase media (mi clase social) que les ha procurado un desarrollo tranquilo, arropados por todas las ventajas que sus padres pudieron adquirir del surtido con que les obsequió el estado del bienestar, personas a las que todo les ha ido bien sin necesidad de grandes sacrificios, retoños del árbol de la transición destinados a tener todo aquello que sus progenitores no tuvieron y que, justo por eso, estos no han ahorrado esfuerzos en proporcionarles.
Somos una generación que, hasta hace no tanto, desconocía la palabra renuncia, que tuvo de casi todo casi enseguida –mi padre lo resume con la siguiente frase: “teniu massa de tot”- y a la que nos cuesta entregarnos a ciertas privaciones. Incluso cuando llegan los hijos. Mariana y Sam ansían hacer todo aquello que hacían antes del aterrizaje de su progenie, así que su cotidianeidad es ahora un campo de batalla en el que los juguetes infantiles se despliegan como tanques y los agravios acumulados vuelan como proyectiles mientras Lía (Violeta Sanvisens), la mayor y el gran descubrimiento de la serie, ejerce de observadora parcial de la ONU, un casco azul con mala baba que manipula los deseos paternos y maternos en función de los suyos.
Es muy probable que aquellos que tengáis hijos de esas edades en estos tiempos -si mi abuela hubiese visto Esto no es Suecia lo mismo busca en las Páginas Amarillas el teléfono de Aina Clotet para decirle cuatro cosas- os veáis reflejados en las cuitas de esta pareja; lamento deciros que yo solo veo patetismo. Lo veo en Mariana porque su retrato nos presenta a una niña bien que ha escalado hasta la cuarentena y, tras pasarse cuatro años criando a su hija mayor, ha decidido volver al trabajo y pasarle el muerto (en este caso el vivo) a su marido, a cargo casi en solitario de cuidar al pequeño Max.
Uno asume que Mariana está más perdida que los votantes de Junts después de la amnistía, pero sus procederes son, la mayoría de las veces, vituperables. Importa alfombras tejidas por pobres mujeres marroquíes para venderlas como una ‘experiencia’ y sacarles un buen rédito. Actúa siempre de manera unilateral, ya sea contratando a unos operarios para cortar un árbol caído en el patio de la escuela sin consultar a los responsables del centro, ya sea apartando a su hija del colegio para que su marido la eduque en casa o decidiendo, de buenas a primeras, retirar a su severa madre de la residencia de ancianos en la que pasa sus últimos años.
Para ella la vida es como comprar ropa en El Corte Inglés, ese lugar en el que siempre puedes devolver aquello que no te gusta, aunque haya pasado un año. Samuel no le va a la zaga. Un tipo apocado y gris que no contradice a su mujer para no armar más revuelo. Un reprimido multinivel (laboral, personal y sexualmente) al que la crianza ni se le da bien, ni le gusta, un paralítico doméstico que construye su felicidad virtual en Instagram mientras su existencia se desmorona.
Si los personajes no me proporcionan ningún asidero (me resultan insufribles), la construcción de la serie, tampoco. Su estructura es muy funcional, de plantilla (de hecho, sus escasos excursos siempre son bienvenidos como sucede en los episodios quinto y octavo, por ejemplo). Después del plot twist con el que acaba el primer capítulo (luego entraremos en ello), cada episodio arranca con un fragmento de la terapia grupal que Mariana y Sam han montado para los padres y madres del barrio.
En esa sesión se toca un tema (límites, sexo, familia, conciliación) y este desarrolla a lo largo de los siguientes 40 minutos, ejemplificado por las distintas vicisitudes que afectan a la pareja que, tras armar desastrosas estrategias para hacer frente/superar ese obstáculo, termina embarrándose más (como era de prever, por otra parte).
Un inciso. El capítulo dedicado al sexo (4), en el que no falta la cita a Erika Lust, termina con una improvisada entre Mariana, Sam y la pareja que forman Pablo (Enric Auquer), exsocio de Samuel, y su embarazada esposa (Blanca Valletbó). Pues bien, ni ese episodio, que para alguien antiguo como yo supondría un cisma matrimonial por todo lo que implica, ni la fugaz relación extramarital de Sam con una joven universitaria tienen mayores consecuencias, o al menos no de manera inmediata.
En todo caso, esa permisividad sexual, habida cuenta de la total ausencia de intimidad erótica entre Mariana y Sam, no parece tanto una manifestación del aperturismo de su relación como el correlato último de un fracaso sentimental -refrendado en el séptimo episodio- del que el desapego sexual solo es una pequeña porción, enésimo punto en una larga lista de frustraciones que va desde la imposibilidad sistémica de conciliar vida profesional y cuidados familiares, pasando por el fiasco en la aplicación de las teorías de la crianza new age, hasta la renuncia a aparcar las pasiones personales para sumar el tiempo ganado a la atención de los hijos. En resumen: estoy muy mayor.
Por lo demás, y dejaré voluntariamente aparte la actualización de El turismo es un gran invento (Pedro Lazaga, 1968) que protagonizan Tomás del Estal e Ia Langhammer, creo que la secuencia final resume esa mirada patética que se derrama como un churretón de pintura fosforito sobre los protagonistas -la serie parce decirles constantemente “sois unos gilipollas”, algo en lo que no puedo estar más de acuerdo- con esa traducción fílmica de aquel rezo infantil (los que se pelean se desean) capturada en cámara lenta al son del ‘Gimme! Gimme! Gimme!’ de ABBA, enfatizando hasta el sonrojo lo absurdo del comportamiento de Mariana y Sam, dos padres en constante recálculo, perdidos, solos.
Definitivamente, Vallvidrera no es Suecia ni esta serie es para mí.