David Simon, el relojero de Baltimore
'La ciudad es nuestra' no puede verse únicamente como un estudio sobre la brutalidad y la corrupción policiales, sino como un fracaso institucional en el que están involucrados el poder ejecutivo, el legislativo y la propia policía
David Simon regresa a su ciudad natal catorce años después de la totémica The Wire (David Simon, 2002-2008). Lo hace con una historia basada en hechos reales, la del sargento de la Gun Trace Task Force (GTTF) Wayne Jenkins, interpretado por Jon Bernthal en la que quizá sea la mejor actuación en lo que llevamos de año. El argumento, que parte de la novela de Justin Fenton We Own This City: A True Story of Crime, Cops and Corruption, explora la red de corrupción tejida por Jenkins y su unidad.
Su labor, consistente en eliminar de la circulación armas, drogas y dinero procedente de actividades ilegales para bajar la tasa de delincuencia en Baltimore terminó convirtiéndose en la principal fuente de ingresos de la GTTF, que se dedicaba a quedarse parte de los fondos requisados y, en el caso de Jenkins, a revender los estupefacientes incautados utilizando a un amigo fiador como intermediario.
En realidad, circunscribir esta miniserie de seis episodios a la figura de Jenkins sería como afirmar que Biblia va sobre Jesucristo. Como (casi) siempre, Simon nos suelta en mitad de una composición caleidoscópica que trata de ofrecernos una visión lo más completa posible de un sistema. Un sistema, además, que funciona en red y que no admite el análisis individual de una de sus partes. Necesita ser examinado en su conjunto para hacerse descifrable. Así, La ciudad es nuestra no puede verse únicamente como un estudio sobre la brutalidad y la corrupción policiales, sino como un fracaso institucional en el que están involucrados el poder ejecutivo (el ayuntamiento), el poder legislativo (la Oficina de Derechos Civiles) y la propia policía (desde sus responsables políticos a los agentes, pasando por los mandos intermedios).
Tampoco puede obviarse el contexto. El 27 de abril de 2015, el ciudadano afroamericano Freddie Gray fue asesinado mientras estaba bajo custodia policial. Así lo determinó la fiscal del estado de Maryland, Marilyn Mosby, que consideró su muerte como un homicidio involuntario perpetrado por los seis agentes que lo detuvieron. El caso Gray desató graves disturbios en la ciudad y las primeras consecuencias no se hicieron esperar.
La credibilidad de la policía perdió enteros y los agentes, repudiados por sus conciudadanos y desprestigiados sistemáticamente por las autoridades judiciales (sus detenciones rara vez se sostenían frente a los jueces), empezaron a patrullar menos. La absolución de los policías implicados en el homicidio de Gray destruyó el más mínimo atisbo de confianza que la población pudiese tener en sus fuerzas de seguridad y las cifras de delincuencia subieron como la reputación de un muerto recién enterrado. En 2015, en una ciudad de 650.000 habitantes como Baltimore, se registraron cerca de 300 asesinatos.
Sobre ese coctel en el que se agitan violencia y corrupción, pérdida de fe en las instituciones, zanganeo policial y falta de inversión municipal, vierte Simon su mirada omnímoda para alicatar un cuidadísimo mosaico de perspectivas y cronologías. El arquitecto de Treme (David Simon & Eric Overmeyer, 2010-2103), que esta vez forma tándem creativo con el novelista George Pelecanos y que vuelve a contar con guionistas como Ed Burns y William F. Zorzi, entrega un relato con una estructura muy particular que exige plena atención del espectador so pena de quedar descolgado entre tanto zigzag narrativo.
En cualquier caso, el storytelling simoniano no se rige por la lógica del capricho. En primer lugar, tenemos tres líneas temporales que van intercalándose siempre con intención dramática y nunca cayendo en lo formulario. Lo que podríamos denominar presente narrativo, que arranca en marzo de 2017 con el inicio de los interrogatorios a los miembros de la unidad dirigida por Jenkins, formaría un bloque. El segundo daría comienzo en 2003, con la entrada del futuro sargento en el cuerpo. Y habría un tercero compuesto por la investigación que sirvió para armar el caso, iniciada en octubre de 2015, con las secuelas del affaire Gray en plena ebullición.
Los saltos de una cronología a otra son constantes -y los tres hilos argumentales van estirándose hasta unirse-, lo que complica el seguimiento de la historia que aún se torna más laborioso con la activación de numerosos puntos de vista. A saber: el de Jenkins; el de los agentes del FBI, Erica Jensen (Dagmara Dominczyk) y John Sieracki (Don Harvey); el de Nicole Steele (Wunmi Mosaku), recién nombrada miembro de la Oficina de Derechos Civiles y el del agente Sean Suiter (Jaime Hector), excompañero de Jenkins y ahora en la brigada de homicidios. Hay, además, toda una serie de subtramas con una focalización propia, como toda la evolución del comisionado Kevin Davis (Delaney Williams) o la referida a las intervenciones de los detectives David McDougall (David Corenswet), Gordon Hawy (Tray Chaney) y Scott Kilpatrick (Larry Mitchell) que son los que ponen en marcha el caso contra la GTTF.
Para más inri, los guiones no solo se ocupan de registrar el proceso contra Jenkins y su unidad, sino que también reflejan su cotidianeidad laboral mostrando un sinnúmero de intervenciones. Tanto esa estructura alambicada como la insistencia en mostrar ese día a día parecen obedecer a un objetivo muy claro que es incidir en que la historia se repite ad nauseam.
Si se nos obliga a ver un buen puñado de acciones policiales (una decisión que abusa de manera consciente de la reiteración) es para que no caigamos en el error de pensar que los casos de brutalidad policial son aislados (mención especial merecen las intervenciones de Daniel Hersl interpretado por un Josh Charles -The Good Wife, Sports Night- en un registro muy distinto al habitual). Si una situación nos es mostrada desde distintas ópticas -por ejemplo, las charlas que Steele mantiene con distintos funcionarios o cargos electos a propósito de ese muro infranqueable que se levanta entre la voluntad política y la realidad presupuestaria- es para que percibamos que puede cambiar el nombre de quien dirige un ciudad o de quien comanda la policía, lo que no cambiará (lo que no tiene arreglo) es el sistema.
Hay que tener en cuenta que David Simon nunca estructura sus episodios sobre bases aristotélicas (principio-nudo-desenlace) sino que va pegando escenas (aparentemente) sueltas sobre un panel (la temporada) que adquiere sentido solo al final, cuando hemos sido capaces de juntar las piezas y comprobar que el puzle sí responde a ese ordenamiento propio de la narrativa clásica. Este modelo demanda una audiencia activa, a la que, sin embargo, los guionistas no dejan sola en ningún momento.
Una cosa es que sea obligatorio poner en marcha nuestro sentido de la inferencia para seguir la historia, y otra muy distinta es que ésta sea ininteligible. La ciudad es nuestra está repleta de detalles que hacen que uno sepa en todo momento en qué tiempo se encuentra. Las fechas (señaladas por las videocámaras, los intertítulos o la base de datos en la que se introducen los informes policiales), los espacios o el aspecto del propio Jenkins nos sitúan a la perfección en el interior de la diégesis.
Como es habitual, el nivel de minuciosidad del guionista de Baltimore es abrumador. Es como si el maestro relojero de la Jaeger se hubiera puesto a escribir teleficción. En una serie profusamente coral como esta, es fácil que los personajes se conviertan en simples vehículos vacíos de personalidad que solo han de trasladarle al público la información necesaria para que la trama siga avanzando. Sin embargo, todos ellos tienen al menos una secuencia que los singulariza, que impide que sean roles intercambiables. Pongo dos ejemplos:
1) En su presentación, Nicole Steele detiene su vehículo para observar una detención. Varios agentes intentan reducir a un hombre mientras la multitud les graba con sus móviles para ver si registran algún indicio de mala conducta. Steele hará lo mismo que esa turba, mayormente integrada por afroamericanos como ella, solo que seguirá y seguirá grabando hasta que los policías se resignen y no practiquen el arresto. Esa escritura de acción, como me gusta denominarla y que Simon práctica tan a menudo, nos muestra a un personaje que se debate entre su condición de minoría continuamente vapuleada y su mandato profesional.
Steele registra el incidente para tener pruebas sobre las malas conductas sobre las que quiere indagar -y empezar a limpiar un cuerpo que apesta a corrupción y que, además, siempre carga contra los mismos, contra los suyos- pero termina topándose con un desenlace que no espera. Ese será su dilema -al final sabremos que no tiene solución- entre el deber moral y para con su comunidad y el deber institucional. Es alguien que quiere cambiar las cosas desde dentro y que descubre que es imposible (como le sucede cuando graba el video, espera una cosa y se encuentra con otra). Demoledor.
2) Otro ejemplo lo tenemos en la agente del FBI Erika Jensen. En La ciudad es nuestra todas aquellas mujeres y hombres de la ley que se dedican a desinfectar las instituciones no tienen vida. A Jenkins y a sus colegas los veremos haciendo barbacoas o alternando en bares de striptease. A los que pretenden darles caza solo los veremos currar. Simon se cuida muy mucho de demonizar por completo a todas las fuerzas de seguridad del Estado, por más que no deje de señalar sin titubeos que algo huele a podrido en Baltimore.
Y lo hace de manera muy sutil, mostrándonos a Jensen ensayando con su flauta en las oficinas mientras esperan interceptar alguna escucha que les permita imputar a los sospechosos. Es un detalle nimio, pero es tan extemporáneo -ver un instrumento musical donde solo hay monitores, placas, pistolas y comida rápida; escuchar a Debussy en lugar de la enésima sinfonía del radiotransmisor- que da la medida del sacrificio (de los sacrificios) que Jensen hace para cumplir con su deber.
Escritura brillante
Volvamos a esa idea de circularidad a la que aludíamos anteriormente, a esa repetición constante de la historia. La ciudad es nuestra empieza con una secuencia en la que Jenkins, niño bonito de un cuerpo de policía en horas bajas que necesita tipos como él, tipos que consigan resultados, les suelta un sermón a los novatos recién llegados. La serie terminará con una secuencia idéntica, solo que esta vez pasada por el filtro de la pesadilla, con el ya exsargento contando barrotes en la cárcel para conciliar el sueño, viendo cómo ese público de recién ingresados que oye su arenga lo forman ahora el coro de personajes con los que hemos convivido a lo largo de seis episodios. Con ese recurso, Simon y el director Reinaldo Marcus Green reparten los diplomas de la culpabilidad a esos flamantes graduados en corrupción, incompetencia y/o dejación de funciones y señalan que Jenkins no es más que la punta del iceberg de un sistema envilecido como se encargan de rubricar los intertítulos finales.
Lo cíclico está muy presente en la serie, tanto en su propia estructura como en algunas decisiones de puesta en escena que emplean los movimientos circulares para reforzar esa idea de eterno retorno que la preside. ¿Es casual que el último plano sea un travelling que orbita en torno al rostro de Jekins? Otro momento crucial, filmado con travelling semicircular, se produce en el cuarto episodio, cuando el testimonio de Ward (Maurice Brown), uno de los miembros del GTTF, establezca una conexión directa entre Jenkins y Suiter que el FBI desconocía.
Ese movimiento hilvana las dos trayectorias y se tornará decisivo para entender el fatídico desenlace de Suiter, un policía honorable (hemos visto como actúa) con una mancha en su expediente moral que ahora amenaza con aflorar (una vez más lo que regresa, lo que se repite). Es cierto que La ciudad es nuestra es antes un ejemplo de escritura brillante que de realización. Aun así, Reinaldo Marcus Green, director de la temible El método Williams (2021), deja algún que otro destello de ingenio audiovisual.
Fijémonos en cómo avanza el triste final de Suiter. Cuando es llamado para declarar contra Jenkins y el peso de la culpa por una acción situada en un pasado remoto vuelve (¿aceptó dinero incautado cuando trabajaba con Jenkins? ¿Por qué no lo denunció públicamente cuando sí que advirtió a otros compañeros de cómo se conducía su por entonces superior?), Green lo filma en el estrecho pasillo de su casa, atrapado, y mirando un pequeño altar con fotos familiares (foto superior).
Simon no necesita confirmar que aceptó dinero sucio (lo intuimos porque sino su decisión final sería excesiva) ni tampoco que se está despidiendo de una mujer y unos hijos sobre los que no quiere que recaiga la sombra de la mala reputación (por eso hace lo que hace). El realizador del Bronx escenifica esa presión acercando lentamente la cámara hacia la espalda de Suiter como si fuese un émbolo, lo que unido a la asfixiante composición del plano lo vuelve del todo irrespirable. Suiter no tiene salida.
Dice un viejo refrán que a los tibios los vomita el diablo (¿o era Dios? Ya no me acuerdo). David Simon puede estar tranquilo. Si en Twitter no esquiva ni un follón, en La ciudad es nuestra no se ahorra ningún nombre. Al contrario que en la ficción española, en la que tenemos que cambiarle el nombre a Villarejo para ahorrarle trabajo a los abogados de las cadenas/plataformas, en la nueva producción de HBO Max cada uno de los personajes responde a un ser de carne y hueso.
Y Simon no se arredra. Señala que la llegada de la administración Trump supuso la conversión de la Oficina de Derechos Humanos en un club de lectura de informes administrativos; que las prácticas corruptas se extienden desde el despacho del alcalde a los agentes de a pie; que la supuesta guerra contra las drogas iniciada durante la era Reagan y que todavía perdura se ha perdido y que solo genera prisioneros, brutalidad policial y descrédito; que quien diga esas palabras sea el personaje interpretado por Treat Williams, el tipo que protagonizó El príncipe de la ciudad (Sidney Lumet, 19881) tiene enormes connotaciones y, para saberlo, les invito a que la vean.
Con David Simon no valen las medias tintas ni en lo narrativo ni en lo discursivo. El de Baltimore no hace prisioneros, así que si usted es de los que ven series mientras plancha, chatea por el móvil o practica aeroyoga, olvídese de La ciudad es nuestra y déjese acompañar por esas series sonajero a las que solo les falta una voz en off que lea los títulos de crédito. Si está dispuesto a mojarse, esta es su serie. Y es buena de verdad.