A lo largo de 17 años violó, asaltó y robó a ancianos de entre 68 y 93 años residentes en el sudoeste de Londres (pare, si lees esto, perdón por lo de aplicar tal adjetivo a un rango de edad tan amplio). El caso se prolongó durante tanto tiempo que llegó a traspasar las fronteras británicas, hasta el punto de que la prensa española se hizo eco de los crímenes del llamado ‘acosador nocturno’ (The night stalker, tal es el subtítulo de esta segunda temporada de la serie producida para la ITV). El detective inspector jefe Colin Sutton se incorporó al caso en 2009, a petición de los mandos superiores, y esta nueva entrega de Manhunt se ocupa de su intervención en las investigaciones y de la resolución de un misterio que tuvo en jaque a Scotland Yard durante casi dos décadas.
A partir de las memorias del inspector, el tándem creativo formado por el guionista Ed Whitmore y el director Marc Evans, quienes ya trabajaron juntos en la primera temporada centrada en el asesinato de Amélie Delagrange y en la segunda de Safe House (2015-2017), detalla los pormenores de un proceso marcado por las dificultades inherentes a un trabajo policial en el que la falta de medios, la burocracia inhábil y la mala praxis complican la ya de por sí dificultosa tarea de atrapar a un violador huidizo, compulsivo y, sobre todo, meticuloso.
Whitmore se mantiene fiel a su escritura clínica. Habituados como estamos a teleficciones que estiran sus tramas para alcanzar cierta corpulencia -como si el peso del minutaje fuese un factor decisivo para dar el visto bueno a un proyecto (ahí tienen Archivo 81)-, esta producción británica que Filmin estrenó el pasado 11 de enero queda concentrada en cuatro episodios, por más que el ADN de los hechos reales hubiera dado para varias temporadas. El guionista de Caso cerrado (Barbara Machin, 2000-2011) descarna la trama de todo lo accesorio para centrarse en el desarrollo de lo que se denominó Operación Minstead sin olvidarse del diseño de personajes.
En una teleserie cuya esencia viene revelada por su título -y esa no es otra que la de cazar al hombre-, podemos llegar a creer que la fortaleza del armazón argumental será suficiente para atrapar al espectador. Dejemos para después el interés que Evans y Whitmore demuestran por las singularidades de las rutinas policiales y pongamos el foco en los conflictos que atraviesan a unos personajes que están muy lejos de ser utilitarios; esto es, de servir únicamente como vehículos para el avance de la trama.
Veamos tres ejemplos. Al detective Sutton (Martin Clunes) no solo le preocupa detener a un criminal cuya identidad se desconoce, que no ha sido capturado a partir del registro casi compulsivo de muestras de ADN y que sigue actuando con total impunidad por más que una unidad del cuerpo lleve lustros detrás de él. Su obsesión con el caso procede, también, de su edad, de esa jubilación que le espera cuando estampe el sello de ‘case closed’ en la solapa de la carpeta que contiene el informe sobre el acosador nocturno. De ahí que, a pesar de sus años, eche más horas que nadie y se desviva por dar con el delincuente, aún cuando ese afán ha de conducirle a un final para el que sabe que no está preparado. Sutton le tiene miedo al futuro.
A pesar de sus escasas apariciones, Louise Sutton, el personaje interpretado por Claudie Blakely, no solo se nos presenta como el contrapunto ideal de su marido (inteligente, intuitiva) sino que sirve para insistir en la importancia de lo doméstico -los dos son policías en comisarías distintas y siempre se ven en casa- como remanso de paz, pero también como espacio para compartir experiencias y resolver conflictos (aunque siempre funcione de manera unidireccional: Louise tendría el papel de ayudante, pues nunca le plantea los problemas que tiene a su esposo).
También es importante reparar en cómo Whitmore utiliza el sentido del humor para descargar de gravedad las zozobras que invaden a Sutton. En la conversación matrimonial definitiva, que tiene lugar en el episodio final, un partido de preparación para el mundial de Sudáfrica entre Inglaterra y Brasil servirá como pretexto para iniciar una larga charla sobre ese porvenir para el que el Inspector Jefe no está ni mucho menos preparado (el símil latente con respecto al estado de los pross antes de la cita mundialista es finísimo). No es menos relevante, para mondar la importancia del individuo en un trabajo grupal y para disminuir los excesos de responsabilidad asumidos por Sutton, que se halle al criminal precisamente en esa noche de sábado que él se ha tomado ‘libre’ (la serie consigue situarnos en una nebulosa en la que las fronteras entre los días han desaparecido por completo).
Me dirán, y la razón les asiste, que no puede haber un protagonista sin conflicto. Bien, de acuerdo. Si analizamos a los secundarios, esos miembros de la unidad que llevan años en el caso, veremos que son algo más que meros comparsas. La agente Patricia Henry (Diveen Henry), que asiste psicológicamente a las víctimas. Conflicto: la crudeza del caso y su duración le pasarán factura cuando todo acabe; en su cerebro se disputa cada día la final de la UFC.
O el detective inspector Nathan Eason (Matthew Gravelle). Conflicto: se debate entre la lealtad a su antiguo superior y el apoyo a Sutton, un intruso que, sin embargo, ha traído nuevos métodos que parecen dar mejores resultados; ¿soy un pequeño Judas o estoy haciendo lo correcto? Todos los personajes se enfrentan a cuestiones de este tipo; de hecho, quizá el único reparo que podamos señalar es que, en ocasiones, esos conflictos se verbalizan en exceso y terminan adquiriendo el soniquete de la moralina (ejemplo: la charla final entre Sutton y Patricia a propósito de la edad de las víctimas y del trato que la sociedad dispensa a las personas mayores).
Trabajo policial
En no pocas series con sello británico se presta especial atención a la mecánica del trabajo policial. Nos referimos a esas rutinas mayormente aburridas, a los largos y a veces tensos momentos de espera o a esos interrogatorios que no se resuelven con un intercambio de frases sino golpeando al acusado una y otra vez con el mazo de la retórica hasta que se desmorona, da un paso en falso o es pillado en falta. Sin renunciar a su capacidad sintética, en esta segunda temporada de Manhunt se nos dan unas cuantas lecciones sobre cómo funciona una investigación. También se nos explica, con claridad meridiana, por qué un caso puede prolongarse durante 17 años, un periodo de tiempo cuya traducción en víctimas se antoja inasumible.
Enlistemos. En primer lugar, se nos indica que los métodos más modernos no son siempre los más efectivos si no atienden a las particularidades del caso. Aquí, el hallazgo de una muestra de ADN perteneciente al sospechoso -que no figura en las bases de datos policiales- motiva que el operativo se centre en la recolección de muestras genéticas de los individuos que responden a las características facilitadas por la analítica y que se mueven en el área urbana en la que se han producido los allanamientos. Sutton apunta que la estrategia es errónea, tanto por falta de personal como por lo amplio del muestreo y, atendiendo a las características de los crímenes (área delimitada, alta frecuencia, horario definido) plantea un dispositivo de vigilancia intensivo que deberá ser autorizado por la cúpula de Scotland Yard. Para ello, y este es otro asunto decisivo, el inspector deberá montar reuniones con mandos superiores y pasar juntas de revisión sin apenas tiempo para preparar sus presentaciones, con las urgencias propias de quien necesita convencer a sus exigentes interlocutores (no estamos ni ante un caso de terrorismo ni ante un asesino en serie), para que le den los medios mínimos y así tener alguna posibilidad de atrapar al sospechoso.
Ese cambio de procedimiento obliga a una revisión de casos similares para definir con la mayor precisión la zona de actuación del violador, disposición que sirve para describir el lento funcionamiento del trabajo administrativo y la saturación del aparato burocrático, con esos expedientes que no han sido digitalizados y que toca consultar a mano. La serie de la ITV es un policiaco prosaico, en el que la modernidad que representa el sistema de cámaras de videovigilancia de la policía londinense es un lujo al alcance de algunas unidades privilegiadas que a Sutton y los suyos solo se les presta de manera temporal y extraordinaria: “si vienen los de terrorismo, estáis fuera”. A pesar de su concisión, Evans y Whitmore se sirven de las primeras noches de acecho para indicar esa mezcla de desazón y aburrimiento que invade a los agentes: el paso del tiempo, el frío, las falsas alarmas, las persecuciones fallidas, todo forma parte de un proceso largo y fastidioso en el que la propia rutina induce a un hastío que conlleva el suspenso de una atención que siempre debe estar alerta, pues nunca se sabe cuándo puede actuar el criminal (de hecho, comete allanamientos durante el operativo y están a punto de pillarlo hasta en dos ocasiones).
En lo visual, estamos ante una serie convencional pero efectiva, que administra con sabiduría de farmacéutico experto en fórmulas magistrales el recetario del suspense -ese cambio de punto de vista para narrar el asalto en casa de una anciana de nombre Shelia (2.03) mientras esta llama a la policía-, que evita romper su tono sobrio y pragmático cuando se entrega al rodaje de persecuciones, apartándose felizmente de los tópicos del actioner más reciente, pero que, sobre todo, muestra con muchísima intención la ascendencia de Sutton sobre los miembros de su nuevo equipo (en realidad, ni siquiera es su equipo, él es un intruso ‘colocado’ por los jefes para ver si consigue dar con la tecla que resuelva el caso; alguien destinado a un despacho que más que un despacho es un almacén, aquel en el que se guardan los chalecos antibalas).
Ya en el primer briefing con los que serán sus nuevos compañeros/subalternos, Marc Evans lo coloca por encima de todos ellos, dotándole de una jerarquía privilegiada que, posteriormente, rubricarán tanto sus cambios en la metodología procedimental como el desplazamiento del inspector Morgan (Matt Bardock), hasta ese momento el hombre al mando. Este tipo de planificación mediante la cual Sutton queda imbuido de autoridad se observa más claramente en el tercer episodio. Cuando el inspector ha de presentarse, de manera repentina y sin casi tiempo para preparar su intervención, frente al tribunal que ha de aprobar su iniciativa para montar un dispositivo de vigilancia especial que implica a 75 agentes, Evans lo acorrala, primero, en el extremo izquierdo del plano, y después coloca los rostros de algunos de los miembros de la audiencia entre la cámara y Sutton, mostrando el embrollo en el que está metido (también muestra reacciones de los presentes, nada proclives a sus peticiones). Cuando cambia su discurso atropellado y un tanto inconexo por un relato de corte emocional que terminará por convencer a la junta, Evans limpia la imagen de interferencias y le saca partido al contrapicado, reforzado con un ligero travelling de acercamiento al rostro (¡lo ha conseguido!).
Con la concesión de los recursos solicitados, Sutton se presenta, casi en la secuencia siguiente, ante su equipo y de nuevo Evans insistirá en que estamos ante el tipo que está en el vértice de la pirámide del poder. Su discurso procede de las alturas -la secuencia se abre con una panorámica de arriba hacia abajo desde el techo de la sala- y muestra a Sutton en la parte izquierda del plano, pero en una escala más corta que la escena anterior y en una posición más elevada que el resto de los compañeros. La centralidad en el encuadre, la disposición del cuerpo de Sutton en el plano (siempre en posición de superioridad), el uso del contrapicado y la combinación de todos estos elementos en las distintas composiciones que conforman este bloque en el que da instrucciones al equipo, insisten en la autoridad que ostenta y que se ha ganado a base de esfuerzo y diligencia. Cuando el verdadero Colin Sutton se haya visto en pantalla -no olvidemos que firma como cocreador de la serie- habrá quedado muy contento con el modo en que Marc Evans lo presenta. También con la sobria interpretación de Martin Clunes: por más que el parecido entre ambos sea el mismo que el de Tom Cruise y Alan Ritchson (los dos han interpretado a Jack Reacher… ya me dirán cuando vean al segundo) que haga de ti alguien que ha ganado un BAFTA está por encima de cualquier diferencia.