He aquí otra de las series del verano. Basada en la novela de Sally Rooney (que no he leído pero que acabo de agenciarme y que ella misma ha adaptado junto a Alice Birch y Mark O’Rowe), Normal People relata la tortuosa relación en la que, a lo largo de tres años, se enmarañan y se desenredan Connell Waldron (Paul Mescal) y Marianne Sheridan (Daisy Edgar-Jones), dos adolescentes radicados en la pequeña localidad irlandesa de Sligo. Ella es la menor de dos hermanos born and raised en el seno de una familia pudiente. Su madre es una mujer reservada y arisca, volcada en su trabajo y que recicla vidrio como si fuera la propietaria de un wine bar. Su padre pasó a mejor vida dejándola sola y reduciendo drásticamente sus visitas a urgencias, aunque su herencia violenta se enquistó en el ADN de su primogénito, un tipo hosco que parece haberse pagado un postgrado en bullying. Marianne es inteligente y huraña, impopular en su instituto, insegura y propietaria de unas réplicas dignas de Bette Davis.
Connell es hijo único de madre soltera. Ella trabaja como asistenta en casa de los Sheridan. Su retoño tiene talento para la escritura, es un as jugando al fútbol gaélico y su físico imponente -ese rostro de perfiles romos, cincelado por un devoto del brutalismo- ha despertado la pasión por la anatomía en no pocas de sus compañeras de estudios y en alguna profesora con amor por las reválidas sexuales. Un joven alumno de clase baja que, por sus características, encaja en la high-school de una ciudad de apenas 20.000 habitantes.
No le faltan alicientes a este romance guadianesco que arranca tras el estallido de la crisis de 2008 y que, aunque no lo parezca, también reflexiona sobre los problemas de clase y la alienación que provoca en los individuos cualquier desarreglo de un sistema basado en la competencia, el éxito y el dinero (aquí Pepa Blanes, responsable de cultura de la SER, lo explica perfectamente, así que la reiteración es innecesaria). La primera golosina la encontramos en su construcción elíptica y la consonancia que se establece con la duración de los episodios. Los tres primeros capítulos, por ejemplo, se ocupan del estallido amoroso que se produce cuando ambos cursan su último año de instituto. Una historia de amor autodestructiva, porque la popularidad de él y la adustez de ella mezclan mal en público y ni el uno quiere perder su oficioso título de ídolo juvenil ni la otra está dispuesta a negarse cualquier sacrificio con tal de usar los pectorales de Connell como cojín. Se quieren en secreto, estúpidamente, y los episodios alcanzan la media hora de duración para darles tiempo a que se conozcan y a que los conozcamos. Pero ni el fervor hormonal ni la fidelidad sentimental son hilos lo suficientemente resistentes como para apedazar un arreglo tan chapucero. Así que el frágil tejido amoroso se rompe y la aguja del tiempo se mueve hasta su primer año de universidad en el pijo Trinity College de Dublín.
Allí el que no encuentra su espacio es Connell, alguien al que su éxito académico (y su presumible buen porvenir como escritor) no le vale como moneda de cambio para obtener una posición cómoda en el nuevo ambiente. Marianne, sin embargo, está en su salsa. Tras desprenderse del provincianismo que emponzoñaba cada paseo, cada edificio y cada una de sus interacciones en Sligo, su personalidad se libera en el interior de la atmósfera capitalina. Su inteligencia es un elemento indispensable para la aceptación social, le resulta sencillo (natural) confraternizar o encontrar pareja. En esta segunda fase de Normal People, Marianne y Connell se reencontrarán y vivirán su gran año de amor… hasta el siguiente paréntesis (cuando él pierda el trabajo que le permite costearse la universidad mientras llega la beca y decide regresar a su pueblo). Tras este segundo impasse sus encuentros serán más esporádicos y la duración de los episodios se reducirá (el ejemplo más evidente es el 1.09 que apenas dura 21 minutos y en el que la relación entre ambos se limita a un intercambio epistolar: ella se ha marchado de Erasmus a Suecia).
Pero más allá de su construcción elíptica -y por tanto y como el amor, esquiva- o de las brillantes interpretaciones de Edgar-Jones y Mescal (que ha obtenido una de las cuatro nominaciones a los Emmy con las que ha sido agraciada este original de Hulu), o de su difícilmente olvidable final, Normal People sigue utilizando muchos de los recursos del drama romántico más consolidado -no es, en ese sentido, tan rupturista como se ha apuntado- como las canciones que cierran cada episodio o esos repuntes musicales que enaltecen los momentos fabricados para desarmar las sensibilidades más reacias a la exhibición emocional. También resulta problemático el tratamiento de la depresión que sufre Connell, alguien con más procesiones interiores que un oncólogo. Su repliegue psicológico -fruto de sus desajustes afectivos (se necesita una bomba hidráulica para extraerle una gota de entusiasmo que le inunde el rostro), del desequilibro existente entre su nivel económico y las exigencias monetarias de su universidad, de sus dificultades de integración y del suicidio de un amigo-; la somatización de todos esos males, decíamos, no le impide seguir con su vida académica cuando, en realidad, levantarse de la cama debería ser una pequeña odisea para alguien en sus condiciones. La depresión se nos aparece como un obstáculo más que imposibilita la culminación del romance, ¿no hay, pues, una ‘romantización’ de la enfermedad (y lo digo esparciendo todas mis dudas entre estos dos signos de interrogación)? Otro tanto sucede con Marianne, cuyas prácticas sexuales vinculadas al BDSM están asociadas a una experiencia previa traumática (la violencia machista de su padre contra su madre) estableciendo, como señala Annie Lord en The Independent, una dicotomía moral entre unas inclinaciones eróticas y otras: el sexo bueno es aquel que se asocia a lo romántico y cualquier derivación experimental es una pequeña abominación.
Dicho esto, lo que más me interesa de esta producción de Hulu y la BBC que en España ha estrenado Starzplay es su dimensión formal (vaya novedad). Estamos ante una historia marcada por los vaivenes emocionales de unos protagonistas que no cesan de acercarse y alejarse continuamente y quizá, el undécimo episodio dirigido por Hettie Macdonald (se encarga de los seis últimos capítulos, mientras que Lenny Abrahamson lo hace de los seis primeros) sea el que mejor lo exprese. Sin embargo, conviene no olvidar que la serie está repleta de hallazgos estéticos similares como muy bien detalló en este hilo de Twitter, Carlos Lara (miembro del colectivo de jóvenes programadores CineZeta que desarrolla su actividad en la Cineteca madrileña, para más señas).
El capítulo 11
El undécimo episodio se desarrolla durante las vacaciones de verano. Marianne ha regresado de Suecia y Connell hace frente a su depresión refugiándose en Sligo (en la primera secuencia le veremos tomando su medicación). No están juntos, pero siguen viéndose con regularidad, fingiendo que la amistad funciona como un cordón de seguridad que impedirá que la pasión que sienten acabe quemándoles.
Los veremos primero en la playa y luego en una discoteca. La tensión romántica y sexual es evidente, pero la línea represiva que han trazado alrededor de sus cuerpos parece cumplir su cometido como salvaguarda de cualquier contacto que no sea visual. El tercer encuentro es el que nos importa. Se produce en la habitación de Connell. Él está sentado con la espalda sobre el lateral de la cama viendo un partido de fútbol gaélico. Ella está tumbada en el catre. La posición de los dos cuerpos en el cuadro es fundamental para comprender todo este bloque centrado en la distancia-acercamiento, una secuencia que rompe (parcialmente) los límites que ambos se autoimponen en esta teleficción marcada por breves encuentros y largas separaciones que te deja el corazón como si te lo hubieran pasado por la picadora de carne.
Connell vertical. Marianne horizontal (y desenfocada). Veremos un plano subjetivo de ella, mirándolo. Cerrará los ojos y un flashback nos devolverá a la noche anterior en la que Connell le retira un beso que estaba a punto de entregarle. Luego regresamos al presente y ella le pregunta qué hizo cuando la dejó sola en la discoteca. “Fui a la zona de fumadores”, dice él. Marianne tiene calor y se incorpora para abrir las ventanas. La conversación sigue con ella recostada en la pared. Ahora los dos están en vertical, pero Hettie Macdonald no los filma juntos. Antes les distanciaba su colocación en el cuadro, ahora el montaje. El partido llega al descanso y Connell sale a por un helado (hay una pausa, también en el relato). A su vuelta a la estancia veremos cómo entra y se sienta en la cama. Los dos están frente a frente pero el emplazamiento de cámara nos impide ver la cara de Marianne (de nuevo, otra forma de filmar el alejamiento emocional). Cuando la veamos, será en virtud de una sucesión de planos-contraplanos que, de nuevo, los separará mediante el montaje. Si están juntos en el plano, a ella no le veremos el rostro.
En este punto entra el juego con las escalas. Cuando Marianne le pregunte cómo se sentía con su exnovia Helen, si en algún momento la soledad se apoderaba de él, se pasa del plano medio al primer plano: los temas relevantes empiezan a copar la charla y se incrementa la ansiedad. Justo ahí, un plano general nos los mostrará a los dos juntos en la cama, ella se moverá para tumbarse de modo que sus pies se acercan a la posición de Connell: el plano general es breve y va seguido por un primer plano de los pies y otro del rostro de él mostrando una incomodidad nerviosa. Un inciso: los realizadores (Lenny Abrahamson y la citada Macdonald) prestan mucha atención a determinadas partes del cuerpo (sobre todo las manos) para indicar el estado de ánimo de Marianne. Normal People retrata con obsesión (de ahí los insertos) las reacciones físicas de sus protagonistas (sudoración, temblores, etc.), la traducción sensitiva de sus tribulaciones afectivas.
Sigamos. Marianne vuelve a preguntarle por la noche anterior. Por el beso que parecía que iba a llegar pero que no llegó. Recordemos que ella se ha tumbado y, por lo tanto, estamos como al principio: Marianne horizontal, Connell vertical. Esa colocación de los personajes dentro del plano indica, a través de su disposición física, su ubicación en puntos distintos del espectro emocional y se observa con la entrada del primer plano general que llega con la siguiente pregunta: “cuando salíamos juntos en el primer año de universidad, ¿te sentías solo?”. No, responde él, “¿y tú?”. Ella contesta lo mismo. Ese plano tiene una condensación dramática sin igual: nos los muestra juntos mientras recuerdan un pasado en el que fueron felices y, al mismo tiempo, la organización del encuadre nos dice que aquella unión no puede consumarse en el presente (el papel pintado, una retícula de reminiscencias carcelarias, también remite al bloqueo que ambos experimentan). Es una manera brillante de mostrar la relación entre dos personas que están juntas y separadas simultáneamente.
Acto seguido pasaremos al momento del acercamiento. Cuando Marianne amenace con irse y Connell se sincere con ella y le confiese que, efectivamente, deseaba besarla y que no quiere que se vaya. Macdonald lo filmará a él sentado en la cama y a ella de pie, a su lado, con el rostro fuera del encuadre. Esa ‘re-unión’ se producirá a través de un pulcro beso en la mano (de nuevo las manos de Marianne como descriptoras de la emoción) que hará que los dos cuerpos coincidan en plano. Después, Connell se levantará de la cama y los dos rostros estarán juntos en el encuadre (en posición vertical) y se besarán.
Tras la entrega del beso aplazado, intentarán tener sexo. Llevan tiempo sin acostarse, desde su último encuentro erótico ha llovido tanto que incluso en la nubosa Irlanda el sol ha tenido tiempo de salir unas cuantas veces. Él ha pasado por una depresión; ella asume el traumático pasado familiar (padre maltratador) recurriendo al bondage. Marianne se tumba en la cama y le da la espalda. De pie se miraban a los ojos y se besaban; ahora, tumbados (posición horizontal) no se miran.
El acto se verá interrumpido cuando Marianne le pregunte si sería capaz de pegarle (un interrogante formulado como deseo y no como temor). Cuando esa ruptura se produzca volveremos a esa organización de plano que abría la secuencia (con una ligera variación): Connell de rodillas en la cama en posición vertical, Marianne tumbada boca abajo, aún más alejada de su objeto de deseo, un hombre sin manual de instrucciones, fuerte y retraído, talentoso e inexpresivo, leal y esquivo.
La secuencia terminará de manera abrupta, con Marianne marchándose dando un portazo. Sin embargo, el nuevo reencuentro no tardará en producirse. Cuando ella llegue a su casa, sufrirá una agresión por parte de su hermano (alguien que ha heredado el comportamiento violento de su padre). Connell acudirá a su llamada y la rescatará no sin antes advertir al hermano de que no la vuelva a tocar. La madre de Marianne está presente en toda esa parte final y se nos muestra como un ser alienado, una víctima encerrada en sí misma (los encuadres oclusivos se repiten una y otra vez), incapaz de reaccionar. Su hija, que ha crecido en ese entorno hostil que, como en una rima trasnochada, fuerza la sinonimia entre el amor y el dolor, no acierta a desvincularse de esa horrible tradición, de ahí que, como bien apunta Carlos Lara en el hilo anteriormente citado, también se la filme, en no pocas ocasiones, como a su madre: atrapada. Yo voy a empezar a leer a Sally Rooney. Ustedes, si no lo han hecho ya, pueden ver Normal People y llorar hasta deshidratarse.