Un parásito es un organismo que vive a costa de otro. Les Parasites es un colectivo formado por exalumnos de la EICAR (École internationale de Création Audiovisuelle et de Réalisation de Paris) que lleva desde 2013 realizando cortometrajes para cuya distribución recurre a su canal de YouTube. Sus tres máximos exponentes son Guillaume Desjardins, Jérémy Bernard y Bastien Ughetto, padres (hijos y espíritus santos) de El Colapso, la serie que Filmin estrenó el pasado 14 de julio y que se ha convertido en todo un fenómeno mediático (habrá que ver si la cifra de visionados se corresponde con la entusiasta recepción de gran parte de la crítica española y con la constante presencia de la miniserie en la conversación social: las señales apuntan a que, efectivamente, existirá cierta correlación). L’Effondrement (ése es su título original) supone el salto de este grupo creativo de la financiación independiente (mediante patrocinadores particulares vía Tipeee) a la producción de presupuesto medio: la teleficción, sostenida por Canal + a través de su sello ‘Création décalée’, ha contado con 2 millones de euros para el desarrollo de sus 8 episodios (170 minutos en total).
Nótese que, hasta este momento, solo hemos hecho referencia a la condición simbionte adherida al nombre de los autores y a la evolución cuantitativa de su budget. Hagan que su retentiva coleccione estos dos apuntes iniciales como si fueran dos huevos Fabergé, en breve volveremos a ellos. Antes conviene explicar que El Colapso es una miniserie formada por capítulos aparentemente independientes suturados por continuidades temáticas y tonales (hay que añadir que, en momentos puntuales, hay tramas que se prolongan entre un episodio y otro; hay, por tanto, una continuidad dramática, aunque sea débil). Todos ellos plantean diferentes situaciones acaecidas en las jornadas posteriores al inicio de un fallo sistémico que deriva en la escasez de alimentos, la caída de los medios de producción, los cortes de energía o el agotamiento del combustible. En cada episodio veremos a una persona o grupo luchar por salvar su vida en una coyuntura apocalíptica que empeora a medida que avanzan los días (cada segmento, excepto el último, está situado en fechas posteriores al que le precede: hay elipsis de días, de semanas y de meses, lo que permite observar la escalada de gravedad causada por el desastre).
Las ocho partes, de apenas veinte minutos cada una, están rodadas en plano-secuencia, con la cámara siguiendo de cerca los movimientos de los personajes y con una fotografía de corte naturalista en consonancia con la ausencia de electricidad que condiciona el relato. Hay, pues, una ligazón textural conformada también por el uso de la música que, sin incurrir en excesos enfáticos, refuerza, aunque sea tímidamente, la dimensión emocional de determinados pasajes; es decir, no hay contrapunto, ni distensión, sino un uso apelativo del componente musical (sin llegar a los extremos de ficciones españolas recientes como Desaparecidos o Veneno, a cuyas bandas sonoras solo les falta un pregonero que advierta a la audiencia cuando debe soltar el moco).
El uso inmoderado de cualquier recurso lingüístico (en este caso uno tan llamativo como el plano-secuencia) siempre debería llevarnos a formularnos las mismas preguntas: ¿era necesario? ¿se podría haber hecho de otra manera? Si se hubiera hecho de otra manera, ¿cambiaría lo que se nos está contando? En esta producción gala, la unidad de tiempo y acción y la decisión de emplear el recurso siguiendo a los personajes (hay mil y una otras posibilidades expresivas) encadena al espectador a los hechos, le obliga a compartir situaciones angustiosas sin posibilidad de escape: no hay cortes de edición que permitan una pausa ni planos sosegados que nos inviten a escrutar el encuadre, a fugarnos por alguna grieta, a fijarnos en algún paisaje; hay una voluntad manifiesta de convertir al espectador en personaje, de iniciar un proceso de identificación desde la fisicidad que nos indica que el colapso que vemos también es el nuestro (somos -o seremos- causantes y sufrientes de esta catástrofe).
Tampoco se les puede negar a los realizadores su pericia técnica. Estamos ante una sucesión de coreografías pluscuamperfectas que exige un nivel de coordinación digno de un equipo de natación sincronizada que practica en una piscina llena de queroseno con un entrenador adicto a la nicotina. Valga como ejemplo el arranque de ‘La isla’ (1.07) en el que asistimos a una cuenta atrás -la protagonista debe llegar a su velero antes que los dos hombres que pretenden asaltarlo- en la que hay que ajustar la carrera por la orilla, el arranque de la lancha, el agotamiento de la gasolina y el acercamiento final a la embarcación con el arribo de la otra barca -casi siempre presente en el segundo plano del encuadre. Filigranas de este tipo las hay en cada episodio: salidas y entradas a coches e incluso a aviones, paseos por edificios laberínticos, idas y venidas de los personajes que exigen la ejecución de complicados arabescos técnicos… En un examen de Churriguerismo Fílmico sacarían matrícula.
Pero la destreza no lo es todo. Si bien es cierto que el uso del plano-secuencia encuentra una justificación -convertir al espectador en víctima-, tampoco hay que obviar que en no pocas ocasiones sirve para ocultar bajo el manto de la técnica agujeros de guion en los que se podría guardar un portaviones. Fijémonos en el segundo episodio, ‘La estación de servicio’. Arranca con dos niñas y un padre en el interior de un coche, después la cámara les abandona para describir lo que sucede en ese espacio -racionamiento del combustible, ansiedad generalizada, irrupción de la violencia- y lo cierra con el regreso a ese padre con dos niñas y un giro de guion recién adoptado: con los saltos de un personaje a otro se nos quiere hacer creer que ese señor que no es precisamente Dwayne ‘The Rock’ Johnson no solo ha sido capaz de arrebatarle el arma a un policía, sino que además ha salido con éxito (y con una pistola) de un follón que ni cuando el Lidl saca a la venta la Monsieur Cuisine. Cuando las tramas se resuelven con un plot twist, casi siempre hay truco y casi siempre está asociado al uso del punto de vista (en ‘La aldea’ la cámara sigue a un grupo de personajes y eso evita que el espectador conozca la resolución que han tomado los residentes de la comuna… justo al revés que en el 1.02).
La mayoría de los capítulos grupales emplean trucos de este tipo y funcionan peor que los individuales (3, 6 y 7… Por cierto, ‘El aeródromo’ y ‘La isla’ están protagonizados, por separado, por el matrimonio Desmarest, de ahí que se haya mencionado la existencia de cierta continuidad dramática), si bien no son las únicas tretas de las que se vale una serie inequívocamente efectista. Pensemos en los apagones -siempre a favor de obra- de ‘El supermercado’ (1.01), la absurda decisión de ‘enfriar’ un reactor atómico -con tal de abrazar la tragedia- cuando ya se ha advertido que no hay solución posible en ‘La Central’ (1.05) o que a un preparadísimo científico se le descabalgue el discurso porque extravía una cuartilla en la que tiene anotados los puntos importantes (‘La Emisión’) como si fuera un alumno poco aplicado con un perro al que le han prescrito una dieta rica en deberes.
Si las virguerías técnicas son posibles gracias al talento de los directores y a un holgado presupuesto (o al menos no tan ajustado como los que el colectivo manejaba anteriormente), el alumbramiento de ideas no se origina a golpe de talonario (a no ser que se fichen doctores de guion y este no es el caso). El Colapso, más allá de sus golpes de efecto, no tiene ni una sola idea original. Cualquier premisa, cualquier pasaje incluido en la serie en el que puedan pensar está entresacado de películas de género (principalmente de serie B: zombis, catástrofes, survival horror, etc.) que tienen, al menos, tantos años como Val Lewton. Lo interesante hubiera sido coger todos los tropos argumentales y visuales de estos subgéneros y darles un nuevo enfoque, pero la teleficción de Canal + se limita a reproducir tópicos para luego envolverlos en una lámina indivisa de brillante papel satinado.
Se repite el motivo de la llegada de un grupúsculo a un territorio ocupado -capítulos 4 y 6- explotado insistentemente por series como The Walking Dead; la isla en la que sobrevivirán las élites económicas se basa en un concepto idéntico al que desarrolló George A. Romero en Land of the Dead (2005); los problemas energéticos recuerdan a títulos como El efecto dominó (David Koepp, 1996) o, en el apartado nuclear, El día después (Nicholas Meyer, 1983); todo el componente apocalíptico aplicado a la supervivencia (escasez de alimentos, búsqueda de refugio, etc.) ya aparece en libros como ‘Soy Leyenda’ de Richard Matheson o ‘La Carretera’ de Cormac McCarthy y en sus respectivas adaptaciones. Podríamos hablar de más saqueos –Cuando todo está perdido (J.C. Chandor, 2013) como ‘influencia’ para ‘La isla’ o El incidente (M. Night Shyamalan, 2008) como referencia para un mal que nos asola y no sabemos de dónde viene- pero es probable que, por temática y por estilo (el famoso plano-secuencia), Hijos de los hombres (Alfonso Cuarón, 2006) haya sido una ‘gran inspiración’ para esta teleserie de zombis sin zombis, como la definió Oriol Rosell en un certero comentario en Facebook. Concluyamos que Desjardins, Bernard y Ughetto son parasitos de sobrada maestría técnica y que, en definitiva, no estamos ni ante una propuesta innovadora ni mucho menos revolucionaria: es una serie más (no se entienda su parasitismo en sentido peyorativo, sino simplemente como parte de un modelo creativo que se nutre de otros referentes previos sin superarlos).
En el terreno de la profundidad discursiva o del cuestionamiento del sistema, la teleserie está a años luz Zombi: el regreso de los muertos vivientes (George A. Romero, 1978) -los paralelismos con el episodio piloto son insoslayables- y la elementalidad de los conflictos sobre la sociedad de consumo o sobre la lucha de clases que plantea se resumen en la maniquea composición del personaje de Laurent Desmarest (Thibault de Montalembert), un multimillonario que acumula obras de arte y tópicos a partes iguales. Digamos que el diseño de personajes no es una de las fortalezas de la serie, no ya porque la brevedad de los capítulos impida un mayor desarrollo o porque la velocidad a la que se atropellan los acontecimientos reduzca los conflictos de los afectados a uno (salvarse), sino porque la identificación espectador-personajes es estrictamente superficial, entiéndase la superficialidad en un sentido físico, como esa zozobra que te ahoga cuando ves a Alex Honnold subir a pelo ‘El Cap’ en Free Solo (Jimmy Chin & Elizabeth Chai, 2018). Lo que no se vislumbra es empatía emocional porque las disyuntivas que se ponen sobre el tapete apenas exigen meditación alguna: para salvar el culo necesitas alimentos (1.01), combustible (1.02), techo (1.04) o una fortaleza (1.03 y 1.07) y para conseguir todo eso llegarías a pelearte hasta con Bruce Banner aquejado de hemorroides, así que el dilema siempre es el mismo, la lucha por la vida, o ellos o yo, sauf qui peut (la vie). Son conflictos que palidecen ante las peripecias que es, en realidad, lo que verdaderamente importa. Por eso, ‘La residencia’ (1.06) es la parte que más remueve el ánimo, porque es la única en la que el protagonista se enfrenta a una encrucijada que sobrepasa su propia supervivencia. Marco -interpretado por el propio Ughetto, quien ya demostrara sus buenas dotes como actor en En la casa (François Ozon, 2012) y que ha trabajado a las órdenes de cineastas como Albert Dupontel y en series como El túnel- trabaja como cuidador en una residencia de ancianos. Allí se encarga de atender a los usuarios que sobreviven en un edificio destartalado, arrasado por la hecatombe que poco a poco está acabando con la vida tal y como la conocían. Administra la poca comida que les queda, dosifica la medicación y procura que estén lo mejor posible hasta que mueran. Súbitamente, en el edificio se presenta un grupo de caminantes -sí, son los que aparecen en el episodio 2- que se apropia de todos los víveres: si hay que elegir, que mueran antes los viejos (la serie adapta de maneras distintas aquella frase popularizada por Hobbes de “el hombre es un lobo para el hombre”). Marco deberá entonces decidir si deja morir de hambre a esas personas a las que lleva atendiendo años y que no pueden valerse por sí mismas o si les procura un final menos doloroso, más digno. Esa decisión excede sus intereses -su vida no está en juego- y eleva el nivel del episodio más melodramático del conjunto. Además, el juego con el desenfoque en la secuencia clave (para descargar al protagonista del peso de la determinación que ha ejecutado) y la metáfora pictórica -dibuja un cohete sobre el cristal siguiendo las indicaciones de una paciente- que indica que quizá la única opción de futuro para el ser humano esté lejos de la Tierra, lo convierten en el segmento más complejo de la miniserie.
En el otro extremo se sitúa el episodio de cierre, que retrocede atrás en el tiempo -a cinco días antes del principio del fin- para explicarnos de qué va la vaina cuando uno de los puntos a favor de El Colapso radicaba, precisamente, en un desasosiego que brotaba desde la raíz del desconocimiento, de ese no saber qué nos está pasando (algo que, por otra parte, se podía intuir con las pequeñas pistas que salpicaban cada episodio). Al inicio de ‘La Emisión’ solo le falta un cartel de ‘Por si no os habíais dado cuenta, aquí os lo explicamos’ (capítulo que tampoco se salva de los homenajes: de Network (Sidney Lumet, 1976) al inicio de The Newsroom). Por cierto, no será este cronista quien reproche que sean los ricos los que se salven porque entiendo que esta no es tanto una conclusión ideológica como lógica: ¿quiénes serán los primeros que se pondrán la vacuna contra la Covid-19 cuando llegue? En un sistema como el actual, el que más recursos tiene, más posibilidades acapara para salvarse en caso de desgracia, ya sea un cáncer, un desastre natural o una pandemia.
Dejando a un lado el análisis, es necesario mencionar que el estreno de El Colapso ha supuesto un salto cualitativo para una plataforma como Filmin que gracias a una magnífica estrategia promocional ha demostrado que, en el ámbito nacional, puede competir con los grandes operadores (de Netflix a Amazon Prime) aun teniendo un tamaño considerablemente menor. Según declaraciones tuiteras de Jaume Ripoll, Director Editorial de la compañía, Filmin adquirió los derechos de emisión de la serie para España durante la celebración de Cannes 2019. Se presume que su estreno en pleno mes de julio (el Día Nacional de Francia, para más inri), cuando la crisis de la Covid-19 ha causado los mayores estragos y las situaciones que refleja El Colapso toman un barniz cuasi documental (o nos resultan desalentadoramente próximas), no ha sido casual, como tampoco lo ha sido su hábil campaña de lanzamiento. Por feeling temático y gracias a las habilidades mercadotécnicas de la compañía -don de la oportunidad e ingenio publicitario- la teleficción francesa ha logrado, por una parte, colarse en la conversación social (si no la has visto, estás fuera) y, por otra, obtener un inaudito quorum crítico seguido, días después, del consiguiente backlash. Como fenómeno es, sin duda, interesante. Como serie no es más (ni menos) que un ballet mecánico (y no el de Léger), una estudiada coreografía que encadena piezas pertenecientes a obras precedentes sin alcanzar un nuevo estadio.