Para hablar de la segunda temporada de Manhunt es necesario hacer referencia a algunas cuestiones industriales. Su título (‘caza del hombre’) describe la idiosincrasia de una serie que ha dedicado sus entregas a detallar la captura de dos terroristas born in the USA que atentaron en territorio norteamericano. La primera temporada, fechada en 2017, a la que este blog le dedicó un amplio análisis, se ocupó de Theodore Kaczynski (aka Unabomber) y, más allá de lo que señalan los créditos oficiales, contaba con Andrew Sodroski detrás de las teclas y con Greg Yaitanes a cargo de la dirección de sus ocho episodios. Tras la producción figuraba un canal tan poco habituado a la ficción como Discovery (hasta 2014, con el lanzamiento de Klondike, no pisó ese terreno).
Las cosas han cambiado en los últimos tres años y la segunda parte de esta miniserie ha contado con el soporte de la división televisiva de la compañía Lionsgate y con el de Spectrum, un relativamente nuevo servicio de OTT radicado en Estados Unidos. Bajo ese paraguas, Sodroski ha desarrollado una nueva tanda de diez episodios con la realización repartida entre cuatro directores: el experimentado Michael Dinner (Aquellos maravillosos años, Justified) firma los dos primeros y los dos últimos; otro veterano del oficio como Jon Avnet (Tomates verdes fritos, Asesinato justo, Justified) pone la rúbrica a otros dos capítulos y los otros cuatro se los reparten, a dos por cabeza, Janice Cooke (alguien que, como Dinner y Avnet también tiene un vasto currículo como productora) y Ali Selim (En terapia, The Looming Tower).
La consecuencia más evidente que han comportado estos cambios de compañía y de staff técnico está relacionada con la desaparición de Greg Yaitanes como director. Manhunt: Deadly Games sigue siendo tan ambiciosa en su desarrollo temático como lo fue su antecesora (quizá más) pero detrás de esa escritura de corte pericial se echa en falta la personalidad de alguien como el director de Quarry, capaz de imprimir un estilo visual propio sin que la autoría desequilibre la narración. En lo formal, esta segunda entrega es bastante más pobre que la anterior (lo veremos más adelante).
Por lo demás, está 2T sigue funcionando tan bien como el pulsómetro de un runner con trastorno obsesivo compulsivo. Pero ¿en qué caso real se ha basado está vez Sodroski? En realidad, estamos ante una temporada bicéfala que parte del atentado que el 27 de julio de 1996 tuvo lugar en el Centennial Park de Atlanta -una fan zone situada en la villa olímpica- en plena celebración de los Juegos Olímpicos que costó la vida a una mujer y provocó 111 heridos (también falleció un cámara turco que sufrió un infarto mientras corría a cubrir los hechos). En este caso, la caza es doble. El primer sospechoso no fue otro que Richard Jewell, el guardia de seguridad que descubrió la bomba y que 72 horas después del incidente pasó a ser el objetivo número uno del FBI. La de Jewell fue una persecución policial y mediática, tal y como se observa en la última película que Clint Eastwood que aborda únicamente la historia del héroe-víctima y de la que en líneas posteriores volveremos a hablar. La segunda batida tiene como objetivo a Eric Robert Rudolph, verdadero ejecutor del atentado y autor de otros tres ataques que, entre 1997 y 1998, causaron numerosos heridos y la muerte de un agente de policía. Rudolph no fue capturado por el FBI hasta el 2003 tras permanecer más de cinco años oculto en los bosques de Nantahala (Carolina del Norte) y ahora comparte centro penitenciario (y abogada) con Ted Kaczynski (serán vecinos hasta que palmen, porque de ahí no los saca ni Perry Mason).
Manhunt: Deadly Games se va hasta los diez episodios porque a) nos ofrece un 2 por 1 y b) no quiere dejarse a ningún personaje importante de lado. Estamos ante una propuesta insistentemente descriptiva, casi un análisis DAFO de unos protagonistas de los que Sodroski quiere mostrarnos todas sus contradicciones, todos sus aciertos y sus errores. Aunque la producción que en España se puede ver a través de Starzplay explicite que está basada en el libro que Maryanne Vollers escribió tras entrevistarse con Rudolph (a petición de este) para tratar de desentrañar su personalidad (‘Lone Wolf: Eric Rudolph and the Legacy of American Terror’) lo cierto es que también incorpora, como no podía ser de otra manera, todo lo referido al ascenso, condena y redención de Richard Jewell recopilado tanto en el volumen ‘The Suspect’ de Kent Alexander y Kevin Salwen, como en el artículo ‘American Nightmare: The Ballad of Richard Jewell’ escrito en febrero de 1997 por Marie Brennen para Vanity Fair, textos que sirvieron de base a la ya citada película de Eastwood (con la que iremos estableciendo algunas comparaciones). Un dato más: uno de los integrantes de la writer’s room y productor ejecutivo de la serie es Nick Schenk, a su vez autor de los guiones de Gran Torino (Clint Eastwood, 2008) y Mula (Clint Eastwood, 2018).
La escritura expansiva de Sodroski y su equipo de guionistas aprovecha la extensión de la ficción seriada para eludir cualquier maniqueísmo. Richard Jewell (un Cameron Britton que impresiona aún más que Paul Walter Hauser, sobre todo si se compara su voz con la del verdadero Jewell) se nos presenta como un alma de cántaro al que nadie toma en serio, alguien con devoción por los cuerpos de seguridad del estado que carece de autoridad alguna y que busca, en todo momento, la aprobación de los demás. Un tipo gordo, que vive con su madre, que ha sido expulsado de varios empleos y que no ha alcanzado su deseo de ser policía. También es alguien concienzudo, que conoce el código penal y los protocolos de seguridad (el Jewell de Sodroski es un pelín menos bobalicón que el que nos describe el guionista Billy Ray en la película de Eastwood). En Richard Jewell, la madre interpretada por Kathy Bates se nos aparece como una perfecta ayudante que jamás deja de apoyar a su hijo -únicamente colapsa en la secuencia en la que ve como se acumulan las pruebas (circunstanciales) contra su Richard y se mete a llorar en el baño- mientras que en Manhunt asistimos a la doble transformación de Bobi Jewell (Judith Light): pasa de sentirse orgullosa de su retoño a dudar de su inocencia y a presionarlo de manera agresiva para, finalmente, apoyarlo (no sin reticencias) cuando decide defenderse dando una rueda de prensa que desmonte las teorías de los federales.
Si en el filme de Eastwood el oficial del FBI interpretado por Jon Hamm tiene menos profundidad que el encefalograma de Donald Trump, en la teleserie producida por Spectrum, el agente Jack Brennan (Gethin Anthony) pasa de forzar el encausamiento de Jewell e ir encadenando ascensos a reconocer sus propios errores y acabar, con la cabeza bien alta, saliéndose del buró (una cura de humildad en toda regla). El personaje más polémico de la función es el de la periodista del Atlanta-Journal Constitution, Kathy Scruggs (Carla Gugino… qué buena es la Gugino, pardiez). Ella hizo público que el FBI le había colgado el cartel de sospechoso a Jewell (dato cierto) y la noticia, de la que rápidamente se hicieron eco todos los medios a nivel internacional, supuso el inicio de un juicio paralelo contra el guardia de seguridad que apenas tres días antes había aparecido en la CNN recibiendo honores de héroe nacional.
Scruggs, que falleció en 2001 por una sobredosis de medicamentos recetados, no puede hacer frente a la polvareda que película y serie de televisión han levantado en torno a su figura. En los dos casos se la describe como una reportera audaz a la que ni las negativas ni la deontología pueden apartar de una exclusiva. Hay, claro, matices. En la película flirtea con el agente Shaw (Hamm) para que le filtre si el FBI tiene algún sospechoso. Cuando este le da el nombre, ella decide acostarse con él (esto es importante: no se acuesta a cambio de, se acuesta con él porque quiere). Otra cosa es que se la describa como una periodista que no sabe escribir (!) y que si está en plantilla es porque tiene buen olfato y mucho morro. Eastwood, además, la redime en esa secuencia en la que Bobi Jewell (Kathy Bates) comparece ante los medios para defender la inocencia de su hijo y ella, consciente de los errores cometidos, llora entre el público. Pero lo cierto es que ni Scruggs ni su periódico se retractaron jamás (al contrario que el resto de los medios). Ella publicó datos facilitados por el FBI, contrastados y veraces. Que esas informaciones no fueran ciertas no es tanto culpa de la periodista como de la fuente, alega ella misma. Tanto la reportera como su rotativo interpretaron de una manera torticera el concepto de línea editorial, sobre todo porque no consideraron que la inculpación de Rudolph desacreditaba las informaciones filtradas por la policía federal y, por lo tanto, sus publicaciones.
Para no entrar en detalles excesivos, digamos que la traducción de este hecho real en imágenes cristaliza en dos obras que ofrecen versiones ligeramente distintas de los mismos sucesos (la concentración a la que obliga una película obliga a ‘dramatizar’ algunos pasajes, aunque quizá se tome demasiadas licencias). Un ejemplo relevante: en la película, Kathy descubre que Jewell no pudo cometer el atentado porque no tuvo tiempo para ir del parque hasta la cabina telefónica desde la que se hizo la llamada de aviso; en la serie son Jewell y su abogado los que hacen esa comprobación que, finalmente, será una prueba fundamental para desautorizar las sospechas del FBI. Es un matiz que cambia la concepción del personaje de la reportera: en la serie su tenacidad es mayor, su obsesión por el caso es enfermiza (“si no llamó él, tuvo un cómplice”, elucubra) y eso no es más que el corolario de una personalidad adictiva (al trabajo, a las exclusivas, a estar siempre en la cresta de la ola, al alcohol o a la cocaína). Aquí también hay flirteos continuos e insinuaciones sexuales con policías de la ciudad, pero la vemos currar de lo lindo (‘Unabubba’) y pedir más tiempo para chequear sus fuentes antes de que todo salte por los aires (en la peli es ella la que quiere adelantarse a todos los medios, aquí es su jefe el que le mete prisa). La mayor diferencia no está, sin embargo, en estos pequeños apuntes, sino en la fragilidad del personaje, característica común a todos los que conforman este relato coral: en Richard Jewell el protagonista es el único que pasa de víctima de unas fuerzas de seguridad incompetentes y/o pérfidas y de unos medios a los que la realidad no les estropeará un buen titular a héroe. En Manhunt:Deadly Games todos los personajes evolucionan (no siempre para bien) y Kathy no es una excepción. La suya es otra historia de ascenso y caída, como la de Brennan, solo que su derrota no será gloriosa (ni habrá redención posible). Y esa dureza es casi más noble que el arrepentimiento de la otra Kathy (a la que presta sus ojos gatunos y su increíble talento Olivia Wilde). Es un derrumbe total que despierta nuestra empatía -que asumimos- porque la conocemos mejor gracias a que los guiones no temen aparcar la trama dedicada a la caza del criminal -no temen destensar el relato- para ayudarnos a entender a los protagonistas (‘Army of God’ sirve para definir a Eric; todo el arranque de ‘Join or Die’, en plena vorágine persecutoria, le entrega buena parte de su minutaje a Kathy y a su ecosistema familiar).
Sobre este punto, llama la atención cómo en la teleficción de Starzplay tanto Richard Jewell como Kathy Scruggs, Jack Brennan o Eric Rudolph se definen, en buena parte, por la relación que mantienen con sus progenitores: Richard es un ser acomplejado que necesita de la aprobación de su madre para dar un paso; Brennan vive acongojado porque nunca parece estar a la altura de lo que le pide su padre, un expolicía enfermo que le menosprecia (de ahí su mala toma de decisiones) y Kathy, en esa visita al hogar, comprenderá que su profesión es su única seña de identidad, incluso para su madre solo es lo que sus logros laborales acreditan (así que es lógico que no se rinda, que no renuncie a todo lo que tiene). Pero lejos de apostar por una visión que mezclaría el conductismo psicológico y el determinismo social, Sodroski nos entrega a Erich Robert Rudolph, un ser al que ni siquiera podemos interpretar a partir de sus antecedentes familiares (madre creyente y de fuerte carácter, un hermano con más taras que la lista de internos en el Arkham Asylum) porque hay seres humanos que son indescifrables (¿tenemos que hablar de Kevin?) y ni un profundo análisis de su genealogía ni un estudio en clave sociológica de su entorno nos ayudan a comprender por qué hacen lo que hacen. A lo único que se parece Eric Rudolph es a Michael Myers.
Ese empecinamiento instructivo -ese afán por buscar la comprensión del espectador- viene denotado por la minuciosa descripción del contexto en el que se concentra la persecución del terrorista: el estado de Carolina del Norte y, más concretamente, la pequeña ciudad de Murphy, situada junto a la vasta extensión boscosa del parque natural de Nantahala. Al inicio de ‘Don’t Tread on Me’ asistimos a un encuentro entre el jefe de los Regulares y los agentes Brennan y Earl Embry (Arliss Howard). Los Regulares son una milicia antigubernamental, situada a la extrema-derecha del espectro político y con fuertes creencias religiosas que controla aquella parte del estado. Para esta organización paramilitar cualquier cosa que huela a la administración es merecedora de recibir un disparo. Brennan, en tanto representante del FBI, no es más que un invasor que ha conquistado sus tierras con el pretexto de dar caza a un terrorista al que ellos consideran un ejemplo a seguir: Rudolph, al que los lugareños le dedicaron esta canción, puso bombas en clínicas abortistas y en un bar lésbico, se declaró contrario a las intromisiones de las instituciones y ferviente católico; para los Regulares era un ídolo. Después está el agente Embry, miembro de la ATF, algo así como si Julio Anguita se hubiera metido a TEDAX y en lugar de “programa, programa, programa” su eslogan fuera “pruebas, pruebas, pruebas” (él y su compañero tienen claro desde el minuto uno que Jewell no tiene nada que ver con los atentados). Pues bien, Embry, quizá el gran personaje del show (¡ese corte de pelo de Arliss Howard!), sabe lidiar mejor con los lugareños, pero eso no quita para que su empatía no le sirva ni para terminarse una birra en el bar de Murphy del que es invitado a salir amablemente antes de que la amabilidad adopte la forma de un guantazo con la mano abierta.
Este encuentro al que estos hombres de ley han sido invitados previo secuestro semiconcertado se dirime en los siguientes términos entre Brennan y Big John (Brad William Henke), jefe de la milicia.
Brennan: -(Rudolph) ha creado una guerra entre nosotros y está funcionando porque se está aprovechando de nuestro miedo. Apuesta a que cuando te mire, cuando mire tu ropa y escuche tu acento veré a un paleto peligroso y obstinado. Y apuesta a que cuando me veas, cuando veas mi ropa, la manera en la que hablo y mi placa, pensarás…
Big John: -… que eres un liberal gilipollas, presumido y elitista que cree que puede ir pavoneándose por cualquier pueblo pequeño, enseñando algunos dólares haciendo que todo el mundo se la chupe y vote por los Clinton.
Esa frase termina con Earl Embry, el tercero en discordia, riéndose a pesar de estar maniatado y con los tres intervinientes asumiendo que tienen que superar sus diferencias -que no son pocas- para derrotar una amenaza mayor. Esa risilla de Embry viene a decirnos que las divisiones entre buenos y malos no son tan sencillas y que Sodroski y su comando de escritores se cuidan mucho de juzgar a sus personajes sin por ello renunciar a una mirada crítica.
La aparición de esta organización paramilitar permite establecer conexiones con otras dos series contemporáneas que también nos hablan de la irrupción de grupos radicales en cuya base ideológica está el rechazo total de cualquier legislación impuesta por el gobierno federal. En la recién estrenada sexta temporada de Bosch (en pie y saluden) aparece el movimiento de los Ciudadanos Soberanos que comparte con los Regulares ese incumplimiento sistemático de las leyes federales, su pasión por coleccionar armas (y usarlas) y la puesta en práctica de estrategias autárquicas marcadamente xenófobas: el ‘mi casa mis reglas’ adaptado a un territorio concreto al que nadie puede acceder salvo que a mí y a mis santas M-16 nos salga del cargador. Este tipo de grupúsculos -que no están nada alejados del ‘Make America Great Again’ de Trump- ya estaban muy presentes en Justified (regresen al segundo párrafo) e incluyen a supremacistas blancos, kukluxkaneros y rednecks con muchas más balas que educación que acondicionan el ‘América para los americanos’ a su espacio vital. Tres series que ya alertan de que en casa hay un enemigo armado y peligroso que, de momento, permanece oculto bajo el amparo de la marginalidad: el “son cuatro gatos” de toda la vida.
Venecianas
La solvencia de un guion que es capaz de mantener la tensión sin renunciar al análisis no es óbice para señalar que, en ocasiones, los subrayados discursivos provocan más de un sonrojo. Esas sobreexplicaciones -ese speech de la agente Knox (Kelly Jenrette) subiéndole el guapo a su jefe, diciendo algo que se puede resumir con una mirada y un par de líneas de diálogo- unidas a los excesos musicales -vale que Harry Gregson-Williams (y Stephanie Economou) está detrás de la banda sonora, pero no hace falta que la música nos indique en cada momento lo que debemos sentir: estamos viendo una serie, no aterrizando un avión- están de más, si bien, en realidad, concuerdan con la escasa inventiva formal que la serie ofrece (Yaitanes, we miss you). El otro problema del guion es que no se percibe el paso del tiempo: Rudolph se pasa cinco años perdido en el bosque y parece que apenas hayan pasado unos meses (ni siquiera se perciben cambios físicos en ninguno de los implicados).
Volvamos a Eastwood. El guion de Sodroski, apoyado en la temporalidad serial que permite un mayor desarrollo de tramas y personajes, es mucho más complejo que el de Billy Ray, sin embargo, el realizador californiano, que cumplirá 90 tacos este mes, apenas necesita un par de momentos para reflejar la realidad de Jewell sin recurrir a los diálogos. Pero, antes de eso, fíjense en la secuencia del estallido de la bomba. Mientras Michael Dinner recurre a un efectista ralentí que parece la versión Hacendado del bullet-time de Matrix, Eastwood rompe la planificación tranquila que domina los compases iniciales de la película para ir agitándola a medida que la amenaza crece (Jewell entrando en la torre para desalojar a los trabajadores de la televisión) hasta que el artefacto explota y las imágenes tratan de capturar el caos (humo, cuerpos que se mueven sin sentido, angulaciones bajas, tomas desestabilizadas).
Aunque Richard Jewell esté lejos (muy lejos) de los mejores trabajos de Eastwood, la película condensa más apuntes visuales en sus 130 minutos que la segunda temporada de Manhunt en 420. Solo un ejemplo: para mostrar que Jewell ya ha sido juzgado (por los medios) y encarcelado (en su casa), el director de Sin perdón (1992) utiliza dos recursos poco llamativos, pero sumamente efectivos. Cuando Kathy Scruggs le vende al director de su periódico la exclusiva sobre Jewell y este decide publicarla (lo que equivale a una condena), Eastwood se valdrá de la veneciana entrecerrada del despacho para enrejar a los personajes. Ese tropo visual volverá a aparecer justo en el momento en el que Jewell le muestra a su abogado y a su madre el arsenal de armas que guarda en casa (“estamos en Georgia”) y confesarles que lleva dos años sin pagar impuestos. Eastwood, a través de Kathy Scruggs, apunta el destino inminente que le espera a Richard, quien, con sus actitudes, dará más motivos para justificar ese oficioso arresto domiciliario; las autoridades harán el resto: cuando el FBI termina de registrar su casa, un travelling de acercamiento nos mostrará al guardia de seguridad sentado en el rellano junto a su abogado y su madre, encarcelado tras los barrotes de la barandilla. Quizá, en este momento, no haya nada más adecuado que cerrar este post con esos tres planos (por cierto, en la serie solo hay una toma similar -utilizada en el mismo sentido- que es el que abre este texto).