'Vergüenza'. La verbena de las vanidades
La serie es más que un diagnóstico sobre la volatilidad de la fama porque pone en evidencia sus mecanismos y desautoriza a una casta de 'celebrities' de poco interés
‘En la resaca’, el cuarto episodio de la tercera temporada de Vergüenza, Jesús Gutiérrez (Javier Gutiérrez) camina mientras habla por el móvil. La cámara lo enfoca de frente y, mediante un plano fijo con ligeros reencuadres, sigue sus movimientos. A su espalda aparece una furgoneta de grandes dimensiones que se dirige hacia él. Absorto en la conversación, Jesús no percibe la aproximación del vehículo. La pantalla va inundándose de naranja -la furgoneta no es discreta- hasta ocupar todo el encuadre. El espectador, que tiene más información que el personaje, se construye un desenlace (a que lo atropella, a que lo atropella) que la secuencia abortará con el berrido del claxon que hará que Jesús, asustado, se aparte. Lo que podría haber terminado en una tragedia ridícula, acaba en un incidente chusco, mucho más prosaico.
Este pasaje aparentemente sencillo define muy bien la idiosincrasia de una serie que, para no agotarse, ha ganado en complejidad. El tempo largo que marca el devenir de cada secuencia, con situaciones que extraen la comicidad de esa elongación, va encadenado a una constante ruptura de las expectativas de una audiencia que, aunque instruida para esperar un desastre, jamás presencia el cataclismo que había creído intuir. Ese desbarajustar las previsiones del público se alcanza, decíamos, complicando el desarrollo de la ficción y manipulando las expectativas de unos espectadores ya familiarizados con esta producción de Movistar +.
Juan Cavestany y Álvaro Fernández Armero han confeccionado la tercera temporada alrededor de dos tramas que van cruzándose y que confluyen en el colofón que supone el capítulo final. Por un lado tenemos la historia que involucra a Jesús, convertido en hazmerreir nacional tras darle una colleja a su hijo en mitad de un derby baloncestístico entre Estudiantes y Real Madrid. Por el otro lado está el debilitamiento de la relación entre Óscar (Vito Sanz) y Verónica (Itsaso Arana) desencadenado por la participación de él en un ensayo clínico que testará los efectos de unas nuevas pastillas que terminan por transformarlo en un Jekyll desinhibido y sexualmente desatado. La confluencia de esos dos argumentos queda, a su vez, encajonada en una suerte de superestructura dramática que no se sitúa en el presente de la ficción sino en un futuro cercano al que la narración irá aproximándose paulatinamente. Hablamos, claro está, de los interrogatorios por los que pasan todos los personajes y que tienen como objetivo resolver un caso de asesinato. A esa complejidad narrativa (que goza de un grácil equilibrio) se le incorpora una derivación genérica con la introducción del thriller como motivo auxiliar de la comedia que aleja a la serie del estancamiento. Los creadores nos entregan la información como si fueran dealers, enganchándonos a la solución de un caso cuya víctima desconocemos prácticamente hasta el final, de manera que al interés cómico que se le presupone a la teleficción producida por Apache Films se le agrega un componente novedoso procedente de la tradición criminal que termina por renovarla (y enriquecerla).
A nivel discursivo, su lectura sobre los procesos de entronización que elevan a un ciudadano común a la categoría de icono se antoja lúcido y sumamente ingenioso, en tanto en cuanto hermana la figura de Jesús Gutiérrez con la de famosos de distinto pelaje cuyos cameos invitan a reflexionar no ya sobre el culto a la imagen sino sobre cuáles son las imágenes a las que rendimos culto. Jesús, que primero se ve desbordado tras convertirse en una celebridad muy a su pesar -tiene mala fama- después, cuando su historia se quede vieja a los cinco minutos de nacer, querrá que el foco de la atención pública siga iluminándolo. Para articular todas estas consideraciones con respecto al estrellato, Cavestany y Fernández Armero recurren a la presentadora Mariló Montero, al músico James Rhodes y a la cantante -confieso que no sé qué sustantivo colocarle- Leticia Sabater. Sorprende ver cómo los tres -y Miguel Ángel Muñoz en menor medida- se prestan al juego con unas apariciones que van en contra de los roles cuasi promocionales que ellos mismos han asumido. Montero personifica la deriva de los magacines televisivos en los que la actualidad acrítica y la extravagancia funcionan como criterios editoriales; Rhodes es una suerte de tótem inocuo que ha hecho de la pataleta ocurrente y la gracieta costumbrista sus eslóganes y Leticia Sabater no es más que un juguete manoseado por la industria del entretenimiento capaz de cualquier extremo con tal de seguir estando en el candelero.
En una temporada en la que la publicidad (esa sesión de fotos autopromocional), un determinado tipo de programas de televisión y los gimnasios son tan importantes (la dictadura de lo superficial), que se utilice la imagen que estos supuestos iconos han creado para publicitarse como prolongación ‘real’ del vía crucis mediático por el que pasa Jesús es de una brillantez corajuda. Todo es insustancial, vulgar y fugaz. Vergüenza es más que un diagnóstico sobre la volatilidad de la fama porque pone en evidencia sus mecanismos y desautoriza, ¡logrando que hagan de sí mismos!, a una casta de celebrities con menos interés que un documental sobre perezosos rodado en slow motion. (Ya estoy oyendo vuestros “pero Rhodes no es igual, no lo metas en ese saco…”. El pianista inglés puede hablar con propiedad de música o de vivencias personales, cuando sus opiniones, sin importar cuál sea el tema, adquieren el valor de certidumbre evangélica y cuando él aprovecha esa corriente para crear una marca personal, pasa a formar parte del álbum de cromos de ese famoseo vacuo tan de nuestro tiempo).
¡Qué grande es el cine!
Falso culpable (Alfred Hitchcock, 1956), Breve encuentro (David Lean, 1945) y ¡Mamma Mía! La película (Phyllida Lloyd, 2008) son las películas citadas de manera directa en la 3T de Vergüenza. Las tres adelantan la resolución final de la temporada y describen todo lo que le sucederá a Jesús en los dos últimos episodios. A él, trasunto esperpéntico del Manny Balestrero (Henry Fonda) hitchcockiano, le colgarán la etiqueta de falso culpable -y después se la pondrá él mismo- como máximo sospechoso del asesinato que vertebra toda la temporada. El breve encuentro que nuestro desastrado protagonista mantiene con una ‘compañera’ de partida de póker es aún más breve (y traspasa aún más las fronteras de lo prohibido) que el que mantienen Laura Jesson (Celia Johnson) y el doctor Alec Harvey (Trevor Howard) en la película de David Lean. La aparición de ¡Mamma mia!, adaptación fílmica de un musical que, como ABBA, es idolatrado por la comunidad gay, está directamente vinculada a la supuesta ambigüedad sexual de Carlos (Miguel Rellán), que acude al cine con un ‘amigo’ al que los habituales de la serie identificarán rápidamente, pero también guarda una relación directa -y también de índole erótica- con la infidelidad que Jesús cometerá en el episodio quinto (estoy haciendo malabares para no clavaros un spoiler).
Descodificar este tipo de referencias directas me llevó, quien sabe si arrastrado por el furor hermenéutico, a buscar otras menos evidentes. Mientras veía la temporada, las presencias de Vito Sanz e Itsaso Arana me conducían al cine de Jonás Trueba, en el que los dos actores han intervenido con regularidad (ella en sus dos últimos trabajos, él en tres de sus cinco películas). En algunos instantes tuve la sensación de que Cavestany y Fernández Armero reescribían secuencias repartidas por la filmografía del director de Los ilusos (2013). La más evidente quizá sea esa (doble) conversación entre Óscar y Núria (Malena Alterio) que recuerda a aquella, también con Sanz como protagonista, que tenía lugar en los Jardines de Luxemburgo en Los exiliados románticos (2015). Si en el filme de Trueba ya se jugaba con el alargue de la situación para que lo cómico brotara, aquí termina por aflorar un humor rayano en el patetismo, culminado por un beso insatisfactorio que clausura una secuencia incómoda, marcada por los titubeos de tan indecisa pareja (la secuencia, que funciona como un ejercicio de variación sobre el mismo tema se repite en los capítulos cuarto y quinto).
Podíamos seguir acumulando citas cinéfilas – a El resplandor (Stanley Kubrick, 1980), por ejemplo- pero déjenme terminar con uno de los últimos planos de ‘Vergüenza nacional’ (3.02), ese con el que arranca la ya famosa secuencia en la que periodistas y ciudadanos persiguen a Jesús tras salir de su casa, toda vez que se ha convertido en el blanco de la ira de los televidentes españoles. Todo arranca con Jesús saliendo por la puerta. Un movimiento de grúa se irá alejando de la entrada del hogar en dirección opuesta a la que camina el protagonista, que empieza a ser acosado por una turba. Ese movimiento hacia atrás y hacia arriba termina ofreciéndonos un plano general de toda la calle, con la aparición, en la parte inferior izquierda del encuadre, de una unidad móvil con su antena emisora. Al verlo, me acordé inmediatamente de Perdida (David Fincher, 2014) una película que en clave de psychothriller también hablaba de las imágenes que nos construimos para venderles a nuestros congéneres y que solo ocultan biografías oscuras. El plano de la unidad móvil -los medios como agente intoxicador- se repite, de manera casi idéntica, en dos producciones que reflexionan sobre los mismos temas desde ópticas distintas.
Maestros del humor
El despliegue de recursos cómicos sigue siendo uno de los grandes activos de Vergüenza, siempre con un pie metido en el cenagal de la incorrección con chistes sobre la raza (“es negro como tú y sus compañeros le tratan igual”), la diversidad funcional (ese malicioso uso del montaje en ‘All in’ cuando una secuencia que incluye una broma sobre la discapacidad se empalma con los aplausos de la fiesta de cumpleaños de la secuencia siguiente) o la halitosis -me acordé del ‘The Halitosis Kid’ de Benny Hill. El talento para la comedia no se percibe sólo en los chistes, ahí está el buen uso de running gags a lo largo de la temporada -las setas, la colleja, el “¿adivina quién soy?” mientras te tapo los ojos-, la selección de actores con un look inolvidable para pequeños papeles (el camarero interpretado por Aaron Porras) o el empleo de la música como contrapunto (pequeñas piezas que indican suspense para situaciones que terminan siendo ridículas).
Tampoco faltan los juegos metatextuales con esos enanos que pronuncian ese “si no somos capaces de reírnos de nosotros mismos a estas alturas”, frase que juega con el tamaño de los protagonistas, pero también con el grado de identificación entre una ficción y una audiencia que, a pesar de las hipérboles, se reconoce en no pocos momentos y, en el fondo, se ríe de sí misma. Hay más: cuando Jesús acude a la agencia de representación y afirma conocer a Leticia Sabater, la responsable le sugiere explotar su “lado esperpéntico”, por no hablar de ese “la tele cansa mucho” que Carlos le espeta a Jesús (al que putea haciéndole tomar parte en falsos anuncios para vengarse de él), frase doblemente sarcástica que reflexiona sobre lo que implica currar para (o en) el medio. Lejos de agotarse o de agotarnos, a Vergüenza todavía le queda camino por recorrer. El cliffhanger final ya nos tiene esperando una cuarta temporada que esperemos no tarde en llegar.