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En plan serie por Enric Albero

'En el corredor de la muerte', la imagen que mata

La telefección púdicamente sobria de Marqués-Marcet rehúye cualquier aproximación morbosa o melodramática a la historia de Pablo Ibar

20 septiembre, 2019 10:13

En una entrevista concedida con motivo del estreno de Los días que vendrán (2019), su último largometraje presentado en el pasado festival de Rotterdam, Carlos Marqués-Marcet, quien por aquel mes de febrero se encontraba ultimando su labor como realizador de En el corredor de la muerte, señalaba a propósito de la serie producida por Bambú para Movistar + que, para él, la clave estaba en encontrar cuál era su “punto de vista respecto a esta historia. En el caso de Pablo Ibar me topé con una cosa que me sorprendió: es una persona que, más allá de su inocencia o de su culpabilidad, está pasando todo lo que está pasando porque se parece a alguien que sale en una captura de pantalla de un vídeo. De hecho, a él no lo detienen por el asesinato, sino porque, tras un altercado, un policía señala que se parece a la imagen que tienen del sospechoso. Para mí es la historia sobre el poder de una imagen, de cómo una imagen puede matar a alguien. Ese fue mi punto de partida y a partir de ahí configuré todo mi planteamiento, que está relacionado con el funcionamiento del sistema y con la intimidad, que son temas que me son próximos. Lo que puede hacer un director en una serie es pensar la imagen, explicar la historia a un nivel que el guion y los diálogos no son capaces, proponer un discurso a partir de las imágenes que no esté reñido con la transmisión de emociones”.

A poco que uno ahonde en las imágenes que entretejen los cuatro episodios de la que, en mi molesta opinión, es la propuesta más sólida de cuantas ha presentado la plataforma española este curso, podrá observar las similitudes existentes entre En el corredor de la muerte y los dos trabajos más relevantes de Marqués-Marcet hasta la fecha, 10.000 KM (2014) y la ya citada Los días que vendrán. Sin haber tenido tiempo para leer el libro de Nacho Carretero del que se nutre la serie para crear una ficción basada en hechos reales ni para hincarle los oídos al podcast que sobre este asunto han desarrollado Arturo Lezcano y Jimena Marcos y que ha contado con la narración del propio Carretero, uno cree (o quiere) intuir que la sintética construcción de la teleserie procura en todo momento respetar la exhaustividad periodística presente en la investigación matriz, despojándola de cualquier elemento accesorio en aras de alcanzar la mayor precisión posible en la exposición de los acontecimientos.

En el corredor de la muerte: Tráiler oficial | Movistar+

Los hechos que conforman la historia de Pablo Ibar (Miguel Ángel Silvestre) ocupan un arco cronológico de 26 años -1993/2019- que el guion coordinado por Diego Sotelo, en el que han tomado parte David Moreno, Andrés Koppel y Carlos López, comprime en 180 minutos. Esa depuración narrativa implica derivaciones dramáticas y conceptuales. Como creo que este no es el lugar para detallar los pormenores de un caso de sobra conocido y ampliamente documentado, entiendo que es más fructífero desentrañar el funcionamiento de una teleficción púdicamente sobria que rehúye cualquier aproximación morbosa y/o melodramática a un asunto sumamente complejo. La concepción del relato planteada por el equipo de guionistas que han desarrollado la serie junto a los máximos responsables de Bambú, Ramón Campos y Gema R. Neira, parece tener como premisas el rigor, la concisión y la claridad (más en la línea ‘documental’ de la productora, marcada por El caso Asunta y El caso Alcàsser, que en la vertiente de ficción, en la que la estilización de la soap opera es su principal activo, de Velvet a Alta Mar). Así pues, no estamos ante un acercamiento a las consecuencias del cautiverio que remite a títulos como El hombre de Alcatraz (John Frankenheimer, 1962), ni ante un estudio psico-sociológico de la vida carcelaria como el que proponía OZ (Tom Fontana, 1997-2003) ni siquiera ante un entretenido thriller de denuncia como Brubaker (Stuart Rosenberg, 1980) … aunque todo ello esté, a su manera, también aquí.  

La serie establece una estructura temporal y capitular muy particular. Cada episodio ocupa una franja cronológica delimitada (1993/1994; 1994/2000; 2000/2008 y 2008/2019) y el interior de cada uno de ellos esta subdividido en función del punto de vista del personaje que la narración adopta. Esa ordenación profundamente libre y desestructurada pretende, a pesar de su heterodoxia (o quizás gracias a ella), facilitar el seguimiento del proceso sin perder detalle. Este trabajo con el punto de vista nos brinda el primer apunte interesante. Una de las decisiones creativas más importantes de la serie consiste en repetir parte de determinadas secuencias con el cambio de focalización; esto es, veremos el mismo acontecimiento dos veces, pero desde la óptica de personajes distintos. Este recurso basado en la iteración genera, por una parte, cierta sensación de loop, de revivir continuamente una misma situación (¿acaso la vida carcelaria de Pablo Ibar no es un bucle?), algo que también refuerza el uso puntual de las prolepsis y los flashbacks (la inestabilidad cronológica y psicológica van de la mano). Por otro lado, la mostración de un mismo hecho desde una perspectiva diferente aporta nuevos matices y se presenta como una reflexión sobre el propio caso Ibar, necesitado de otras miradas para modificar el sentido de un veredicto que ha desestimado numerosas pruebas que favorecen al condenado.

Como ya hemos apuntado, En el corredor de la muerte no es un tratado sobre el confinamiento: ni su ritmo ni su concepción del tiempo ni su estructura coral pretenden que ‘suframos’ junto al preso como buscaba la muy cuestionable La noche de 12 años (Álvaro Brechner, 2018). Aquí se trata, antes que nada, de exponer los hechos referidos a un proceso policial y judicial con la mayor claridad posible teniendo en cuenta que estamos ante una investigación plagada de giros imposibles (toda la cuestión del ADN), desgracias familiares, diversas sentencias y apelaciones y un cambio de abogados decisivo. Puede que la secuencia de la papelera sea la que mejor exprese la voluntad casi pedagógica de la serie: la nueva pareja de juristas que defenderá a Ibar en su segundo proceso -Benjamin Waxman (Nick Devlin) y Todd Mullin (Mark Schardan)- coloca sendas papeleras sobre la mesa de su despacho; los dos letrados repasan los pros y los contras del caso y lanzan bolas de papel a un cubo si la afirmación que acaban de hacer les es favorable o al otro si juega en su contra. Esto sucede en el tercer episodio, cuando la velocidad a la que viaja la trama y los cambios que se han producido exigen una recopilación para no perder el hilo.

En todo caso, la didáctica penalista no es el único interés que reviste la última producción de Bambú. Retomemos la cita de Marqués-Marcet y su predilección por dos cuestiones como la intimidad y el funcionamiento del sistema en relación con el caso Ibar. A nivel formal, el realizador catalán maneja con inteligencia tanto la profundidad de campo como la cámara al hombro. En una historia en la que la pareja protagonista es separada cuando apenas ha iniciado su relación, los sentidos se tornan fundamentales. Tanya Quiñones (impresionante Marisé Álvarez) observa a Pablo desde el otro lado del cristal de la sala de visitas y le dice que casi no recuerda su olor ni su sabor, que echa de menos tocarlo. Esa privación sensorial que Tanya comparte con los espectadores -nosotros no podemos oler, ni tocar ni saborear a los personajes que desfilan por la pantalla- se acrecienta por el tratamiento de los cuerpos que propone Marqués-Marcet. En ocasiones puntuales, la cámara se pega tanto a la piel de los actores que esos instantes compartidos ganan en intensidad tras la separación. Esos momentos de intimidad, escasos y valiosos, no están tan lejos de los que experimentaban Vir (María Rodríguez Soto) y Lluís (David Verdaguer) durante el proceso de gestación que documentaba, desde la ficción, Los días que vendrán.

El trabajo con el foco merece capítulo aparte. En el corredor de la muerte no renuncia a su entorno -estamos en la Florida y por más que todo se desarrolle en un ambiente carcelario el tratamiento de la luz que logra Jacobo Martínez no disimula el lugar de origen- pero la escasa profundidad de campo utilizada en exteriores parece colocar a los personajes sobre un paisaje difuso, como si deambularan por un mundo nebuloso, difícil de agarrar, un mundo al que, en realidad, ninguno de ellos pertenece, devorados por un juicio que les impide disfrutar de las cosas más prosaicas. Una de las imágenes más potentes -y que se repite en varias ocasiones- es de la del skyline de Miami, situado en un segundo plano del encuadre, desenfocado, mientras los personajes hablan. El downtown, materialización arquitectónica del segundo centro bancario de los Estados Unidos, es algo inalcanzable para gente corriente como los familiares de Pablo Ibar.

Esa imagen supone, en sí misma, una advertencia sobre un sistema que divide a las personas en dos clases: hombres y mujeres como los que ocupan el primer plano del encuadre y tipos y tipas como los que cada mañana observan Miami Beach desde lo alto del edificio Brickell. La serie de Movistar + vincula en no pocas ocasiones la obtención de justicia al poder adquisitivo. Las consecuencias del modelo económico que rige el funcionamiento de Estados Unidos son fatales: Cristina (Laura De la Uz), la madre de Pablo Ibar, fallecerá de un cáncer que decidirá no tratarse para invertir el dinero en la defensa de su hijo; Cándido (Ramón Agirre), su padre, regresará a su Zestoa natal para iniciar una campaña de apoyo y de recogida de fondos que sufrague los gastos del proceso (hablamos de 1 millón de euros). Ese alegato contra una ordenación socioeconómica caníbal guarda una relación directa con la inclusión, al inicio de cada episodio, de imágenes de archivo de los cuatro presidentes que ha tenido Estados Unidos durante los años en los que se ha prolongado el caso (Clinton, Bush, Obama y Trump): a pesar de la alternancia entre demócratas y republicanos, el sistema judicial norteamericano no ha sufrido modificación alguna.

Pantallas

Si el tratamiento visual de los cuerpos acerca En el corredor de la muerte a Los días que vendrán, el uso que se hace de las pantallas también establece conexiones con 10.000 KM. Pero no nos adelantemos. La imagen captada por una cámara oculta se convertirá en la prueba clave para identificar a Pablo Ibar como a uno de los dos asesinos de Casimir Sucharski, Sharon Anderson y Mary Rogers. Una imagen de baja calidad de un rostro que se asemeja al suyo. A causa de esa imagen condenatoria, Ibar se relacionará con el mundo a través de una pantalla: los vis a vis con sus familiares y abogados se realizarán mediante rudimentarias videoconferencias. De hecho, la propia pantalla no es sino otra de las formas que adopta la minúscula celda en la que Ibar permanece recluido, un cautiverio que Marqués-Marcet filma siempre con escalas cortas o utilizando el escaso mobiliario del cubículo para reencuadrar al personaje e insistir en su claustrofóbica cotidianeidad.

En el segundo episodio, en uno de los encuentros con Tanya, esta le pide a Ibar que le mire a los ojos y le diga sí, de verdad, quiere abandonarla. En ese momento, Ibar constata la disociación existente entre registro y percepción: “no te puedo mirar a los ojos porque para mirarte a los ojos tengo que mirar la cámara y no te veo en la pantalla”. En ese gesto aparentemente intrascendente, en el que Marqués-Marcet capta la mirada frontal a cámara de los protagonistas, así como los instrumentos que captan-emiten la imagen (cámara y televisor con la inclusión de la imagen de vídeo), se expresan las posibles divergencias entre lo que se emite y lo que se observa. Al fin y al cabo, la defensa de Ibar sostiene que lleva 25 años en la cárcel precisamente por eso, porque acusaciones y jurados han visto, o creído ver, su rostro en una grabación y quizá lo que sucede es que no están mirando correctamente.

Tras ser condenado en un primer juicio a la pena capital y trasladado al corredor de la muerte, la relación entre Ibar y su pareja queda intermediada por un cristal. Aquí, el director de Tierra firme (2017) juega con el reflejo y superpone los cuerpos de la pareja fundiéndolos sobre la superficie transparente en una imagen que simboliza el deseo compartido e imposible de estar juntos, deseo que culminará en enlace matrimonial. El paso de la pantalla al cristal implica un acercamiento entre ambos, aproximación que volverá a romperse cuando en el capítulo cuarto regrese al módulo común y la videoconferencia se imponga como método de comunicación: como en 10.000 KM., la pantalla marcará la distancia entre ambos y la cámara se aquietará, se tornará más estática, como esa relación que no avanza fruto de las circunstancias. Que el último plano de la serie sea el de Pablo y Tanya con los brazos entrelazados es la conclusión esperanzadora derivada de la lógica impuesta por una ficción en la que el afecto transmitido a través de la filmación de los cuerpos y los obstáculos que imposibilitan el contacto están en fricción permanente.

Estas decisiones visuales aparentemente meditadas, contrastan con la rutinaria filmación de las sesiones judiciales, despachadas de manera veloz, más preocupadas por prestar atención a los discursos de la defensa y la fiscalía que por señalar desde el lenguaje audiovisual las diferencias entre las partes -si es que las hubiere- o los desequilibrios fomentados por y desde el sistema.

Apuntes vascos

Mikel Laboa-Txoria Txori

Tal y como se ha señalado anteriormente, Cándido Ibar regresa a Zestoa, la pequeña localidad guipuzcoana de la que es natural y en la que reside su familia, para recaudar fondos que ayuden a financiar la defensa de su hijo. Se podría pensar que existe una aproximación costumbrista a una región que se describe de manera somera pero eficaz con apenas cuatro apuntes: los paisajes, la casa familiar o la importancia y el tipo de comida, por citar tres ejemplos. Sin embargo, esa visión aparentemente maniquea de Euskadi queda anulada en el momento en que la madre de Cándido le desmonta esa idea de lo vasco vinculada a un orgullo irracional que, en última instancia, le está impidiendo ayudar a su hijo Pablo, alguien que, a pesar de haber nacido en EE.UU. “es tan vasco como tú y como yo” señala la abuela.

La serie defiende una determinada idea del mestizaje en la que los orígenes vascos de la familia Ibar -cuyo máximo exponente fue el boxeador José Manuel Ibar ‘Urtain’, hermano de Cándido- se mezclan con la sangre latina que corre por las venas de Pablo y con el ambiente multicultural y plurilingüístico que envuelve Miami. Una banda sonora en la convive el son cubano con las canciones pop y los extractos operísticos con la música tradicional vasca, refleja la mixtura de acentos y colores de piel que pueblan la serie. Que todo se cierre con Txoria Txori, el canto a la libertad compuesto por Mikel Laboa en 1974 no solo supone una toma de posición por parte de los creadores con respecto al caso, sino también la vindicación de una determinada visión del mundo en la que el mestizaje es síntoma de riqueza.

Silvestre no es solo un gato

Se habrán dado cuenta de que no he hablado de los actores hasta ahora. En general, procuro hacerlo en muy pocas ocasiones porque mis herramientas teóricas para valorar una interpretación son más bien escasas (así que suelo adjetivar; en este mismo texto tienen un ejemplo, búsquenlo). Y cuando eso sucede la nube del gusto me llena el juicio de gotitas que me impiden ver con claridad. Así que les diré que Miguel Ángel Silvestre no me apasiona (sí, es un eufemismo). Me parece que su incontestable fotogenia va acompañada de un escaso abanico de registros. He escrito me parece y, más bien, debería haber escrito me parecía, porque como ha sucedido con la selección de básquet y sus numerosos detractores, Silvestre me ha chapado la boca. Lo que en títulos como La distancia (Iñaki Dorronsoro, 2006), Alacrán enamorado (Santiago A. Zannou, 2103) o Sin tetas no hay paraíso (2008-2009), veía como falsa intensidad -esas miradas de perdonavidas de tres al cuarto o la voz ronca de fumador de Celtas Cortos sin boquilla cuando ya no existen los Celtas ni cortos ni largos ni con boquilla ni sin boquilla- aquí se torna veracidad. Se podría hablar del acento o de la naturalidad con la que pronuncia sus (pulidísimos) diálogos, pero hay dos momentos en los que a través de su gestualidad y de sus ojos transmite los cambios que ha experimentado su personaje sin necesidad de articular palabra. Me refiero a las dos secuencias situadas en el pasillo de la cárcel. Dos secuencias que, obviamente, dialogan entre sí. La primera se encuentra en el arranque del capítulo segundo, durante sus primeros días en presidio. Un travelling de retroceso captura su andadura por el pasillo de las galerías. Desde un plano medio rodado sin profundidad de campo, Ibar mira en derredor mientras los presos ensordecen el ambiente golpeando los barrotes de sus celdas. Mira sin ver, entre perdido y azorado, como un animal camino del matadero.

En el capítulo cuarto, toda vez que la apelación ha sido aceptada, Ibar deja el corredor de la muerte y vuelve a ingresar en una cárcel regular. De nuevo, Marqués-Marcet filma el paseo por la galería hasta su celda utilizando un tiro de cámara, un movimiento y un encuadre muy similares a los anteriores. Solo que ahora el rostro de Ibar ya no refleja miedo, sino una mezcla casi indefinible de alivio y hastío, la de alguien que ha aprendido a sobrevivir en ese ambiente, que sabe que estará mejor que en el corredor pero que, al mismo tiempo, es consciente de que su tragedia está lejos de concluir. En esos dos momentos, y no sé si sabiendo explicar muy bien porqué, Silvestre me gana. ‘Mis dieses’.

@EnricAlbero   

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