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Sofia Helin en una imagen de
Bron/Broen[/caption]
El calor aprieta. En las playas hay personas, arena y sal. En las piscinas solo gente. En cualquier caso, una razón de peso, en lugar de tres, para bajar la persiana, oscurecer el comedor y renunciar a un mundo insolado al que solo hay que asomarse en casos de necesidad extrema (por ejemplo, comprar cerveza). No olviden hidratarse (recuerden que un par de gin-tonics antes de salir de casa pueden incluso convertir a los niños sobreexcitados por sus recién estrenadas vacaciones en seres tolerables). Aunque lo mejor, repito, es recogerse. E hidratarse. Provocar el frescor abusando del aire acondicionado (quien lo tenga), conformarse con la falsa sensación de alivio que proporcionan los remolinos de aire de un viejo ventilador o, en el peor de los casos, mojarse la nuca con agua y la garganta con un cubalibre. Y refrescar las retinas con una serie. O con tres. Que a eso hemos venido (y no hacer apología de las bebidas espirituosas).
Bron/Broen (4T). Avísame si vuelves.
A través de su servicio de
streaming AXN NOW (disponible en Vodafone TV), el canal de Sony ha estrenado
la temporada final de Bron/Broen, también conocida como
El puente, el
nordic noir por excelencia junto a
Forbydelsen. La serie creada por Hans Rosenfeldt s
e cierra con ocho episodios que conservan intactas las virtudes que han hecho de esta producción sueco-danesa un referente del audiovisual contemporáneo, como demuestran sus múltiples versiones (
The Bridge,
The Tunnel) o los continuos intentos por replicar el modelo (
Advokaten,
Sorjonen,
Zona Fronteriza,…). AVISO A NAVEGANTES: he intentado evitar los spoilers, pero me han encontrado (aunque creo que en esta serie es más importante el proceso que el resultado final).
Guiones calculados al milímetro, con un árbol de tramas que va desplegando sus ramas durante los primeros episodios para luego plegarse sobre sí mismo en un desenlace siempre deslumbrante.
Un diseño de personajes pluscuamperfecto cuya evolución siempre va ligada a la resolución del caso y que ha sabido sobreponerse al abandono de uno de sus protagonistas (Kim Bodnia, que interpretaba a Martin Rohde, dejó la serie tras la segunda temporada por desavenencias con los creadores) entregándonos otro de la misma densidad. Esa particular manera de presentar a los secundarios antes de que se encuentren con la pareja de agentes que investiga el crimen, con secuencias que generan una suerte de vacío cognitivo puesto que parecen no guardar relación con el caso que se está resolviendo (al final, todo cuadrará). La fotografía grisácea –entre acerada y plomiza– que retrata la podredumbre que subyace bajo la apariencia límpida y ordenada que nos ofrecen esas tomas aéreas de transición y que rompe con la idea de sociedad modélica que siempre nos viene a la cabeza cuando hablamos de países como Suecia, Dinamarca, Noruega o Finlandia.
La enciclopedia ilustrada de asesinatos que Bron/Broen nos presenta, casi como una reedición ampliada de ‘El asesinato como una de las bellas artes’ de Thomas de Quincey. En un terreno tan labrado como el del homicidio ficticio, se percibe una voluntad por ampliar el campo y demostrar que no todo está inventado.
Todos esos ítems vuelven a aparecer en esta cuarta tanda de episodios.
Al argumento principal –una historia de venganza en la que están involucrados los familiares de un confidente asesinado tiempo atrás por ‘dejadez’ policial–
se suman las tramas propias de los dos protagonistas: Saga Norén (Sophie Helin) abandona el centro de salud mental en que el fue recluida tras la muerte de su madre y Henrik Sabroe (Thure Lindhardt) prosigue con la búsqueda de sus dos hijas desaparecidas años atrás. Sophie Elin sigue haciendo crecer a Saga: a su síndrome de Asperger –metódica, sin habilidades empáticas, brutalmente sincera, ajena a las convenciones de interacción social y sin embargo escrupulosa en la aplicación de la ley– suma un complejo de culpabilidad por la muerte de su hermana Jennifer contra el que lucha incesantemente. Esa batalla, sus charlas con la psicóloga (
los terapeutas, esos grandes protagonistas de la ficción serial contemporánea, tan importantes en esta temporada final) y su infatigable búsqueda de la verdad, estallan en un final catártico que se resuelve de manera brillante: cuando Saga descubre, por un lado, que su ingreso en el cuerpo de policía fue provocado por la culpa y, por el otro, confirma que su madre padecía síndrome de Munchausen e hizo enfermar a Jennifer medicándola, se libera de esa atadura moral/profesional y puede iniciar una nueva andadura. Una puerta que se cierra separando a Saga de su compañero/amante Henrik (ese “avísame si vuelves”), la quema de todos los recuerdos acumulados y el lanzamiento de la placa al mar Báltico desde el puente Oresund –el lugar en el que todo empezó– indican la ruptura con el pasado, la catarsis que permitirá a la torturada policía sueca responder al teléfono utilizando solo su nombre, ya sin la coletilla de
länskrim Malmö. Como ella misma dice: “lo hemos hecho bien en vista de nuestras dificultades psicosociales”.
Igualmente sanador es el final de su partenaire. La recuperación de una de sus dos hijas le permite recomponer parcialmente una vida rota, marcada por la desesperación, la incertidumbre y el consumo de analgésicos en cantidades que harían sonreír a un oso polar. Esa estabilidad llega justo después de que, en uno de esos juegos crueles tan del gusto de Rosenfeldt, la primogénita devuelta al seno del hogar esté a punto de ser asesinada por el villano de la función. La construcción de esa secuencia climática merece un comentario más detallado.
Bron/Broen siempre habló del grado de violencia que late bajo la capa de tranquilidad que cubre una sociedad aparentemente pacífica. De las tensiones sociales que pueden romper esa atmósfera confortable en cualquier momento. Y de la responsabilidad que estamos dispuestos a asumir para combatir esos males.
Es esta una serie en la que ese malestar agresivo, sus causas y sus consecuencias, son parte fundamental. Y esta temporada no es una excepción: el asesino ejecuta a sus víctimas utilizando todos los métodos de pena de muerte que se aplican a lo largo y ancho de este mundo (lapidaciones, ahorcamientos, inyección letal, etc.). Y la secuencia clave se resuelve jugando con esos dos elementos: la violencia y la mirada.
Un plano casi en escorzo de un salón, con un emplazamiento muy bajo de la cámara, sitúa al villano en el extremo más alejado de la composición, de cara al espectador. A su lado, maniatada en una silla está Astrid (Selma Modéer) y dándole la espalda al público, asentado en el suelo y recostado sobre un mueble, está su padre, un magullado Henrik. Esa disposición forzada, en profundidad de campo, coloca al asesino en una posición de superioridad (está por encima del resto), a Henrik, pese a estar sentado, en un segundo nivel, y a su hija en la línea más baja (esta ordenación se produce después del primer disparo; antes están colocados en escala descendente: Villano-Astrid-Henrik: la detonación cambia, de manera sutil, la composición). Arriba el que ejerce la violencia, en el centro el que la sufrirá de manera secundaria y en el tercero la víctima. No hay que olvidar que las torturas que sufra Astrid –la única inocente en este cuadro– son consecuencia de la relación que existe entre el villano y Henrik: por acción u omisión, ambos son responsables de las agresiones que se le practiquen. Situados los personajes –como si fuera un
establishing shot– se juega con el primer plano y con las miradas entre ellos. El homicida le exige a Henrik que mire como mata a su hija: “si la amas, mírala”. Él aparta la vista y con él, los espectadores que observan como voltea su rostro: se nos niega el contraplano, el lugar en el que puede suceder la tragedia.
El abominable acto solo se completará si es visto: como un espectáculo, necesita del público para ser. La tensión se mantiene gracias a ese juego asimétrico de miradas (la hija solo mira a su padre), a una ligera dilatación del tempo narrativo y a la propia referencialidad de una serie que ya había demostrado ser especialmente cruel con los hijos de sus protagonistas. Con los ojos de Henrik vueltos, suena un disparo. En consonancia con la mecánica de la secuencia no sabemos qué ha pasado, puesto que la cámara permanecía fija en Henrik, que había retirado la mirada para evitar el desastre. Tras el impacto, dirige su vista al frente y vemos como su némesis se desliza por el cristal de la ventana del salón. Un tiro le ha perforado el ojo (he obviado algunas partes de la secuencia, en la que todo lo que sucede está plenamente justificado por su puesta en escena, para no fastidiaros más aún).
En una serie que
ha reflexionado ampliamente sobre los orígenes (sociales y psicológicos) del mal, sobre su espectacularización en los medios y sobre un supuesto sistema del bienestar que, sin embargo, es incapaz de proteger a sus ciudadanos, este clímax puede interpretarse como un compendio de todo lo acontecido hasta ese momento:
un mal (indetectable) generado por el funcionamiento erróneo de una sociedad que se cree idílica pero que no lo es; un padre, agente de policía, que no puede proteger a su propia hija y una acción violenta plasmada como una representación en la que la mirada juega un papel crucial. En
Bron/Broen, una serie en la que los criminales mediatizan-publican la mayoría de sus actos, ese tiro en el ojo parece una invitación a cambiar nuestro modo de aproximarnos a la violencia. Desde una estética radicalmente diferente, Nicholas Winding Refn también meditaba sobre la fascinación que la violencia ejerce sobre el espectador en la secuencia que partía en dos la infravalorada
Solo Dios perdona (2013). Otro choque entre violencia y mirada filmado por un danés. ¿Verdad que ya no tienen tanto calor?
La ciudad secreta(1T). Conspiración canberra.
Decíamos que una de las marcas de estilo de
El Puente eran esos planos tomados desde el cielo que nos ofrecían las vistas de ciudades ordenadas por un urbanismo cartesiano, indicador de una organización ideal que, sin embargo, no se correspondía con la realidad de una sociedad menos perfecta de lo que su traducción arquitectónica pregonaba. Ese recurso, utilizado en sentido idéntico, se repite en
La ciudad secreta, serie australiana recientemente estrenada por Netflix en España, por más que esté fechada en 2016.
El ordenamiento casi utópico que muestran las tomas aéreas de Canberra contrasta con
los sucios tejemanejes geopolíticos que tienen al gobierno aussie dividido entre los ministros pro-norteamericanos y los pro-chinos (la principal ruta comercial entre ambas potencias tiene a Australia como lugar de paso). Todo arranca cuando Sabine Hobbs (Alice Chaston), una activista defensora de la independencia del Tíbet, se quema a lo bonzo en una plaza de China. Seis meses después, ya en Canberra, un joven huye de sus perseguidores y engulle una de las dos tarjetas SIM que porta consigo. A la mañana siguiente aparecerá muerto y eviscerado junta a la orilla del río. Allí, mientras la policía lo examina, lo verá la periodista del
The Nation, Harriet Dunkley (Anna Torv), que cada mañana practica remo por esa zona.
Ese encontronazo casual servirá para sacar a la luz una conspiración en la que las tensiones entre chinos y estadounidenses sirven a determinados miembros del gabinete presidencial para aprobar una ley (
Safer Australia) que aumenta el control del estado sobre los ciudadanos, restringiendo sus libertades. A mitad de camino entre
State of Play (David Yates, 2003) y las adaptaciones cinematográficas del caso Snowden,
La ciudad secreta es un thriller solvente que, a pesar de sus carencias en el guion, introduce alguna que otra novedad estimulante. Aunque sus revelaciones no cuenten nada que no haya aparecido ya en capítulos de
The Good Wife, la sobresaliente actuación de un elenco encabezado por la siempre deslumbrante Anna Torv (¡cómo mira Anna Torv!) y seguida por la perturbadora Jackie Weaver, que se pone en la piel de la fiscal general Catriona Bailey (da más miedo que Florentino Pérez jugando al Monopoly), lo hace todo mucho más llevadero.
La serie recupera motivos visuales propios de la vertiente clásica del género –el aparcamiento como escenario de encuentro– y oculta con cierta astucia (y sin traicionarse ni traicionarnos) al verdadero culpable. Aún así,
abusa de la coincidencia o de la gratuidad para resolver entuertos escriturales: en el penúltimo episodio Harriet llega a la casa en la que custodia a uno de los disidentes chinos justo en el mismo momento en el que lo están secuestrando; ese mismo activista escapa, a pie y esposado, de la nave industrial en la que retienen a sus compañeros, sin que nadie le dispare cuando saben que es una amenaza (como estas diría que hay demasiadas). Con todo, la mayor novedad la constituye la presencia de Kim Gordon (Damon Herriman), analista de la ASD –la NSA australiana– y ex marido de Harriet ahora transformado en mujer. La presencia de un personaje transexual cuya importancia para el argumento no está relacionada con su sexo sino con su actividad –es la Snowden de la función– y cuya condición se aprovecha en términos narrativos –la secuencia del cacheo es crucial– me parece todo un puntazo.
Basada en las novelas
The Marmalade Files and
The Mandarin Code escritas por Chris Uhlmann y Steve Lewis, la primera temporada está dirigida por Emma Freeman, curtida en el medio televisivo a pesar de no haber cumplido los 30 (
Glitch,
Hawke,
Miss Fisher’s Murder Mysteries diversos vídeos para el grupo Cocorosie), que solventa la papeleta con oficio y deja un último plano de los que almibara el recuerdo de una serie correcta sin más: el reencuadre, utilizando el cristal de la puerta de la sala de visitas de la cárcel, de Harriet y el ministro de defensa Mal Paxton (Dan Wyllie), señalando la posición de encierro en la que ambos se encuentran. Un final sobrio que, sumado al frío que pasa todo el mundo en el invierno de Canberra, nos hace más llevadera la canícula.
En la sombra (1T). Asesor para el cadalso.
Señalábamos que
La ciudad secreta comenzaba con Sabine Hobbes convertida en antorcha humana en mitad de China. Acto seguido, era salvada in extremis, retenida por el gobierno de la república comunista y utilizada como arma de presión. Una de las claves de la serie producida por Foxtel Productions y Matchbox Pictures, cuya segunda temporada se estrenará el próximo octubre, consistía en que la defensora del Tíbet había sido devuelta a su país sin que los miembros del gobierno conocedores de ese hecho informaran de él para así seguir utilizando su cautiverio en función de sus intereses ideológicos y personales.
La ocultación (total o parcial) de un acontecimiento relevante a la opinión pública por motivos arribistas es la espoleta que activa En la sombra, teleficción gala cuya primera temporada, fechada en 2012, ha emitido recientemente Sundance TV, canal que el pasado mes de junio también presentó la segunda entrega. La serie creada por Emmanuel Daucé, Charline de Lépine, Dan Franck y Fréderic Tellier
se inicia con un atentado que causa la muerte del presidente de la república francesa. Ante ese vacío de poder, comienza una vertiginosa carrera electoral por hacerse con el control de país. Ficción política centrada principalmente en el trabajo de los
spin doctors (los asesores de campaña) se sitúa a mitad de camino de
El ala oeste de la Casa Blanca y
House of Cards: carece de la brillantez de la serie de Aaron Sorkin y se aparta de la hipérbole conspirativa planteada por la segunda. A cambio,
presenta una puesta en escena marcada por el nervio y la sobriedad actoral (magníficos Bruno Wolkowitch y Natalie Baye) y por unos guiones plagados de giros en los que la guerra sucia termina por ser la brújula que guía la hoja de ruta de las tácticas electorales. Infidelidades, líos de faldas, traiciones intrapartidistas, cambios de cromos, juegos de manos con las carteras ministeriales y una integridad que aparece y desaparece cuando la victoria está en juego.
En la doble vuelta de una contienda plebiscitaria feroz que involucra, sobre todo, al primer ministro Phillipe Deleuvre (Phillipe Magnan) y la ex ministra de asuntos sociales, Anne Visage (Baye), candidata creada ex profeso por el asesor Simon Kapita (Wolkowitch) para hacer frente a las ansias de poder del citado Deleuvre, alguien de quien Von Clausewitz estaría orgulloso puesto que es capaz de endosarle el magnicidio del presidente al terrorismo islámico aun sabiendo que el autor del crimen es un lobo solitario que nada tiene que ver con Al Qaeda (¿les suena?). Esos son los mimbres de una serie sólida que
critica abiertamente la figura de los gurús de la comunicación política, tipos a los que solo parece valerles el éxito sin importar el bando ni los medios a emplear. La figura de Iván Redondo, el ex asesor del Partido Popular que ahora ha aupado al socialista Pedro Sánchez a la presidencia, es el ejemplo perfecto. Que sea un fan confeso de
El ala oeste de la Casa Blanca no es casual. Todos parecen tener el alma más helada que un caminante blanco friolero… Es otra manera de refrescarse. Que pasen ustedes bien lo que queda de verano… y no olviden hidratarse.